"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

Compra el disco de Paqui Sánchez

Disfruta de la música de Paqui Sánchez donde quieras y cuando quieras comprando su disco.

Puedes comprar el disco Óyelo bien de Paqui Sánchez Galbarro de forma segura y al mejor precio.

Cacereño - Raúl Guerra Garrido

Me encuentro con José Bajo, natural de Torrecasar, vecino de Eibain y prejubilado de Lizarraga S.A. Ha pasado tanto tiempo: 25 años. «Perdona, he cambiado tanto que no te reconocía». Charlamos de los viejos tiempos. Lo que sí recuerdo muy bien es su historia de desarraigo y amor, su lucha por conseguir un espacio habitable y por la libertad, lo recuerdo porque alguien la contó en una novela, Cacereño si no me equivoco. Teníamos tantas esperanzas en, ¿en qué? Quizá en nosotros mismos. Creíamos que nos íbamos a comer el mundo y mira. Venga, ¿quién habla de victorias?, lo importante es sobrevivir. Su sonrisa es la del encajador nato y en sus iris aún brilla el coraje, envidiable patrimonio; podrán golpearle cuanto quieran, lo han hecho, pero nunca acabarán con su fe ciega en la vida. Cuando brindamos, ¡salud!, me inunda la nostalgia, esa extraña felicidad del melancólico. Él no lo sabe, pero constituye una de mis más bellas derrotas. Raúl Guerra Garrido Cacereño ePub r1.0 Titivilius 23.05.15 Raúl Guerra Garrido, 1969 Diseño de cubierta: Dionisio Ridruejo Editor digital: Titivilius ePub base r1.2 Danak gera anaiak, baño beoiek izan ditezela eratuko diranak. Todos somos hermanos, pero que sean ellos los que se adapten. Los alcornoques, muchos de ellos desnudos hasta la cruz en que abren sus ramas, pierden intensidad frondosa sierra abajo. La jara en flor, blanca, alegra el severo verde oscuro del monte. La naturaleza entera explota de primavera: poleo, abubilla, menta, lagarto, tomillo, grillo y colorín, mezclan cantos y olores. El pueblo, Torrecasar, está en la planicie, donde acaba el alcornoque y comienza el cereal de secano. Bajo el vuelo sereno de las cigüeñas. Las cigüeñas comparten con grajos y golondrinas la torre de la iglesia. Una iglesia enorme, rectilínea, cuadrada, que protege, domina, o simplemente está allí, destacando por encima del pueblo. No se llena nunca, salvo el día de la patrona, Santa Eulalia, el diez de noviembre, pues es demasiado grande. Es muy antigua, la empezó a construir Herrera, pero le llamaron para lo del Escorial y la debió terminar un piernas. Ahora se pagan las consecuencias porque a pesar del tamaño no es un monumento lo suficientemente artístico como para que lo visiten los turistas. Y eso que Torrecasar está en plena Ruta de los Conquistadores. Pasar pasan, pero no se detiene nadie, si acaso algunos camiones en el Triana, un bar con poste de gasolina en el que se sirven comidas económicas. Son camiones de corderos o transportes frigoríficos, según vayan o vuelvan del matadero nacional de Mérida. El pueblo se extiende a lo largo de carretera y llanura en ristras interminables de casas, a veces chozas, de una sola planta, tejas rojas, fachada encalada y zócalo de añil. Se necesitan muchas casas de éstas para completar nueve mil habitantes. Los geranios florecen en latas de conserva y, en algún afortunado patio de adobe, un rosal derrocha belleza en sus rosas rojas. Las muchachas se adornan el pelo con ellas. Los niños juegan en la calle de tierra apisonada con una pelota de trapo. Las viejas de negro, moda y luto, toman la sombra bajo paraguas que improvisan toldos, sentadas en sillas bajas de mimbre. A veces el negro, de tanto roce y resobo, se vuelve gris. Junto a ellas se alza la cuerda con ropa secando al sol, cuelgan bragazas y sujetadores enormes. Existe una plaza central, ésta y un poco más es lo único con suelo cementado, tiene una higuera y un banco de madera en cada esquina. En ella está concentrada la vida urbana, o sea, la Caja de Ahorros, la Tienda Grande, el Banco de España, el Cinema Andaluz, el Casino y para de contar. También está la casa más alta del pueblo, cuatro pisos recién hechos sobre la Tienda Grande. La plaza es el centro de reunión para comentar, para buscar trabajo, para pedir limosna los pobres, para vender cupones el ciego, para echar el bando, para todo. Ahora los hombres están en el campo. Aunque se ve propaganda de abonos y maquinaria agrícola, para la secana tierra del aparcero sirve el arado romano. La espiga ya está a punto. A la orilla de la huerta, el pozo protege su brocal con reja y candado. El pastor preocupado con la compra de unos botos nuevos, cede el cuidado del rebaño a su perro mientras hace números, las ovejas están inquietas por culpa de la mosca, pero eso ocurre todos los años por este tiempo. Junto al cercón de la dehesa, un tractorista de don Luis pone a punto la cosechadora que pronto entrará en funciones. El pueblo tiene el ritmo que marcan los 40°C a la sombra, y los cuarenta millones de pesetas en cuenta corriente de don Luis, abogado, terrateniente, presidente de la Hermandad de Labradores y alcalde. La hermana de don Luis fue la primera en oler a chamusquina. Algo se quema, ¿qué puede ser? Para averiguarlo ejerció de inmediato el poder, eso sí, en nombre del hermano ausente. Golpeó la campanilla de plata. —¡Tea! ¡Tea! —Mande la señora —apareció la criada a la carrera. —No sé dónde te metes, el caso es que nunca estás cuando te necesito. ¿No hueles nada? —Ya sabe la señora que no siempre hay agua y las acumulaciones del retrete…, pero si usted quiere voy por un cántaro. —No es eso, huelo a quemado. —No hemos comenzado a guisar todavía. —Arriba, como madera quemada. Sube a ver qué es. —Sí que tiene razón la señora, ya huelo yo ahora, en un santiamén doy con ello. La pobre Tea subió con su trote reumático al segundo piso, en donde estaban los dormitorios, por los balcones abiertos se veían casi todos los techos de Torrecasar, tan sólo se veía más alta la iglesia herreriana. Dentro no había nada sospechoso, pero olía más fuerte. Subió al desván, era el almacén de la Tienda Grande que ocupaba todos los bajos del edificio. Allí estaba la explicación, un cable chisporroteando y unos envases de madera humeantes, de uno de ellos salió una llama. —¡Dios mío! —Se persignó varias veces Tea—. ¡Socorro! Bajó corriendo. Con los sofocos, los socorros no los oía ni el cuello de su camisa. —Señora, hay fuego en la casa. —¿Qué dice? —Un fuego mayor que el de los infiernos. Está ardiendo el almacén por los cuatro costados. —¡No puede ser, Virgen de los Desamparados! ¡Sin el permiso de mi hermano! Llame a los dependientes que suban a apagarlo, de posterior avise al párroco para que toque a fuego y al secretario para que llame a los bomberos. Cuidado que es mala pata que ocurra esta desgracia con Luis fuera, en Madrid por unos negocios. Le echaría la culpa por negligencia, a ella que se había quedado soltera voluntariamente para cuidarle cuando enviudó. Si se pierde el lote de telas que acabamos de traer de Béjar, me mata. Tengo que salvarlas. Para ganar tiempo se asomó a la ventana. No había nadie en la plaza, pero gritó de todos modos. Tenían que ayudarla, todos debían favores a su hermano. —¡Fuego! ¡Fuego en casa de don Luis! Apareció el tío «Topamí», el tonto del pueblo, salió de debajo de un banco en donde dormía la siesta perenne, al abrigo del sol. Le habían despertado los gritos. —¿Qué quié el ama? —¡Fuego! —Voy pol chisquero pa darle candela. —Tú tenías que ser, no podía haber otro. Grita fuego, ¡fuego!, por todo el pueblo. —Sí, ama. ¡Fuego! ¡Fuego! El meningítico se largó imitando el galope de un imaginario caballo. Los empleados de la Tienda Grande subieron rápido y empezaron a desalojar mercancía. —Salga de la casa, señora, puede ser peligroso. —Sí, sí, tengan cuidado con los muebles. Esas telas de Béjar que no las pase nada, por lo que más quieran. La solterona metió entre los pechos la carterita de cremallera donde guardaba el dinero y bajó a la plaza. Le agradaba el cálido contacto del ahorro sobre su virginidad. Se había formado un grupo de curiosos, contemplaban indecisos la columna de humo negro que tapaba paulatinamente el alero del tejado. —¿Qué hacen ahí? Ayuden, ayuden. —No nos atrevíamos a entrar sin su permiso. —Santo Fuerte, en casos así no se necesita, suban, suban. Le diré a mi hermano, a don Luis, los nombres de los que nos han ayudado. Más que la recomendación, lo que espoleó al personal a arrimar el hombro fue la velada amenaza de no estar en la lista de colaboradores. Como la solterona le tome oreja a uno, está perdido. Las campanas voltearon a fuego, una música monocorde, desaforada y continua, avisando a todo el mundo del bosque a la era. Sin preguntar quién, ni dónde, todos acudieron a formar la cadena. Los cubos de agua pasaban de una mano a otra, los puños morenos recibían agradecidos cualquier salpicadura y aunque trabajaban firmes, el recorrido era demasiado largo para que los recipientes llegaran más que mediados. Las maderas resecas convirtieron el cortocircuito en un fuego de verdad, las llamas se hicieron visibles desde la calle y los vecinos de las casas adjuntas empezaron a desalojar sus enseres. La plaza adquirió pronto aspecto de feria, con la multitud de objetos amontonados en ella y el trajín del público. El secretario del Ayuntamiento se desesperaba en la centralita por la demora con Cáceres, en el coche habría llegado antes para avisar a los bomberos. ¡Con lo que tardan después en localizarlos! —¡Más rápido! ¡Qué desgracia, Santo Cristo! La hermana de don Luis se ponía histérica por momentos comprobando que las pérdidas iban a ser importantes, y menos mal si se salvaba el edificio. Todas las manos útiles estaban colaborando. Por principio o por apuntarse un tanto, pero sin angustia por las pérdidas materiales. En el fondo se alegraban. No se quedará en la calle, no, por más que se le quemen. El único temor es que se propague el fuego, por eso los vecinos son los que más empujan. El tío «Topamí», encantado con el espectáculo, palmotea jubiloso en el centro de la plaza. Sentados cómodamente en un banco, dos mozos le animan. —Más fuerte, que no te oyen. —¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego! —grita el tonto. El ama no le había ordenado parar. —Te se cae la baba, «Topamí». Eran Paco, el del taxi, un renegao que ya había estado en la cárcel por contrabando de café, y Pepe, el garbanzo negro de los Bajo, una familia humilde, pero de trabajadores sin tacha. —Venga «Topamí», cambia el disco, el ama quiere que grites esto otro: agua que se quema el río. —¡Agua que se quema el río! ¡Agua que se quema el río! ¡Agua que se quema el río! —¡Pepe! —llamó una voz imperiosa desde la cadena humana. El mozo se acercó a la fila de hombres. No era alto precisamente, pero caminaba derecho y eso le confería cierto aire, sin visera parecía un obrero de ciudad. —¿Qué quiere, padre? —Que no enredes las cosas, ten cuidado, como te vea el ama puede buscarme las vueltas. —¿Todavía más? —Calla y ponte en la cadena como es tu obligación. —Perdone, padre, pero no soy un lacayo. No trabajo pa este tío cuando paga, así que ahora, gratis, menos. —Pues cállate y tengamos la fiesta en paz. —Voy a echar un vistazo —Pepe, de dos zancadas, se metió en la casa, para disimular arrancó con un cubo de agua. —¡Ten cuidado, hijo! —¡Descuide, mala hierba nunca muere! El interior de la casa era una batalla campal. El material del almacén se mezclaba con muebles patas arriba y ropas en desorden. Pepe curioseó a modo y no era el único. Los que estaban luchando contra el fuego por relevos, cuando paraban agotados, se entretenían en ojear el piso. El cajón de un aparador estaba lleno de conservas. Los rótulos eran de lo más sugestivo, algunos de ellos estaban en extranjero, pero por los dibujos se adivinaba el contenido: perdiz, salmón, paella, faisán, la remonda. Pepe se desabrochó la zamarra y la camisa y así se llenó la cintura de latas, por contraste, el frío de la hojalata le hizo cosquillas en el ombligo, la techumbre en llamas irradiaba un ambiente bochornoso. Se descolgó por una ventana trasera y le silbó la contraseña a Paco, el del taxi, que apareció corriendo. —Macho, menudas vitaminas me he agenciao, mira. —¿Nos las trajinamos en el Triana? —Volando que pa luego es tarde. En el bar sólo quedaba la mujer del dueño atendiendo la barra. El follón de la plaza llegaba amortiguado, difuminándose con los ruidos del campo al atardecer. —Una frasca de turbio. Se instalaron a sus anchas. Hicieron una merienda cena de campeonato, observando la marcha del incendio y el tráfico de la carretera. Los coches apenas disminuían un tanto la velocidad para contemplar la columna de humo que surgía del pueblo, ennegreciendo un cielo azul que empezaba a tachonarse de estrellas. Estaban en plena digestión cuando el humo empezó a ceder y la gente a retirarse a sus hogares. Gracias al esfuerzo de la comunidad, el fuego había sido vencido antes de propagarse a otros edificios. Por una vez, el perjudicado había sido el amo. —Me voy a casa, voy a echarles algo de comer a los viejos —dijo Pepe. —Hasta mañana y punto en boca. Los Bajo ya estaban reunidos alrededor de la olla habitual de garbanzos con tocino y piltrafa de lomo. Las que salían de un cerdo eran todas las proteínas que consumía la familia en un año. Nacarino, el padre, servía los platos de los seis hijos que la madre, Eulalia, le iba facilitando por orden jerárquico de edad. —Buenas noches, parentela. —¿Por qué llegas siempre tarde, hijo? —preguntó Eulalia. —Traigo comida de verdad —Pepe lanzó las latas sobrantes encima de la mesa— hoy los garbanzos para el cochino. —¿De dónde has sacado eso? —¿De dónde va a ser? Me los encontré en casa de don Luis. —Eso es robar. —No lo creo, estaban tiradas. Además, quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón. —Nos estás comprometiendo, imbécil, y estás dando mal ejemplo a los pequeños —riñó Nacarino. —Es más honrao el dejarse explotar, ¿no? —¿Lo ves? La descomposición de la moral. ¡A callar todo el mundo! Ya que están aquí vamos a abrir esas malditas latas de una vez, nos sentará bien el cambio de menú —transigió el padre. —¡Viva! ¡Viva! —Bailaron de alegría Quico y Quica, los gemelos. Se estaban relamiendo desde hacía rato. —Mucho cuidado, no se enteren los vecinos —advirtió Nacarino. Como si hubiera sido una señal, se abrió la puerta y entró la señora María, la de la casa de enfrente. La puerta de la calle es la puerta de todo y no se estila el llamar. La familia Bajo, sorprendida, no tuvo tiempo de ocultar las conservas. —¿Se pué pasar? Eulalia, dame una miajita de sal que estoy sin ná y mi hombre no come soso. —Sí, hija, sí, lo que quieras. —Buena cena tenemos hoy, ¿eh? —¿Si gustas…? —No, no, gracias, que os aproveche y siente. —Y usted que lo conozca. —Con Dios. —Vete con él. Cuando salió la señora María la pusieron verde, no se le escapaba ni una. En voz baja, por si acaso. Empezó a trabajar el abrelatas. Los comentarios siguieron con un trozo de pan en la mano, para mojar sobre la marcha. —Esta bruja huele una piedra a mil metros. —Qué más da. No se lo va a contar a don Luis y aunque así fuera me importa un comino —dijo Pepe. —¿No te das cuenta que si nos toman oreja no encontraremos trabajo por los siglos de los siglos? —preguntó Agatángelo, el hermano mayor. Dos años más que Pepe. —¡No seas burro! ¿Qué te crees? ¿Que porque habéis hecho la pelota en el fuego, delante de la vieja chocha esa, el señor os lo va a agradecer? Cuando el señor vuelva de Madrid, de estar con su querindonga, y se encuentre la casa quemada, se va a poner de una leche de miedo y vosotros, sus lacayos, hayáis acarreado agua o no, pagaréis el pato como está mandao. —Es muy bonito soltar chuladas cuando a uno le permiten ser un vago, so irresponsable —dijo Agatángelo. —¡No te consiento que digas eso! Soy un hombre y necesito un trabajo de hombre, no estoy dispuesto a aceptar uno de bestia como haces tú y los demás. Pago mi parte de los gastos en casa, ¿no? Pues mide tus palabras porque la próxima vez te parto la cara. Eulalia se interpuso entre sus hijos. Nacarino no quiso intervenir, se sentía viejo, cansado y mañana tenía que madrugar. Además, ¿qué iba a decir? Debería reñir al segundo, a Pepe, pero qué leñe, si en el fondo de su agotada alma le daba la razón, nadie debería trabajar por las dos perras gordas que les estaban pagando. Agatángelo era un santo varón, pero su destino estaba marcado, sería un pobre como lo fue su bisabuelo, su abuelo, su padre y lo serían sus hijos y nietos. Bonita aristocracia. A las tres de la mañana, ululando como alma en pena, apareció el coche de bomberos de Cáceres, se habían quedado tirados en la carretera sin gasolina y por eso se habían retrasado. Como el pueblo estaba dormido y el fuego apagado, despertaron al del Triana y tomaron un carajillo antes de regresar a la base. Cuando sale el sol ya están los hombres reunidos en la plaza, en la esquina opuesta al Casino para no entorpecer la entrada y salida de los principales, o sus mandaderos, que desayunan un cafelito a precio especial por la hora. Pasa el cura a decir la primera misa y suspira triste al verlos, los ha perdido, según sus cálculos sólo asiste a la misa dominical el uno por ciento de los varones adultos. Trabaja sobre los jóvenes, pero sin esperanzas, en cuanto necesiten acudir de madrugada a la plaza se acabó, no hay fe que resista esa desolación. Forman corros de charla animada, pero opaca, sin gritos ni exclamaciones, como temerosos de llamar la atención. Para quitarse la fresca sacuden las abarcas contra el suelo, se frotan las manos en el pantalón de pana, entre las ingles, y se calan la boina incrustándola como un casco guerrero. Comentan los acontecimientos más nimios de sus vidas con criterio fatalista. —Eso es mala pata, pero ¿qué podemos hacer? —Nada. Lo que sea sonará. Cuando el señorito, el aparcero de postín, o simplemente, el capataz de casa bien, lo considera oportuno, se mezcla entre los corros para contratar sus jornaleros del día. Parece que hablan de cualquier cosa, del tiempo, pero no, están regateando mientras seleccionan edad y fortaleza. No se vocea como en las subastas de esclavos, es más bien una cosa delicada, similar al ofrecimiento de una prostituta callejera. No todos son elegidos, sobran brazos. Algunos han madrugado para estar más tiempo sin hacer nada, pero se resignan. El mundo es así: redondo. —¡Ea! Mañana será otro día. Nacarino vuelve a casa cariacontecido. No le han seleccionado, el hecho se está repitiendo con una frecuencia alarmante. Menos mal que Agatángelo es joven y no pierde comba. —Hoy tampoco, Eulalia. ¿Por qué? —No seas pesimista. Te voy a preparar unas sopas de ajo para que asientes la barriga, así verás las cosas de otro color. —¡No soy un viejo que necesite sopas! —Tranquilízate, se acerca el verano y la soldada de la cosecha nueva nos sacará de apuros. —Pero después, ¿qué? ¿Quién buscará estas manos que sólo han estado ociosas cuando no las han dejado trabajar? Nacarino extiende las manos, un mapa en relieve de piel morena con bultos de articulaciones, venas y antiguas cicatrices. Unas manos que al cerrarse, por la fuerza de la costumbre, se convierten en molde de herramienta. Su mujer las aprieta con cariño. —Yo necesito algo caliente, toma un plato por acompañarme, ¿quieres? —dice Eulalia. —Bueno, aunque es un derroche. No tengo nada que hacer. —Alguna reparación. —Luego daré una vuelta, a ver si encuentro algo por ahí. Nacarino es carpintero por afición y herrero, albañil, fontanero, electricista, lo que le echen. Hace pequeñas reparaciones a otros más pobres que él, los cuales apenas pueden pagarle en especie y a plazos, pero hoy por ti, mañana por mí, sobreviven juntos. —Buenos días, padres —dice Pepe. Se está lavando con cachaza, acaba de levantarse. —Mejores que hoy ya nos hacen falta. —No se apure, cuando menos lo piense apareceré hecho un señorito con coche a la puerta y todo. —Para eso hace falta trabajar mucho. —No, lo que hace falta es ganar mucha pasta. —Antes se pierde un general. Voy a ver lo que cae. Cuando sale Pepe, procurando no la oigan los gemelos que juegan en la puerta, Eulalia comenta entristecida una corazonada de madre. —Este hijo se nos va, Nacarino, estoy segura. —Mejor para él. —¿No te da pena? —Mucha, pero aquí acabará mal. —Es su tierra, la de sus mayores. —Ojalá fuera. La verdad es que no tenemos un palmo donde caemos muertos. —El del cementerio y basta. Pepe marcha al bar de la carretera, allí siempre hay tertulia entre desocupados, camioneros, representantes y viajeros de paso. Además puede caer algo si se está al quite. El Triana no está mal puesto, la prueba es que tiene futbolín y televisión. Hay que salvar el detalle del W.C., sin diferenciar damas y caballeros, a base de placa turca, papel de periódico y literatura mural: «No pujes que sale solo». «Si tus dedos son pinceles…». «Recuerdo de los quintos del 65». El Triana dice que va a pintar las paredes, pero nunca se acuerda. Hoy, el centro de la reunión es el Pancracio, recién llegado de Múnich con vacaciones pagadas. Ha venido en un coche de alquiler, pero no dice nada para que lo tomen por suyo. Bebe cerveza. Gallea. —No veas las chavalas alemanas, ¡qué tías! Si se encaprichan con un hombre van derechas al catre. —Amos anda, Panera, eso no te lo crees ni tú, le habrás hecho más competencia a los monos que cuando íbamos de vistillas al río. —Que sí, ¿no ves que tienen un cuerpo con diseño especial? Pues lo aprovechan. Allí el mujerío está muy movido, lo da el ritmo de la vida moderna. —¿Qué tal la gente? —Eso es otro cantar, hay que tragar quina a manta, no los entiende ni la madre que los parió, por el idioma y las manías, ahora bien, después del curre tos señoritos, iguales, es cuestión de parné y nada más. —De trabajo, ¿qué? —preguntó ansioso Pepe. —En comparancia, descansado y bien retribuido. Mucho control, te vuelven loco con eso, para mí que están filetes perdidos con tanto hablar de la inflación europea y viven como curas. —¿Es difícil el curre? —Sí, hay que tener un par de pelotas bien puestas para aguantar mecha, pero es que además ahora somos muchos los de fuera, los invitados a trabajar que nos dicen, no sé, está difícil, muchos españoles se están volviendo. —Forraos. —No creas, no es oro todo lo que reluce. —¿No? Pues tú, para el poco tiempo que llevas, menudo coche te has mercao. —Hombre, cada uno es cada uno. —Si yo me planto en Alemania… —En la República Federal. —Como se llame, en Múnich, me planto por las buenas, ¿tengo trabajo? —insiste Pepe. —Tal como están las cosas te costaría, pero a la larga creo que sí. Oye, ¿tú sabes alemán? —Aquí iba a estar si supiera. —El idioma es algo de miedo, para mí es la principal pega del extranjero. Nunca vayas a ningún país sin saber el idioma. —Si todo el mundo se defiende, yo también. —Claro que sí, pero es difícil, con idioma te colocas antes, ligas mejor, te tratan mejor en el restaurante, te engañan menos, vaya. —¿No son honraos los patronos? —A carta cabal, pero aquello es tan grande que ni los conoces de vista. Lo perfecto, lo alemán, es el sistema. —Menos rollo y cuéntanos de gachís —interrumpió Paco, el del taxi—. ¿Es verdad que hay teatros en que se quedan en cueros como vinieron al mundo? —Naturaca, pero eso vas una vez al principio y sobra, son carísimos. Lo chachi es engatusar a una por lo particular, aunque si quieres que te diga terminas acostumbrándote. —¡Olé los flamencos! —¿Te imaginas a una tía así en Torrecasar? —¡Los que íbamos a morir en el tumulto! Pepe abandonó la tertulia pensativo. Salió a la carretera, las alpargatas se le pegaban al asfalto reblandecido por el calor. A trescientos kilómetros en esa dirección está Madrid, desde allí todo está más cerca, Múnich, Alemania, la vida. Es cuestión de decidirse. Aparcó un camión hasta arriba de corcho, algunas cortezas se habían desalineado, el chófer las colocó golpeando con un martillo de madera, después entró en el Triana. Pepe marchó despacio hacia casa. Si en Alemania estaba difícil aquí era imposible. Durante cierto tiempo aún oyó la voz del Pancracio contando cómo engañó a los cronometradores de la fábrica para sacar prima extra de producción. Una voz fardona, segura de sí misma. Soñó con esa voz. —Entonces, ¿estás decidido? —preguntó Nacarino. —De todas, todas —respondió Pepe. Habían comenzado a hablar padre e hijo en tono confidencial, pero en una casa tan pequeña ya se sabe, pronto se reunió a su alrededor el consejo de familia en pleno. Agatángelo, hostil, metió baza. —¿Tú crees que en Alemania atan los perros con longaniza? —No lo creo. —Tendrás que sudar la gota gorda. —Mira, Agatángelo, tú y yo no nos entenderemos en la puñetera vida. Cuando el canal, trabajé todo el año de peón con la empresa constructora y sudé todas las gotas necesarias, pero conforme a unas leyes, ¿no? No sé por qué me quedé aquí, pero esto se acabó, me largo. —Abandonas lo tuyo, a los tuyos, así, por las buenas, ¿es que no tienes corazón? —dijo Eulalia. —¿Qué abandono? A vosotros. Pero míranos, madre, con más años que la mili y sin poder ofrecer ná a una mujer, porque di, ¿es que podemos casarnos nosotros? Me gustaría saber dónde meteríamos una boca más, y lo malo no es eso, lo malo es que no tiene solución. —Ya vendrán tiempos mejores —insistió Eulalia. —Eso dijo el abuelo cuando construyó la casa y desde entonces hemos ido para atrás sin parar. Era verdad, la casa construida por el abuelo hada medio siglo era lo único firme que poseían. Una casa humilde, con necesidad de remiendos continuos, pero de ellos. El abuelo la había acondicionado bien para luchar contra el calor, entre la bóveda de cemento y el techo dejó un espacio hueco, una cámara de aire por la que corrían las ratas libremente. Tenía una habitación central, donde estaba la camilla, el brasero, la cocina y en donde se hacía la vida, separada de la calle por una puerta gatera. Dos dormitorios que se repartían de mala manera entre el matrimonio y los hijos a base de cortinas. Detrás un pequeño patio, plantaban algunas hortalizas, pero entre los juegos de los niños y el hambre del gorrino que mataban todos los años, nunca salía nada. Hacía meses que, con lo del canal, habían traído agua corriente al pueblo, pero no podían permitirse el lujo de instalar servicios. La diminuta cochiquera hacía las veces de retrete. —¿Por qué no intentas meterte en esos pueblos nuevos que están haciendo con el plan? —preguntó el padre esperanzado. —¿Para ir de Guatemala a guatepeor? —Regalan casa, yegua, vaca y dicen que cinco hectáreas de regadío, ¿qué más quieres? —¿Ah, sí? ¿Conoce usted algún pobre que haya salido adelante en esos poblados? —Están lejos y yo no me muevo de aquí. —Si fuera negocio iba andando de rodillas, a la pata coja, como me mandaran. No sirven, me voy —sentenció Pepe. —Haz la prueba, hijo —insistió Eulalia. —Háganla ustedes, yo no quiero saber nada con este atajo de logreros. Me voy. —Me matas del disgusto. —No es para tanto, madre, Alemania está a un paso como quien dice. En los trenes modernos, claro, no en los que pasan por estos andurriales. —Esos trenes son caros —dijo Agatángelo. —No te preocupes que a ti no te pediré nada. Aunque parezca mentira, tengo ciertos ahorrillos. —Cerdo. Y la familia pasando necesidades. —Tan cerdo como tú, Agatángelo de la eme, he contribuido con el mismo dinero que tú, que el pinturero mayorazgo de los Bajo y en paz. ¿Pasa algo? —No discutir, los dos sois buenos hijos, cada uno a su manera. Me enfermáis cuando peleáis así —una vez más, Eulalia se interpuso entre los dos mayores. —Ea, ya están enterados. No se hable más del asunto. Pepe cambió el tono de la conversación. Era simpático cuando quería. Se volvió hacia los pequeños: Finita, la benjamina, y los gemelos Quico y Quica. Los puso en fila india marcando el paso, jugaba como si allí no hubiera pasado nada. —Un, dos, un, dos… eso es… los alemanes pasean como soldados. ¿Qué os va a traer Pepe de Alemania? —¡Un cañón! —¡Una muñeca que haga pis! —¡Estupendo! Traeré además tanto dinero que nos mudaremos a un cortijo con un cercón plagaíto de alcornoques. A Marta, mi favorita, ¿qué le traeré? Marta, la mayor de las chicas, con quince años complicados, tenía debilidad por Pepe, para ella era el único soplo de aventura y romanticismo que vibraba en la casa. Estaba conteniendo las lágrimas, pero al oírse nombrar abrió el grifo y se precipitó en los brazos de su hermano del alma. —No te vayas, Pepe. —A Marta le traeré unas medias de seda, unas ligas coloras de cabaretera y un viso de mucha puntilla. Tras los picos van los chicos. —Sinvergüenza. —¿Pero a que te gustan? Marta y los demás quedaron un tanto tranquilos, con las bromas se rompió la tensión de nervios. Nacarino quiso poner el punto final a la charla. Soltó el consejo prudente que nadie escucha. —Tómate unos días para pensarlo, ahora estás con los cascos calientes por culpa del Pancracio, no vayas a arrepentirte cuando no tenga remedio la cosa. —Aquí me ahogo, padre, necesito otros aires. Se acabó la conversación y los peques, aburridos, salieron a la calle. A la hora, medio pueblo estaba enterado de lo del segundo de los Bajo. Otro que se larga. Un fenómeno tan natural como la caída del higo maduro. Pepe pasaba y repasaba con su compañero de fatigas, Paco, el del taxi, por delante del Casino. Ahora que se iba, le obsesionaba la fruta prohibida. —Este sitio me da una rabia de muerte. —Envidieja, sólo son doscientos gachos del pueblo los que pueden entrar —dijo Paco. —Los podridos de manteca. —Un día, cuenta el camarero, don Luis se cabreó por no haber puesto la cuota más alta, para depurar aún más al personal socio. No te digo lo que hay. —Mira que si cuando vuelvan del campo me encuentran repanchingao en la barra con mi copa de licor, a lo señorito. —No te dejan entrar. —¿Quién lo va a impedir? Está solo el «Curro» y no tiene media torta, ¿entramos? —animó Pepe. —No jodas, si nos encuentra un principal nos la arma, me juego el tinglao del taxi. —Desde luego yo me doy el gustazo. Antes de pirarme a Alemania estreno el Casino. —Si yo me fuera también entraba. —¿Tú, cagao? Cúbreme la entrada por si hay leña. —Como quieras, pero si aparece un principal olvídame, te las arreglas tú solo. —Miedica. La fachada de cristal entero camuflaba la puerta. Pepe, agresivo y tímido, tanteó el panel para no meter la pata. Entró. De un paso, otro mundo: una barra moderna con taburetes, filas de botellas de todas las marcas perfectamente alineadas, olor a limpio y un espacio inconmensurable de un mueble a otro. El camarero, el «Curro», vio entrar a Pepe. No daba crédito a sus ojos, le hizo señas en balde para que saliera. Se precipitó hacia él, nervioso perdido. El pueblo veía en el camarero la forma más directa de sumisión a los amos y le zahería por ello con una copla cruel y elemental. El «Curro» tiene un burro debajo del mostrador cuando le llaman al «Curro» dice el burro, servidor. A pesar de la copla, el puesto de camarero en el Casino era un plato apetitoso y el titular tenía que defenderlo con uñas y dientes. Una intromisión como la de Pepe era peligrosa para su permanencia en el empleo. —¿Qué haces, loco? Me estás comprometiendo. —Esto es un bar y voy a echar un trago, no será un pecado, digo yo. De todas formas vamos a verlo. —Están unos cuantos señores jugando a cartas arriba, vete sin hacer ruido. —¿Por qué? —Este es el Casino de los señores, no te hagas el tonto. —Entonces estoy en mi sitio, lacayo. —¿Tú eres un señor? —Soy todo un caballero. —Demuéstralo. —¿Cómo? —Enséñame dinero. —Demuestra que es el bar de los amos. —¿Cómo? —Enséñame una bebida rara. —Mira, vodka americano, cien machacantes te cuesta la broma de un trago, ¿qué te parece? —No, no puede ser, ¿y un chato? —Cinco. Demuestra que eres un señor. —Échalo ahí. —Si me enseñas la pasta, sí. —Para este gusto ya tengo, toma, el otro de propina. Tiró con desprecio dos duros sobre la barra. El «Curro» los cazó con la palma de la mano para que no sonasen al rebotar. Las estaba pasando moradas. —¡Chiss! Toma el vino y un duro, no quiero propinas de un tirao como tú. —A tu salud, lacayo. —Bebe de prisa, leñe, que nos descubren. —Por este dinero necesito saborearlo, hombre. Pepe apoyó la espalda en el mostrador y se estiró satisfecho. A través de la cristalera veía a la gente que se arremolinaba para contemplarle. Parecía una jaula del zoológico. Algunos críos aplastaban las narices contra el vidrio para no perder detalle, cada vez había más público, los de atrás empujaban curiosos. Pepe levantó el vaso hacia ellos y brindó. —A vuestra salud, pueblo estúpido. Tirando del hombro de los de delante para abrirse paso, llegó Nacarino hasta la puerta de cristal. Le hizo unas señas imperiosas al hijo rebelde. —Sal de ahí. Nos vas a hundir, condenado. Como Pepe no hacía caso, abrió la puerta. La voz del camarero le dejó petrificado con un pie en la calle y otro en el Casino. No se atrevió a mover ninguno. —¡Quieto! No pase, buen hombre, ya están bastante complicadas las cosas. Sal tú, coño, me la voy a cargar y de este empleo comen mis hijos. —¡Sal, Pepe! ¡Obedece a tu padre! —¡Me cago en tal, no grite! —exclamó el «Curro». Desde luego se había armado ya bastante jaleo. Los jugadores, por la ventana, vieron extrañados aquel tumulto ante el Casino y excepcionalmente suspendieron el julepe. Uno de ellos, el que tenía peores cartas, bajó al bar para enterarse de lo que ocurría. —¡Camarero! ¿Qué pasa aquí? En cuanto sonó la voz, el pie atrevido del Nacarino se juntó con su pareja de la calle, cerró la puerta con sigilo. Pepe puso los músculos en tensión para no dejar traslucir el temblor tonto que le había entrado. El «Curro» se vio despedido. —Nada, señor…, que éste, señor…, que quería un chato de vino. Ya le he dicho… —¿Quién es usted? —preguntó el jugador. —¿Y usted? —se atrevió a interpelar Pepe, tragando saliva. —Don Rosendo Sánchez. Repito, ¿quién es usted? Le conoció nada más verle. Don Rosendo, casi nadie, en la temporada del higo la mitad de las mujeres del pueblo trabajan para él. Le habla de tú a don Luis. —José Bajo Fernández. —¿El hijo del Nacarino? —Sí, señor. —¿Qué desea? —Tomar un vaso. —Esto es un club privado. —Sí, señor. —Ahora bien, que sea privado no quiere decir que no sea demócrata. Si le apetece beber aquí, hágase socio. El mismo camarero puede facilitarle la solicitud, son cinco mil pesetas de entrada. —Sí, señor, muchas gracias. —¿Se va ya? —Sí, señor, ya me iba. Adiós. —Hasta cuando quiera. Pepe salió zumbando con las orejas gachas. Una vez en la plaza fue motivo de burla para la multitud allí congregada. Paco había desaparecido. Algunos reían a carcajadas. Nacarino, congestionado temblaba de miedo y rabia. —Pepe, hijo, ahora sí que te lo aconsejo, vete del pueblo. —¡Váyase al diablo! Corrió hacia el monte, cuesta arriba, hasta agotarse, se dejó caer jadeante bajo las encinas y arrancó una flor de jara que espachurró entre las manos. Quería sentir, oler, saborear la esencia de una tierra que abandonaría quizá para siempre. Para concentrarse, cerró los ojos al azul implacable del cielo. El tren correo paró en la estación de Mediodía y resopló, agotado, sus últimos chorros de vapor. Pepe tenía los huesos molidos. No hay quien duerma con tres niños en un departamento de tercera. —Mucha tela es este Madrid. Aunque no se fiaba mucho, dejó la maleta en consigna, disponía de veinticuatro horas con su noche en medio y no era cosa de andar cargado. Antes de empalmar para la frontera, trataría de cortar la mayor cantidad posible de tela del desconocido Madrid, del que tanto y bien le habían hablado. Empezó a pasear. Se orientaba como podía hacia el centro, no quería preguntar ni sorprenderse por nada, no creyeran que era un paleto. Señoras elegantes, escaparates con maniquíes casi vivos, coches último modelo, un torrente de coches que sólo paraba por culpa del semáforo, anuncios insinuantes, luces discontinuas, rascacielos, cafeterías, cines. Cuando llegó a la Puerta del Sol calculó que había andado como de Torrecasar a Miajadas ida y vuelta, los pies no le cabían en los zapatos. ¡Conque aquella era la bola del reloj de Gobernación! La que subía y bajaba al dar las doce para que todos los radioescuchas se atragantaran a razón de una uva por segundo. No era para tanto. Se puso sobre una baldosa que rezaba «Kilómetro cero de las carreteras generales de España». Sobre una de las rayitas que salían en todas direcciones ponía «Extremadura», o sea, que trescientos kilómetros más allá estaba Torrecasar, el culo del mundo. Tenía un hambre de aúpa, pero no se atrevía a cenar en cualquier sitio por dos razones, el precio y el público. Le daba lacha su modesto traje arrugado, toda la gente parecía de estrena. Un restaurante económico ofrecía comida completa por cincuenta pesetas, servicio incluido, y allí entró. Era un alivio estar sentado. El alivio desapareció cuando le presentaron la carta, estaba escrita en varios idiomas y, si los números de la derecha eran pesetas, no había nada que hacer por diez duros. No se había equivocado de puerta, leyó las letras al revés y seguían anunciando el mismo menú económico. El camarero o lo que fuera, con la libreta en la mano, se impacientaba. Pepe eligió dos números de los más bajos para quitárselo de encima. No lo consiguió. —¿El señor va a beber? —Claro que sí. —¿Agua mineral, vino, cerveza? —Vino. —¿Qué vino? —Tinto. —¿Qué marca? —La que sea, vino tinto. —¿Qué botella? —¿Cómo que qué botella? Una botella de cristal, no va a ser de plástico, la llena de tinto, la trae aquí y me bebo lo que me da la gana. Se puede, ¿no? —No faltaba más, señor. Cenó de prisa, atragantándose, no estaba a gusto en aquella especie de silla eléctrica. Los pies no tuvieron tiempo de deshincharse. Palmeó fuerte y todos los comensales le miraron. ¿Por qué? Se sintió ridículo. —La dolorosa —pidió Pepe. —Son ciento setenta, señor. —Fuera tienen un letrero a diez duros, todo incluido. —Es el plato económico del día, señor. Usted ha comido a la carta y con vino de marca. —Cobra y menos cuento. ¿Sabes lo que te digo? Que me vais a ver el pelo otra vez por aquí. —Lo lamentamos de veras, señor. —Adiós, lacayo. Respiró mejor en la calle. El cielo estrellado era como el de Torrecasar, pero no tan libre, lo enmarcaban los edificios. Se entretuvo mirando anuncios luminosos, le gustó uno que intercalaba noticias como si fuera un periódico. Aunque estaba molido tenía cuerpo de jota, para ir a tiro fijo se decidió a preguntar a uno con cara de golfo. —Buenas noches, verá usted, soy de fuera y quisiera ir a algún sitio, cómo le diría, un sitio con tomate. —Para cachondeo del bueno, ahí a la vuelta, en la Cueva. Es la manzana siguiente. La Cueva de Alí Babá es un sitio con todas las luces fuera, en el interior apenas alguna linterna. Para dar ambiente, al portero le visten de moro. Con una copa en la mano intentó desplazarse por la sala, tropezó con una silla y se sentó con miedo de haber llamado la atención. Apenas se veía nada, una pareja se abrazaba junto a él, otras siluetas lo hacían en la pista, simulando bailar. Cuando vislumbró a las señoritas de la barra, con sus maravillosas piernas cruzadas sabiamente, sintió un nudo en la garganta. Resulta que sí existen tías así de buenas. Madre mía qué escote tiene ésa, si me asomo ahí, me da el vértigo. Está como quiere. Me mira. Me sigue mirando. ¿Le habré caído bien? Anda que tendría gracia. Pero ¿qué hace? Viene hacia mí. No hay duda, viene hacia mí, no me mires que salto. ¿Qué hago yo ahora? ¿La invito? —No podía creerlo —dijo ella. —¿Qué es lo que no podía creer? —Por poco se le escapa el señora. Carraspeó para serenarse. —La intensidad de tu mirada. —Será por la oscuridad. La costumbre, ¿sabe? —No busco más, me quedo contigo. Un cocktail de champán —pidió al camarero oculto en las sombras. —¿Eso qué es? —Una cosa muy buena, ahora verás, que sean dos. La muchacha, buena profesional del alterne, empezó la colección de consumiciones, le bastaba una caricia, un gesto pícaro. Realizó una obra de artesanía. —¡Qué experiencia la tuya! Cómo nos conoces a las pobres mujeres —halagaba ella. —Si no sé nada, te lo juro. —A saber cuántas habrás seducido, pichoncito. —¿Seducido? Pero si sólo he intentado una vez. El año pasado, en la fiesta de la Santa. Fueron unas fulanas en un coche con carromato a rastras y al terminar la procesión de la tarde, hala, allá fuimos todos los mozos en cola. Pero metían tanta prisa que no pude. Tú sí que conocerás hombres. —Como tú ninguno. No te lo creerás, pero aunque me hayas conocido en este ambiente, no soy de ésas. Lo que ocurre es que tengo que ganar el pan de mi hijo. Yo también soy de pueblo, cerca de Jerez, un día de verano, en la viña, hacía tanto calor que eché la siesta y el señor conde aprovechó para hacerme un condesito. No lo quiso reconocer, pero como cuando sea mayor se le parezca… No me hagas hablar de esto, me entran ganas de llorar. —No llores, por favor, no llores, si todos llevamos nuestra cruz. Mira yo, me voy a trabajar a Alemania y ni siquiera sé una palabra en alemán, no entiendo nada de nada. Pero la necesidad obliga. —Entonces disfrutemos del tiempo presente. ¡Bebe, hermano, la vida es breve! —Eso está mejor, ¿cómo te llamas? —Un nombre de cuento de hadas, las mil y una noche. —En serio, dime. —Mil pesetas una noche, mejor dicho, un rato. —Lo que quieras, pero la noche entera. No tengo pensión y me muero de sueño. —Ya nos arreglaremos cuando acabe esto. La muchacha relajó su profesionalidad al verle tan inexperto. Le tenía seguro y no era peligroso, por eso empezó a beber de veras, el té con agua le hacía polvo el estómago. También le contaba sus penas, era como confesarse en el hueco de un muro. —No te creas que me disgusta el oficio, es agradable siempre que se puedan seleccionar los clientes. Yo selecciono, con un cuerpo como el mío se selecciona. ¿Te gusta, eh? Mira, mira. Pero en Barcelona se gana más, hay más libertad para el asunto del trajín, ahora bien, se necesita un hombre, un hombre fuerte que la proteja a una. ¿Tú eres fuerte? —Sí, toca —Pepe sacó bíceps—. Ahí no, en la bola. —Podrías valer, eres bajo, feo, bruto, un animal como tú es lo que necesita una cochina como yo. Estaban en el punto álgido de la borrachera, el tercer estadio: lástima de sí mismo. —Bruto, pero noble. Nos protegeremos mutuamente, a mí la gente junta me da miedo, tío a tío, no —le entró una preocupación a Pepe—. ¿Y el chaval? —¿Qué chaval? —El que te hizo el conde. —Ah, ya, con sus abuelos, no te preocupes. Se apagaron las pocas luces que aún resistían. Era muy tarde y los echaban. El jefe hizo una seña, no estaba para perder el tiempo, la muchacha, obediente, pasó al desplume final. —¿Cuánto dinero tienes? Hay que pagar el champán. —Esto, coge lo que sea —Pepe alargó a la chica unos pocos billetes verdes arrugados. —Vale, vamos a la cama. —¿Las vueltas? —En la cama. Busca un taxi. —Toda la noche, ¿eh? —¿De veras no tienes hotel? —No tengo pensión y como no me des las vueltas tampoco tengo dinero. ¿Dónde estamos? —Está bien, para lo que queda de noche pásala conmigo. No busques, iremos en mi coche. Le llevó en el 600 que tenía aparcado a la entrada de la Cueva. Un coche reluciente y con detalles de cuarto de estar. —Con coche y todo ¡el negocio marcha! Cuando Pepe se encontró sobre un colchón, quedó sumido en el más profundo de los sueños, no pudo ni oír la discusión de su amiguita con una señora desconocida. —Es mi primo y no lo iba a dejar en la calle. —Niña, todas sois de familia numerosa. No me gusta que traigáis los clientes a casa, que no se vuelva a repetir. Pepe lo podría jurar ante la biblia mil veces a lo largo de su vida y nunca se lo creerían, estuvo dormido toda la noche. Despertó sobresaltado por la hora. Se asustó, tardó en reconocer a su compañera de lecho. —Voy a perder el tren. —¿Qué tren? —El de Irún. —¿A dónde vas? —A Múnich, pero no sé —tanteó los bolsillos—; ¿no me sobró nada ayer? La pasta que te di era para el tren franchute. —De sobras, nada. Apenas para la cuenta del bar. —Pues estoy sin blanca. Me voy a Irún que lo tengo pagao, a no ser que me quieras llevar de protector a Barcelona. —¿Qué iba a hacer yo en Barcelona? Hay demasiada competencia, para el asunto del trajín es mejor Madrid. Bueno, adiós y hasta otra. —Si no me llevas al tren, lo pierdo. Es muy tarde. —Coge un taxi, roña. —No tengo dinero. —¿Y a mí qué me cuentas? —Tienes coche, eres mi amiga. La mujer se indignó. Soltó tacos de carretero, pero le llevó a la estación del Norte, tuvieron que regresar a la del Mediodía, a por la maleta que tenía en consigna, Pepe creía que sólo había una estación en Madrid. Una carrera frenética contra reloj y semáforo. A pesar de todo pudieron despedirse en el bar de la estación mientras desayunaban. Pagó ella. —Menudo negocio he hecho contigo, cariño. ¿No quieres nada más? —Sí, un bocadillo —dijo Pepe. —A ver, uno de tortilla. —No, de chorizo. El tren arrancaba, sobre el andén empezaron a agitarse los pañuelos de parientes y amigos. La prostituta no se explicaba su presencia allí. —¡Que Dios te proteja! —dijo con el mismo sentimiento maternal con que se lo habría dicho al hijo que nunca le hizo ningún conde. —¡Adiós y suerte! —gritó Pepe. Quedó terriblemente solo. —¿No sigue más? —No, Francia ya te es lo siguiente. —Esto es Irún, ¿no? ¿Hay mucho trabajo aquí? —preguntó Pepe sorprendido por el acento del otro. —En Irún trabajo haber ya hay, pero cantidad en Éibar, Zumárraga, Mondragón. En Donosti también. —Me dijeron que había mucho trabajo en Bilbao. —Andan de crisis, pero haber ya hay. ¿Dónde vas tú o así? Bilbao no es Guipúzcoa, ¿eh? —Ir, iba a Alemania, pero como no tengo dinero para seguir me quedo. ¿Cuál es la ciudad más gorda de por aquí? —Donosti, San Sebastián. —Pues allá voy. —Por el medio pasaste, mala cabeza llevas, pues. —Volveré. —En el topo regreso yo. Boina, nariz en ángulo y una prominente barriga saltando sobre el cinto, el interlocutor de Pepe le guió hasta coger el tren tranvía de la frontera. Se sentó amablemente junto a él, pero sin decir palabra. Pepe se sentía desplazado, le parecía que estaba en algún sitio tan remoto como Múnich, si es que existía ese sitio. Una lluvia imperceptible volvía gris hasta la hierba de los montes, las gotas en el cristal de la ventana trazaban surcos sucios al arrastrar el polvo. Desfilaban naves industriales, pequeñas, pero muchas, incrustadas en el paisaje bucólico. La tierra, más que tragar, parecía soltar agua. Necesitaba hablar con alguien, le estaba invadiendo el alma una extraña melancolía. —Necesito trabajo —dijo Pepe—, ¿qué es lo que necesitan en estas fábricas? —¿Qué eres? —Nada, mano de obra, carne de cañón. —Hay mucho para tornero, electricista, linternero, chófer, palista y cosas parecidas. Oficios. —La mitad no los he oído en mi vida. No sé cómo empezar. —Si tienes conocidos del pueblo, te den consejo. —Que yo sepa no hay nadie de mi pueblo aquí, ni falta que hace. Estoy de ellos hasta el gorro, ya me apañaré. —¿Te vienes por las buenas? ¿Sin conocer? Así pasan las cosas que pasan, pues. El vasco volvió a cerrar la boca durante kilómetros. Pasaron por una estación, su pared lateral tenía una línea continua de letras de un lado a otro: Gainchurizqueta. A Pepe le llamó la atención el nombre, pero no se le quedó. ¡Cómo se puede llamar así un pueblo! Lo que faltaba, el revisor. Los viajeros habituales con billete de ida y vuelta, ni siquiera lo enseñaban. Una sonrisa, mano al bolsillo y un gesto del revisor para que cortaran la acción, no hacía falta enseñar el billete, les conocía de sobra. Pepe se lo jugó a una carta, repitió con seguridad los mismos ademanes, el picabilletero no le reconoció, pero por si cometía un desaire pasó de largo. —¿Billete tienes? No te he visto sacar. Pepe se sobresaltó ante la pregunta de su compañero de viaje, era la primera vez que iniciaba él la conversación. —No, ¿y qué? —No es formalidad. Después pasan las cosas que pasan entre vosotros y culpa para todos. —Cuando tu fortuna sean ocho pesetas me lo cuentas, ¿quieres? —Poco serio te veo, ¿eh? Entraron en San Sebastián por Amara, la parte nueva de cómodos bloques enormes, sin personalidad, peinados al cepillo de sus antenas de televisión. Un barrio que igual podía estar en cualquier otra población española. De nuevo se encontró cansado y deambulando por calles desconocidas, esta vez no tan agitadas. No hacía caso de la llovizna y se iba empapando poco a poco. Tenía los calcetines para escurrirlos. Un panorama desolador. Tengo que salir adelante. Como no me cambie pronto, voy a coger una pulmonía. A cara de perro, mintiendo, robando, como sea, todo antes de regresar derrotado. Para morir de hambre cualquier sitio es bueno y eso es lo que significa el regreso. Encuentro trabajo o me suicido. No será para tanto. Si puedo cambiarme de ropa en un sitio caliente, no es para tanto. Tengo que encontrar un refugio, así no pienso con claridad, estoy hecho cisco. Con ocho pesetas en el bolsillo lo mejor que podía hacer era comprar el periódico y un café. Compró el periódico y lo guardó bajo la chaqueta para que no se mojase. Buscó el bar más cochambroso que pudo, las listas de precios pegadas en las entradas eran espeluznantes. ¡Qué diferencia! Cuando encontró un «café con leche, 5 ptas.», entró. Ya estaba a cero. Venía una página entera de ofertas de trabajo. Leyó, con avidez: Torneros, viajante de droguería, linternero —¿qué será eso?—, jefe de compras astuto, jefe de ventas agresivo, palista —¿de pico y pala?— no sé qué de máquina herramienta, chica para todo hablando euzkera —¿hablando qué?—, chófer con carnet de primera, experto en relaciones públicas —¿no será una pillería?—, gruista con experiencia, especialista en motores diesel, chica con buena figura para stand. Demasiado pintoresco. No encontró lo que buscaba. «Se necesita hombre sano, con dos brazos y manos fuertes y unas ganas locas de trabajar en algo fijo». Lo del alojamiento era más fácil, había muchos ofrecimientos de habitación en casa particular para hombre solo. No ponían los precios pero era igual, de momento no podía pagar ninguno. Preguntó qué dirección de los anuncios caía más cerca y allí fue. Llamó. Abrió una jamona que quedó bien impresionada por la voluminosa maleta de madera, parecía un baúl. —Esta es una casa muy seria. Formalidad, mucha formalidad, ése es mi lema, me quedé viuda y el piso es mi único sostén, con perdón. Tiene cinco habitaciones y son cinco los huéspedes que admito, gente bien, no se crea, hasta el mes pasado tuve un estudiante, figúrese —dijo la patrona, en bata y chichos. —Yo soy la formalidad hecha persona, ¿puede enseñarme la habitación? —dijo Pepe. —Sí, señor, salta a la vista. Esta es, ha tenido una suerte de campeonato, la mejor, exterior a la calle, luz todo el día. Si tarda un poco más la hubiese cambiado a otro huésped, es que las otras son interiores, ¿sabe? Aún no se han enterado de que quedó libre. —¿El pago? —Días por adelantado, semanal si es temporero, mensual si es fijo. ¿Usted qué es? —Fijo, fijo. —Entonces no se preocupe y póngase cómodo. Está usted en su casa, llame si necesita algo. —Gracias, ¿a qué hora se come? —Comida a la una, cena a las nueve. Desayuno no damos porque se levantan ustedes muy pronto y una ya no está por los madrugones. —Claro, muchas gracias. Quedó en la habitación contando las horas de minutos eternos que faltaban hasta la comida. Hacía casi dos días que estaba con un bocadillo de chorizo y un café con leche. Le reconfortaba el disponer de habitación propia. Llegó el primero a la mesa, una mesa común para los cinco huéspedes. Los cubiertos saltados, el mantel sucio, las manchas del techo y el crujir de las sillas, no podían nada contra el alegre tufillo de la sopera. Los antiguos se presentaron al nuevo, parecían campechanos y hablaban en tono festivo. —José Echevarría, conductor de cisternas de butano y hay que echarle bemoles al volante, de Vitoria y circunstancialmente en Sanse, para servirle. —Antonio López, barbero, en la barbería de aquí abajo, a su disposición para lo que guste, de Segovia, pero es igual, treinta y cinco años en San Sebastián. —José Mari Iríbar Larramendi, montador de Marquesa, de Elgoibar. Estoy aquí por un trabajo. —Manuel Gil, de Pamplona y trasladado por el banco a la sucursal de San Sebastián. Chupatintas por oficio y vendedor por vocación. —Está hablando usted con un futuro millonario —bromeó el barbero, un hombrecillo insignificante. —Bueno, lo mejor es que nos hablemos de tú, como siempre, si no tiene inconveniente. —No, ninguno. —La tradición es que el recién llegado pague una botellita la primera vez, ¿está de acuerdo? —Si es costumbre, qué remedio —dijo Pepe—, que me carguen dos a cuenta. La otra es por mi voluntad. —También se acepta, qué remedio. Pepe, cuando terminó de comer, con la tripa llena y la perspectiva de pagar a treinta días fecha, se sintió casi optimista. Aventuró su pregunta acostumbrada. —¿Hay mucho trabajo por aquí? —Depende. —No soy tornero, ni nada que se le parezca —adelantó Pepe. —Trabajo y bueno hay para vendedores —explicó el del banco—, como tengo las tardes libres me dedico a representaciones y no se da mal la cosa. —Ya le digo, millonario —insistió el barbero. —Sin choteo, ¿eh? Ahora llevó artículos de papelería, grapadoras, sacapuntas y por el estilo. No es nada, pero algún día venderé maquinaria pesada y eso es comisión. —¿Qué hay que hacer? —Perdona que me meta, José, pero eso no es para ti, no hay más que verte. Jornalero o así, ¿no? —preguntó el del butano. —Sí, pero con ganas de currar. —En la construcción hacen falta peones a punta pala, pero con ganas y echándole bemoles al volante, yo que tú me iba a la campana del puerto. Allí se gana pasta —continuó Echevarría. —Dicen que ha palmao uno. —Mentira. —Es muy duro. De muerte, según dicen. —Dicen, dicen, ¿quién dice? —La gente. —¿Qué hay que hacer en esa campana? —cortó Pepe la discusión. —Picar en no sé qué exactamente, pero sí que debe ser duro, un pozo creo —explicó el butanero. —No será tan duro como corchar y segar hasta mear sangre. ¿Podría ir mañana mismo? —Seguro, falta gente. —Oye, ¿tú has meado sangre? —preguntó asombrado el del banco. —Yo no, mi padre, por eso estoy yo aquí, para que no vuelva a ocurrir en la familia. La campana. Esto es llegar y besar el santo, pensó Pepe cuando acabó la sobremesa. Regresó a su habitación, le parecía estar en un refugio espléndido, en casa nunca dispuso de tanto espacio para él solo. Pasajes es una porción de mar que se mete en la tierra con ganas de convertirse en río, pero no pasa de la primera intentona. De hecho es el puerto industrial de San Sebastián, aunque en sus orillas se entrecrucen los límites de varios ayuntamientos, pero no el donostiarra. Lo más importante es la flota pesquera y de ella la del bacalao. El pueblo es muy pintoresco. Pepe se equivocó varias veces y otra le prohibieron el paso, antes de llegar al muelle. Le gustaba aquella baraúnda de cabrestantes, palos, grúas y casas medio colgando en la orilla, adornadas con redes y ropa blanca. Por detrás de las casitas se adivinaban barrios más populosos y menos típicos, sobresalían rascacielos de hasta veinte pisos. Era el primer puerto que veía en su vida, cine y tele aparte, y la vista se le iba tras las lanchas que maniobraban de Pasajes Ancho a Pasajes de San Pedro transbordando gente. Entraba un pesquero, sobre su estela revoloteaban gaviotas hambrientas. Aquella debía ser la obra. Del monte arrancaban los bloques de cemento, pasaban por encima del muelle y por todas las apariencias pretendían hundirse en la ría, por lo menos el esqueleto de un tinglado mecánico enorme desaparecía bajo el mar. Se asomó a mirar y un guarda le rechazó. Era allí. «Se admiten solicitudes de empleo». Atravesó el hueco de la valla en donde estaba el letrero. —¿Qué quiere? No estaba muy amable el tipo, claro que debía ser jefe, a pesar de ir sin corbata y con casco, porque del bolsillo de la camisa le sobresalían papel, lápiz y una regla de cálculo. Lo de la regla de cálculo le impresionó mucho cuando vio hacer números con ella en la construcción del canal. —Trabajo —contestó Pepe. —Necesitamos picadores; Cuatro veces el salario base, más del doble que en la mejor obra que pueda citarme. ¿Hace? —Sí. ¿Es esto la campana? —Bueno, así le llaman. ¿Tiene miedo? —No, por saber. —¿Ha manejado algún martillo? —¿Martillo? No, pico y pala. —Digo martillo neumático. —¡Puedo aprender! —sin querer gritó. Tenía miedo a perder un empleo estando tan cerca de conseguirlo. —¡Anchón! —llamó el ingeniero—. Enséñele al nuevo. Ficha y reconocimiento médico, mitad de salario hasta que rinda normalmente. Está de acuerdo, ¿no? ¿Es usted casado? —Sí, gracias. No, no estoy casado. —Mejor, le dejo en manos del capataz. A Pepe se le inundó el pecho de esperanza, lo tenía al alcance de la mano. Arrugó el entrecejo para concentrarse en lo que le iban a decir, no se le escapara ni una sílaba. Anchón, don Antonio para los obreros castellanos, era un perro fiel a la empresa, que no veía más allá del tajo marcado para el día. Inició la clase. —Coge y mírame, pues. Fácil, si piensas con el cabeza. Das aquí, zás, zás y chipi-chipi, chipi-chipi, ya te va solo —desde luego las explicaciones no eran el fuerte de Anchón—. Ahora tú. —Sí, señor. Pepe no había entendido muy bien, pero no iba a andar con pegas a estas alturas. Acertó con la palanca y el cacharro empezó a trepidar. —Así, fuerza, fuerza. Las vibraciones del martillo le transmitían a través de los brazos un impulso vital. Vibraba todo él, estaba vivo y amó estos momentos que le hacían sentirse hombre. La mente despejada y el brazo poderoso. Apretó con fuerza y un chasquido fatal le dejo estupefacto, la barrena se había partido en dos. —¡Imbécil! ¡Chocholo! ¿Para qué quieres el cabeza además de sombrero? Te he dicho que sostener, no apretar. Pulso, hay que sostener a pulso. —¡Por los clavos de Cristo que no me vuelve a pasar! Deme otro chisme. Por sus muertos…, por favor. —Tranquilo, hombre tranquilo —Anchón le cambió la barrena—, pero sin repetir fallo, ¿eh? De nuevo sintió Pepe la vibración vital. El pulso le hacía nudos en los brazos. Sin embargo era capaz de resistir así hasta la eternidad, si no le fallaba el corazón, que latía desacompasado por emociones encontradas. No podía escapársele esta oportunidad. Apenas entendía las explicaciones del encargado. —Son barrenas especiales. Importadas o así de la Suecia, buen filo, las de aquí no duran. Aquí todas las hacen que rompan fácil para que compraríamos más. Tienes cupo de rompeduras, así que romper puedes, pero en trabajo, no en pruebas. Anchón, como buen hijo de la tierra, hablaba arrastrando las vocales y cambiando artículos, acentos y tiempos. Traducía del vascuence al castellano. A Pepe le daba igual, sólo veía la culata que sujetaban sus manos y, en esa culata, a su alcance, un trabajo. Aún mejor, posiblemente un oficio. El tiempo le pasaba volando, era de lo único que disponía en abundancia. Estuvo dos días entrenándose, cambio de barrenas, engrase del martillo, limpieza, averías y perforar, perforar, perforar. —¿Cansado? —Tengo agujetas hasta en las pestañas. —Ya estás para bajar al fondo. ¿Listo? —Fresco como una lechuga. —Prepárate para el siguiente relevo. —Por fin. Solemne, lento, consciente, se calzó las botas altas de agua. Corrió la cremallera, de la bragueta hasta el cuello, del buzo impermeable. Se cubrió la cabeza con el casco minero. Su figura se irguió sobre los cascotes, bidones vacíos, hierros y la estructura toda de la obra. El gladiador a la puerta de la arena aclara la garganta para que no se le quiebre la voz en el morituri te salutant. El torero se ajusta la montera para disimular los nervios antes del paseíllo. El astronauta masca chicle ante la ventana abierta que da al espacio sideral. El cable de acero se tensa, cruje el andamiaje, instantes después una cabeza emerge a los pies de Pepe, creciendo hasta convertirse en hombre. Un hombre desencajado y sucio. Hicieron el relevo sobre la misma plataforma del ascensor. —¿Novato? —Nuevo —corrigió Pepe. —Veremos cuánto aguantas. —Como tú, supongo. —Eso es mucho decir. Déjame bien el terreno y nos llevaremos de maravilla. —Lo mismo digo. —¡Vale! —gritó Anchón—. ¡La charla para los presos! El cable se tensó de nuevo y la plataforma arrastró a José Bajo Fernández al fondo del mar. Ya estaba en la campana. La campana era un cilindro metálico de paredes dobles y unos dos metros de diámetro que, desde una altura aproximada a la del muelle, bajaba vertical a clavarse en el fondo marino. Insuflaba aire y extraía agua de filtración. En su base trabajaba el picador ahondando cada vez más lo que con el tiempo iba a ser uno de los pivotes de sustentación de todo el tinglado. A veces, según la capa fuera más o menos rocosa, había tanta filtración que el picador trabajaba con agua hasta las rodillas. De estas campanas existían cuatro. El trabajar encerrado en semejante tubo, sin espacio para moverse, con luz artificial, escuchando los sospechosos ruidos de las olas, era opresivo. Corría la voz de accidentes no muy bien explicados, pero nada sobre la salud mental de los que bajaban a ese fondo. Pepe perforó unos minutos, paró y esperó que los cangilones arrastraran la tierra removida. Repitió la operación. Mucho antes de lo que esperaba empezó a sudar. Estaba extrañamente caliente, frío y más cansado de lo que cabía suponer. Las condiciones son tan duras que los relevos se hacen cada dos horas. Dos horas infinitas. Cuando la luz roja intermitente dio la señal de los 120 minutos, vio el cielo abierto. A pesar de todo, desencajado, sucio, húmedo hasta oxidársele las articulaciones, salió contento. Había cumplido con creces su primera cuota. —¿Continúas, socio, o lo dejas? —preguntó su relevo. —Continúo. —Estás cachas, ¿eh? Aún tuvo que bajar tres veces más. Pepe regresó a la pensión, casa particular o lo que fuera, hecho migas. Cenó sin decir palabra y tambaleándose se metió en la cama. Un claxon. Ahora comprendía por qué le habían dejado la mejor habitación, la exterior. La ventana estaba justo sobre un semáforo de la calle Miracruz y esta calle, por muy céntrica que fuera, en realidad era una parte más de la carretera general Madrid-Irún, y en su tramo final, el de mayor densidad de tráfico rodado de España en tonelaje. Los cristales de la ventana reflejaban el verde y rojo del semáforo, dejando pasar tranquilamente el ruido de parada y arranque. El freno eléctrico de los transportes TIR no paraba en toda la noche. Imposible pegar ojo. Una vez despejado, los tabiques de papel le transmitieron la escena del dormitorio contiguo. Había para todos los gustos. —Ven aquí, sultana. —No hagas ruido, pueden oírnos. —No te irás a preocupar por el cacereño de ahí lado. Las voces eran las de la patrona y Echevarría, el butanero. Formalidad, mucha formalidad, decía la gandula. Al menos podían aceitar el somier, así no hay quien duerma. Pepe, encerrado en el cilindro metálico, trabajaba con fuerza, con la fuerza de la desesperación de todo lo que había dejado atrás. Pero era demasiado, de un momento a otro se convertiría en pasta dentífrica dentro del tubo, o en una sardina en lata, o en un muerto en su ataúd. Lo del ataúd era seguro. Pensaba en eso y apretaba con rabia el martillo hasta que no podía más, entonces se apoyaba en la pared curva, la golpeaba con el casco puesto por el placer de oír un ruido distinto, y se dejaba caer al suelo siempre enfangado. Le consolaba la idea de que nadie podía ver sus desfallecimientos subterráneos. La luz roja intermitente era el gong que le salvaba del K.O. Ascendía con la boca abierta para ganar tiempo y respirar aire fresco cuanto antes, apenas podía contestar a la misma pregunta de su relevo. Parecía un reloj de repetición. —¿Entoavía vivo? —Todavía. Se derrumbaba en cualquier parte cubierta de la obra, aunque a veces le gustaba que la lluvia, y no el agua salada, le mojara la cabeza. Allí esperaba su próximo turno, si tenía suerte hasta desperezaba un sueño. Los ascensos y descensos al fondo de la campana, con todo el esfuerzo que llevaban aparejado, constituían un proceso monótono que le hacía perder el sentido del tiempo, no se acordaba de cuántas veces había subido y bajado, ni si lo había hecho ayer u hoy. Así se encontró, sin saber cómo, en el fin de semana. Sábado. La emoción de cobrar y de saber que el próximo sábado, a la misma hora, volvería a cobrar otra vez. Y así muchas veces, mientras el cuerpo resista. Aprovechó para hacer una siesta. ¡Qué diferencia de motivo con la siesta del pueblo! Sin preocupaciones de poner en hora el despertador, durmió a pierna suelta, sin importarle para nada los frenazos y acelerones junto al semáforo. Fue la gran siesta de su vida, se despertó al día siguiente, a la media mañana del domingo. Despertó con hambre, pero nuevo. Se asomó al balcón en camiseta. Tenía cuartos frescos en el bolso, nunca había ganado tanto en tan poco tiempo. Podía gastar los cuartos o ahorrarlos. Tendría que ahorrar por lo menos para la pensión, aunque lo maravilloso era que ya tenía la mensualidad cubierta de sobra, ¡con una semana de trabajo! A pesar de la maravilla, miraba melancólico hacia la calle. La llovizna. Las gentes con gabardina de plástico, con sus dichosas boinas sin capar, caminaban con una seguridad insultante, pero envidiable. Él tenía que caminar así, palpó el resorte que le haría marchar derecho como una vela, el sobre de papel marrón que conservaba bien doblado en el bolsillo. Lo golpeó amistosamente. Salió de paseo. Con el rabillo del ojo comprobaba en las lunas de los escaparates si su aire se iba haciendo más petulante, pero no, seguía igual. Con el abrigo que llevaba no podía ser, demasiado gordo para el poco frío que hacía y malo para la lluvia. Las calles tenían una vitalidad extraña, algo que no había observado ni en el Cáceres Monumental de los turistas, una vitalidad que explotaba en el precio de las cosas. Seguía tristón, por eso no se animó a entrar en ninguna iglesia a cumplir con el precepto, los discursos evangélicos le deprimían: el Infierno le daba miedo, el Cielo no le decía nada, y en el fondo no creía en ninguna de las dos cosas, tal y como las contaban. Desde luego el ambiente no colaboraba. Las luces de las farolas, conforme oscurecía, se difuminaban en la cortina de medio niebla y lluvia, aplanando al paseante solitario. Le dolían las risas de los grupos de chicos y chicas juntos que pasaban a su lado rápidos hacia alguna fiesta para él remota. Le deprimía su soledad. Creía que ya había recorrido todo el casco urbano, cuando se llevó una sorpresa, le faltaba lo mejor, la Parte Vieja. Lo Viejo, para la nueva ola donostiarra, es el único sitio donde aún, por una peseta, te dan algo de beber, un chiquito, cincuenta mililitros de vino. Blanco por la mañana, tinto por la tarde, pedirlo al revés es de malos catadores. La Parte Vieja es un entramado de calles rectas y estrechas, tan llenas de bares como de gente, y por donde es muy raro que un automovilista se arriesgue a circular si tiene prisa. Algunos bajos no son bares, son restaurantes, pero sea lo que sea, es de comer y beber. Allí están las sociedades gastronómicas. Allí está Casa Alcalde, famosa en el mundo entero por sus bocadillos de jamón. De las ventanas de cualquier comedor cuelgan letreros de plástico, uno debajo de otro, como en las poesías, pero más ricos en sugerencias. Véase la muestra, Angulas de Aguinaga. Pato a la naranja. Xangurro. Merluza koxkera. Cocotxas. Pochas navarras. Chipirones en su tinta. Osobuco. ¿Por qué bebe la gente? Están trasegando de lo lindo. Para alegrarse. Por olvidar. Estos por alegrarse, yo por matar el tiempo, por sentirme rodeado de seres humanos. Estoy solo. Amigos, necesito uri amigo. Me suponía un tío más duro. Por olvidar. Yo bebo por olvidarme de mí. Pepe empinó el codo y tragó con ganas. Le golpearon tan fuerte en la espalda que se atragantó, se revolvió con ánimo de bronca, al menos hablaría con alguien. Era su relevo, el de la campana, que reía a mandíbula batiente. Le agradó encontrárselo, pero no que se riera como un loco. —¿Qué pasa? —Nada, palomo, ya vas entrando en el nido, ¿no? Antes de que pudiera replicar, el otro le presentó a sus acompañantes. Formaban un grupo heterogéneo, parecían haberse reunido sobre la marcha. —Aquí le tenéis, mi relevo en la puñetera campana. El cuarto relevo que me corresponde y parece que va a resistirse el pollo, ya lleva una semana. Otros abandonaron antes. El tísico sí que resistió, el muy cabrito, si no se lo llevan al hospital a estas horas sería tan veterano como yo. A propósito, ¿cómo te llamas? —Pepe. José Bajo, para serviros, ¿y tú? —¿Pero no lo sabes entavía? Eleuterio García García, Terio, el «Magnífico», para los amigos. El único que ha cumplido un año en la campana. ¡Un año en la campana! —No grites, ¿estás trompa? —Pues claro que estoy montao en la uva, ¿cómo crees que resisto? ¡Un año en la campana! Aunque fuera la de un borracho, Pepe agradecía la conversación. Los de la panda metieron baza, para que Eleuterio se callara, presentándose sin protocolo. —No te preocupes, todas las semanas agarra una. Tiene el récord en cincuenta chatos y ahora lleva sólo la docena, ya le verás luego, ¿vienes con nosotros? —Encantado, vámonos. —Siga el rosario, a la siguiente estación. —El rosario no tiene estaciones. —Perdón, quise decir taberna. —¿De dónde eres? —le preguntaron a Pepe. —De Torrecasar. —¿Y eso dónde está? —En Cáceres. —¡Qué pregunta! Si no puede fallar, si todos somos de Cáceres, ¿o es que no lo sabes? —intervino Eleuterio. —Tú no tienes acento de por allá. —Como que soy de Jaén, Jaén capital, la tierra del ronquío, y que se lo pregunten a alguna que yo me sé, si ronco o no. Y éste de Burgos, y éste de Valladolid, y éste de Córdoba, y éste de Badajoz. —¿Entonces? —Pues que todos somos cacereños. En Bilbao se creen que somos coreanos, pero no, están equivocados, los de aquí, los guipuzcoanos, sí que son listos y saben de dónde somos. Todos cacereños, no falla, haz una gamberrada, verás como cien tíos te insultan al mismo tiempo, ¡cacereño! Pepe recordó la conversación entre la patrona y el del butano, oída a través del tabique. El cacereño ése, dijeron. No había cogido el verdadero significado. —Yo sí soy cacereño, no de Badajoz. De Plantón de Arriba —dijo un tal Hermelando. —Hombre, yo estuve una vez en Plantón, en la fiesta de la Negrilla. Fui en bici —dijo Pepe. —Pues hay un cerro de kilómetros. Sin querer, entre ambos cacereños auténticos se despertó una corriente de simpatía, además eran los más jóvenes del grupo. Anduvieron juntos el resto de la tarde. —Estos guipuchis son más listos que el hambre, están en todo, fíjate, Pepe, mira hasta qué culito de chapa le han metido al jamón para que no gotee a la distinguida clientela. Eleuterio señalaba el techo de la tasca, plagado de jamones, con ganas de armar bronca. —Venga, no la busques. Yo he venido aquí a trabajar y tengo trabajo, ¿no? Pues entonces tranquilo —dijo Pepe. —Trabajo no. Te han metido en la campana, que no es lo mismo. ¿Quién crees que quiere hacer un trabajo como ese? Un muerto de hambre como tú; ¿cuántos vascos has visto bajar a la campana? —A mí qué me cuentas. No tengo ganas de averiguaciones. Te veo a ti y me sobra, pero ahora, en esta barra, cacereños o vascos, todos bebemos el mismo vino en los mismos vasos. —Eso te lo crees tú, no los conoces, cuando quieras prosperar te cerrarán la puerta. Los jefes, los maestros, todos son vascos. No te fíes de las apariencias. —No me fío ni de mi padre. Además, eso que dices me importa un bledo, me voy a Alemania. —No merece la pena. Yo estuve varios años, aquí gano casi igual y encima estoy en mi patria —dijo Hermelando. —En la patria de los patagordas estos, querrás decir —siguió Eleuterio—. Hasta tienen un idioma que no hay dios que lo entienda, baibaietorrigorri. ¡Bah! —Tengamos la fiesta en paz. Otra estación. Fueron chiquiteando y aproximándose al récord de Eleuterio, los cincuenta. En la calle pegaban bandazos de una acera a otra. Tenían sus discusiones con los transeúntes. —Mira, mira las patagordas. Estas gachís tienen unas piernas con bola de futbolistas, no me extraña que los tíos no las hagan ni caso —dijo Eleuterio. —Pues a mí me gusta que alternen solas, es lo moderno, lo mandao, a buenas horas en mi pueblo harían esto. Las llamarían zorras. —Muchacho, Pepe, no desbarres. Tú lo que necesitas es estar con tu gente, vente a vivir al barrio, le hablaré a la patrona, me hace mucho caso —hizo un guiño pícaro—, así no se te pondrá la cara de baba que tenías antes. Y ahora, ¡a cantar! Cantaron a pleno pulmón hasta que les mandó callar un municipal. Cuando se fue volvieron a cantar. Pepe, aún lejos del récord, había dejado atrás la tristeza. Sin embargo se recogieron temprano. A las diez de la noche se había eclipsado toda la animación de la Parte Vieja, salvo grupos aislados de recalcitrantes, y es que el madrugón del lunes impone. En la mesa de la pensión, Pepe disimuló como pudo la melopea. No era el único achispado. —Te he visto esta tarde en lo Viejo, chaval —dijo el butanero. —Pues no saludaste. —No te juntes con esa chusma, tú eres buen chico. —Yo también soy de Cáceres, ¿pasa algo? —Nada, hombre, no te lo he dicho por eso. El vivo al bollo y el muerto al hoyo. Siempre le venía este pensamiento cuando bajaba al fondo de la campana. Los que le venían después aún eran más lúgubres. Se figuraba haber sacado por lo menos un millón de toneladas de arena, agua, arcilla y roca, mezcladas, pero como no tenía ninguna perspectiva, por más que picaba, le parecía estar clavado en el sitio del primer día. La monotonía era desesperante y el cansancio físico abrumador. El primer trabajo fijo de Pepe no podía ser más cruel, desde el principio le remuneraba como si fuera eso tan difícil de ser, un especialista, pero a cambio del pellejo. No podía ser sano estar encerrado todo el día en aquel tubo. Para tener una idea de cómo progresaba y no volverse loco, hizo una raya con la barrena en la pared, al nivel del suelo que perforaba. Le servía de referencia. A las pocas jornadas la señal quedó por encima de su cabeza. Ahora se detenía sobre la plataforma del ascensor un poco más para charlar con Eleuterio, su relevo. Era un tipo raro, pero simpático. Envidiaba su aguante. —¿Entoavía vivo? —Todavía, pero por poco tiempo. Esto es matador, noto un algo malo garganchón abajo, agobio o por el estilo. —No será la tabla del pecho que se te hunde como le pasó al tísico, ¿verdad? —La tabla del alma, desgraciao. —Necesitas estar con los tuyos, eso es todo. Vete el sábado al barrio, te presentaré a la patrona, ya verás canela fina. —¿Tú cómo resistes? —Terio, el «Magnífico», es diferente. Como España. España y yo somos así, macho. —¡Basta de rezos! —gritó Anchón, el capataz—. Hablar, hablar, cantidad, pero hacer nada. —Si vamos a llegar a los antípodas, esos que andan patas arriba. No achuche, que no es para tanto —replicó Eleuterio. —Llegar tarde a la contrata, eso es lo que haremos. Hala, abajo o es que pasar chanda queréis, pues. Algo de la contrata no marchaba porque a los mandamases se les veía de mala gaita. Se conoce que la bronca rebotó hasta Anchón, y el bueno de don Antonio ya no dejaba vivir en paz ni a Diógenes. Reunión de técnicos. Los obreros prevenidos. —No llegamos. Habrá que meter horas o más gente, lo que sea. —El cuello de botella está en los pivotes, las cuatro campanas van lentas. —Que trabajen veinticuatro horas. —Ya trabajan. —Los domingos. —No sé si querrán los picadores. —Tienen que querer. Pues era lo que nos faltaba, reventar la fecha con gilipolleces. Discutieron los técnicos, pero no había otra solución viable. Como cada vez era más difícil encontrar gente para la campana, procuraron ser persuasivos con los picadores. —A ver, ¿quién quiere entonces meter horas? Es negocio, se pagan a dos y medio —preguntó el ingeniero. —No hay quien resista dos semanas empalmadas. —No hay ningún peligro, ponemos reconocimiento médico especial, un litro de leche cada relevo, sesión de rayos y transporte hasta casa. —Mejor una gachí. —Y una gachí si hace falta, maldita sea. —¿Por qué no se mete gente nueva? —Los nuevos son muy lentos. Vosotros sois capaces de esto y mucho más, ¿qué contestáis? —¡No! Todos juntos se atrevían a decir no. Lo malo era uno a uno, cara a cara. A Pepe le llamaron de los primeros, entró nervioso al barracón en el que el ingeniero tenía montada la oficina. En la vida se había visto en otra. —Vamos a ver, hombre. ¿Estás contento con lo que ganas? —Sí, señor. —Hace un mes no tenías trabajo, nosotros te hicimos un favor y ahora te pedimos otro en justa correspondencia, ¿qué te parece el meter horas? —Mucha castaña, señor. —Se te pagará con creces y bajo vigilancia médica. Un día es un día y no pasará nada por ello. Estas de eventual, ¿no? —Sí, señor. —¿Te gustaría seguir en la empresa cuando esto acabe? —Sí, señor. —Entonces no hay problema, sobre todo siendo joven y fuerte como tú. De acuerdo con meter horas, ¿no es así? —Sí, señor. Pepe no se atrevió a decir no señor, y por eso salió avergonzado de la oficina. Lacayo. En su descargo, a la hora de la verdad, todos los relevos de las campanas terminaron aceptando. Terio, el «Magnífico» incluido. El domingo fue una jornada de contrastes, el trepidar en el interior de la campana y el silencio exterior de día festivo. Impresionaba la calma del puerto, se podía oír el chillido de las gaviotas, el paso de los coches y el cloqueo de la bomba cargando combustible en un buque tramp. Ausencia de movimiento. El agua marina, con reflejos de petróleo, se remansaba contra el casco del barco. Las grúas parecían gigantes dormidos. En los períodos de descanso, Pepe paseaba por los muelles reconfortando su agotamiento en aquella serenidad insólita, se cruzaba con marinos vestidos de calle y los distinguía muy bien de los peatones curiosos, luego ensayaba un sueño, sin conseguirlo, junto a la primera pila de madera, carbón, bidones o maquinaria, que encontraba confortable. Algo le dolía en su interior. Estaba trabajando con agua por encima de los tobillos y le dio un mareo. Estuvo diez minutos sin sentido, pero no dijo nada. Tiritaba. Pálido y frío siguió aferrado al martillo con rabia. —Menuda chiripa ha tenido, con lo manta que es no vuelve a repetirlo en la vida. De todos modos habrá que felicitarle. —Genial, eres un fenómeno. —¡Hay que mojarlo! Corrió la voz por todo el green y el bar del Club de Golf se puso hasta los topes. Aguirregomezcorta, de familia bien y mejor vividor, había logrado el primer hoyo en uno de la temporada. De un elegante bastonazo había metido, a más de cien metros, la bola en el agujero. Una casualidad matemática. Está comprobado estadísticamente que esta casualidad se produce cada millón trescientos cincuenta y cuatro golpes. Allí estaba, en medio de una generación de potentados deportistas, explicando cómo lo había hecho. Puso tanto ardor en un movimiento dudoso de la cadera que se le cayó el champán de la copa. Coro de risas y nuevos taponazos. El secretario del Club escribió a la Oficina de Relaciones Públicas de la Dunlop, en Inglaterra, certificando el certero palo. La casa regala un juego de pelotas a todos los realizadores de un hoyo en uno de cualquier país occidental. Los jóvenes, con tan fausto motivo, organizaron un guateque homenaje. Del jaleo se debieron enterar hasta en la fábrica de neumáticos que, como un gigante, extiende sus brazos, nave tras nave, cercando el golf contra la montaña. Pepe, con una fiebre de caballo, se sentía morir en la habitación aquella. La pensión entera se le caía encima. Inquieto, daba vueltas y más vueltas en la cama. Las paredes, el armario, las sábanas, el vaso de agua vibrante a golpe de frenazos, le enmarcaban en una soledad hostil que, si antes había soportado a duras penas, ahora, con la enfermedad, le devoraba la moral. Estaba perdido. Ya no ponía tapujos de hombría a sus pensamientos. Madre. Mamá. Quiero mi habitación. Pobre, colectiva, insana, pero mía, y tú cuidándome. Mi camastro. Mi casa. Mi familia. Teníais razón, no atan los perros con longaniza. Qué asco. No quiero comer. Tampoco puedo hacer mis necesidades sin que me ayuden. No puedo ir al water, ¿quién me ayuda a levantarme?, ¿quién me limpia si hace falta?, ¿quién me sana? Estoy solo, más solo que la una. Estoy perdido, madre, ven. Tengo que curarme. —¡Señora! ¡Señora! —llamó a gritos a la patrona. Como no venía insistió desesperado—: ¡¡Señora!! —Ya va, que no soy sorda —contestó ella—, es que en la cocina, con la sartén friendo, no hay quien oiga nada. —Necesito un médico. —Ya hemos avisado al de la casa, le tengo mucha confianza, ya verá cómo le sana en dos patadas. —¿Es del seguro? —Será, no digo yo, todos hacen a pelo y pluma, pero usted seguro no tiene, ¿no es eventual? —Yo que sé, podía ser el de la empresa, es igual. Tengo dinero, que me cure es lo que hace falta, no lo eche a barato. Que cobre, pero que cure. —Sí, hijo, sí. El doctor, porque es médico, don Fernando Zaragüeta, es un buen profesional. Quizá demasiado seco para los que no le conocen y no conocen el carácter del país. —Lo siento, chico, pero no es para tanto, de ésta no te mueres. —No lo diga por tranquilizarme. —No, es que es así. Quítate el miedo de encima, toma estas pastillas y come todo lo que te entre. —Entonces, ¿estoy bien?, ¿podré volver al trabajo? —Estás agotado, eso es todo. Recupérate y busca un tipo de trabajo menos brutal, algo al aire libre y tranquilo, si es posible. —Eso es fácil de decir. —Más fácil es recetar un mes de vacaciones en Marbella. Piensa en reponerte, después trabajarás. —Sí, sí, ¿y la fiebre? —Se irá con las pastillas, no te preocupes. Adiós. —Doctor, ¿cuánto le debo? —Volveré otro día, ya te pasaré mis honorarios. —Puedo pagarle. Bueno, eso creo. —Seguro que sí. Pepe quedó más tranquilo. Su mente reaccionó contra el derrotismo y cesó de piar por la madre. Se durmió y soñó que paseaba por las calles de Torrecasar tirando billetes a la gente, sacaba los billetes del bolsillo del pantalón y nunca se acababan, tiró tantos que hasta don Luis se decidió a agacharse al suelo por ellos. Cuando despertó, la fiebre había cedido. —Le han llamado por teléfono —dijo la patrona. —¿Quién? —preguntó sorprendido. Aquí nadie le conocía y su familia no estaba como para gastar en conferencias, además no sabían el número. No había tenido ni una visita, en el pueblo se le habrían reunido los amigos alrededor del camastro para echar una partida interminable. Las cartalejas son buenas para matar el tiempo. No podía ser la policía, no había hecho nada malo. ¿Quién? —Un tal Eleuterio. —¡Ahí va! —Que le está preparando una juerga para cuando se ponga bueno y que no se preocupe por la campana. —Gracias, muchas gracias. No esperaba el detalle. Se emocionó y le entraron unas estúpidas ganas de llorar. Será por la debilidad. —Caray, lo que quieres es que se quede en casa, ¿no? —dijo Carmiña. Le llamaban la «Coreana» porque era de La Coruña. —Eso es —contestó Eleuterio. —Pero ¿qué te ha entrao con ese rapaz? —Nada, me cae bien. Está triste a pesar de tenerlos como puños, figúrate, trabaja en la campana. Le vendrá bien el calor de hogar, eso de estar en pensión es fatal, y con un pupilo disimularemos mejor lo nuestro. —Mucha compaña me parece, no sé qué dirá mi probe Lolo cuando vuelva de la mar. —Tu marido nunca dice nada, es un tío sensato. A mi modo de ver, le sentará mejor pensar que le pones los cuernos con varios que no con uno sólo. —Probe, muchos cuernos le he puesto, pero como los tuyos nunca. —Por algo soy el «Magnífico». Oye, ni se te ocurra engañarme con ese chico, Pepe, ¿eh? —Lo quieres para ti, ¿o qué? —¡De esas bromas, nada! —se enfadó Eleuterio—. Yo no tomo, doy y en el sitio justo. —No decías eso cuando los supositorios de la gripe. Tranquilo, Terio, que es broma. —A ver si tienes más sesos en la calabaza, no digas picardías y menos con tu hijo ahí delante. —El pobriño no se entera, es muy chico. —Bueno, prepárate que está pronto a llegar, ¿tienes vino? —Y aceitunas. —Estás en todo, ¿con hueso? —Rellenas. —Perfecto, son las que me gustan. Pepe dio más vueltas que un satélite artificial antes de localizar el barrio. Subía por un atajo serpenteando el monte, los dientes de sierra de las fábricas quedan atrás, aún resiste algún caserío aislado al borde del camino. Sobre el bidón vértice de una pila, una mano caritativa había trazado la dirección con flecha y todo: «A Extremadura, 1 km.». Al doblar un recodo, apareció el barrio. Relojería Hora y Oro. Bar Alaska. Peluquería Higiénica de Mario. Bar América. El Recreo Instructivo, alquiler de novelas y tebeos. Bar Rojo. Zapatería Mari, liquidamos para pagar al contratista. Bar Paco. Bar Riojano. Bar-kito. Bar Placa. Deambuló entre los camiones, junto a la acera de cáscara de huevo, chapa de gaseosa, peladura de patata y tierra apisonada, tratando de orientarse. No era fácil dar con la vivienda. Leyó el papel en donde tenía apuntadas las señas. Barrio Urraenea, Bloque C, puerta 1, tercer piso, letra H. En vascuence Urraenea quiere decir sitio de avellanas. En su día hubo por allí un bosque de avellanos y nogales, urras e inchaurras, ahora sólo quedaba el nombre que a un constructor irónico le había dado por conservar. Le costó localizar el piso del «Magnífico», pero preguntando se llega a Roma. En la puerta, sobre la mirilla, estaba clavado un Sagrado Corazón de lata. Llamó. —¡Pepe! Pasa, macho, estás en tu casa. —Hola, Terio. Antes que nada, gracias por preguntar por mí el otro día, se te agradece. —No tiene importancia. Pasa y siéntate, como en casa, ¿eh?, nada de cumplidos. Naturalmente le pasó a la cocina. La cocina es la habitación más amplia y también la más caliente, por eso se hace en ella la vida. Está decorada con un calendario y las ilustraciones de los meses anteriores. —Aquí tienes a la señora Carmiña, por mal nombre «Coreana», y este es su hijo. Señaló a un niño de unos cuatro años, rubiejo y no muy limpio, que jugaba a las carreras ciclistas con tapones de gaseosa, por caminos de tiza pintados en el suelo. —Ella está de acuerdo —continuó Eleuterio—, así es que, si quieres, te alquila una habitación. Tú verás si te conviene. —Son dos pesos menos al día que en los bajos, pero en esos locales, porque son locales comerciales, no casas, alquilan cama. Aquí tendrás habitación entera. Bueno, cuando esté mi marido en casa dormiréis los dos en la misma habitación, pero está poco, entre campaña y campaña —argumentó la «Coreana». —No, si el precio ya me convence, es menos de lo que pago ahora. —Además el barrio está bien comunicado. Lo malo es la cuesta, pero se acostumbra uno. Con el tiempo pondrán autobuses, ya lo verás, incluso iluminación —dijo Eleuterio. —Es que no sé qué me da. Por vosotros. —¡Vamos, hombre! ¿Es que no te gustamos de vecinos? —¡Si me encantaría! —Entonces no se hable más. Carmiña, saca el vino y pon algo de picar para el nuevo huésped. —Me gustaría hablar contigo, pero… —Pepe hizo un gesto señalando a la «Coreana», de espaldas. —No te preocupes por ella. Carmiña, déjanos solos, por favor, tenemos que hablar cosas de hombres. —Sí, sí, golfadas. Una vez solos, Pepe se fijó en la mesa de madera cubierta de hule con huellas de plancha. Era la primera vez, desde que abandonó Torrecasar, que notaba calor humano a su alrededor. Aquello, aunque no fuera el suyo, era un hogar. —¿Por qué te has molestado tanto por mí? —preguntó Pepe. —Porque me caes bien, chico. ¿No lo harías tú por mí? ¿Es que te molesta? —Te lo agradezco mucho, has sido mi padre, pero no me gustaría que por mi culpa se estropearan vuestras relaciones. Estáis amontonaos, ¿verdad? —Yo me la sabaneo cuando no está el marido, pero no te preocupes por eso. Los pescadores lo ganan bien, pero si tiene una habitación libre es lógico que la alquile. Si hay otro huésped, tú, nos sirve de tapadera. —Para llevar la cesta, ¿no? Menudo papelón. —Ya ves que soy claro. ¿Te hace? —Sí. Necesito ahorrar hasta que encuentre algo, ya no bajo más a la campana, me puede. —Me lo figuraba. Busca tranquilo que aquí la cama te la fiamos, mejor dicho, te la fía. —Necesito encontrar algo. Estoy sin blanca, como cuando llegué, esto parece el cuento de nunca acabar. —Ya encontrarás algo más suave, aunque desengáñate, tan productivo ni hablar. —¿Cómo puedes resistir? —Por algo soy Terio, el «Magnífico». Se me ha dado un manantial inagotable de fuerza para trabajar como un burro y tener hijos naturales como churros, si no hago las dos cosas a tope no vivo. No importa el tipo de trabajo si da pasta. —Si sentaras la cabeza harías dinero, ya eres mayorcito para estas aventuras. —Un respeto, chaval, a los cuarenta se empieza a vivir. Tú, por ejemplo, aún no sabes lo que quieres. —¿No? Sí, ya lo creo que sí, quiero depender exclusivamente de mí, de mi trabajo, no recibir limosnas. Cuando lo logre ya veremos qué más quiero. La Sociedad estaba animadísima, siempre lo estaba en una despedida de soltero, pero en esta de Aguirregomezcorta mucho más, no en vano había sobrepasado la treintena con creces, siendo el último reducto soltero de la cuadrilla. Por debajo de la chimenea, la enorme cocina hervía de cazuelas y hombres manejándolas. La entrada está prohibida a las mujeres, así se evitan discusiones. Algunos se habían puesto los gorros de cocinero con los que desfilaban el día de San Sebastián en la tamborrada. Estaban de buen humor. —¡Enhorabuena! El mejor negocio de tu vida. —Oye, tú, que es mi novia. —¿No es la hija de José María Lizarraga? —Sí, ¿y qué? —Que con el fajo de acciones que le toque de dote te metes en el Consejo. Disimula, cara mula. —No creerás que he intentado dar un braguetazo. La de Sarasola, sin ir más lejos, está forrada y, presumidos aparte, la tenía muertecita —explica Aguirregomezcorta. —Toma, saliendo sólo con millonarias no te equivocas. —Mira quién fue a hablar, el rey del papel prensa. —Cartón, no te confundas, cartón. —Al pesebre, que está a punto de caramelo —anunció alguien. El menú es lineal, mero, chuleta, tarta helada, café de Colombia y coñac francés. La cena la pagan los amigos, el novio pone los puros, en este caso habanos. La tradición se completa con un chocolate migado que el todavía soltero debe tomar, como anticipo de lo que le espera. El programa de la despedida incluye el pase a Francia. Unas ruletas en el Gran Casino de Biarritz: Si se pierde, se acabó la fiesta. Si se gana, la noche es joven. Las enormes nubes grises manan continuamente rocío, lluvia, sirimiri, niebla, lo que sea, pero agua. Los del interior lo notan al meterse en la cama, las sábanas siempre están húmedas. Este ambiente tristón termina por calar en el alma del procedente de una tierra que dispone de sol a espuertas. Si está sin trabajo cala más hondo. Pepe se encontraba de nuevo a cero. ¡Qué difícil es enderezar el camino! Estaba de fiado con la «Coreana». A pesar de oír hablar con la ese extremeña y andaluza, también se sentía extraño en el barrio. Las casas eran obsesivas, las habitaciones tenían ventanucas raquíticas que daban a corredores interminables, los cuales se cerraban a sí mismos y se superponían formando patios interiores. Absurdos patios de vecindad hacinados, cuando desde cualquier punto de la calle, sin urbanizar, se veía media Guipúzcoa. Son bonitas las Peñas de Aya. Las casas van aumentando sin orden ni concierto, siempre hay alguna en construcción, Urraenea se convierte en un monstruo desarticulado que trepa monte arriba devorando los antes solitarios caseríos. Los caseríos contrastan fuertemente. Por su airoso tejado de aguas desiguales frente al bloque monolítico, por ser viviendas unifamiliares frente a la colmena, por vivir del campo frente a aquella aglomeración de mano de obra industrial. Parece que la barriada la haya hecho el enemigo para que sus habitantes estén incómodos, incluso los colores son funerarios, a nadie se le ocurre pintar una fachada de morado Semana Santa. El contratista había puesto algunas farolas, pero el Ayuntamiento no da la luz hasta que no esté todo urbanizado y pueda hacerse cargo de ello. Nadie urbaniza porque por lo visto nadie tiene esa obligación. El alcantarillado tampoco está previsto. Material malo y eliminación de servicios técnicos y sociales, es la fórmula para construir al alcance, es un decir, de la economía obrera. En Urraenea es el único sitio que se puede encontrar, y no siempre, un piso con facilidades de pago. Cien mil pesetas de entrada, el resto en cómodas mensualidades por un total de veinte años. Deben ser facilidades, porque los pisos duran menos que un merengue a la salida de un parvulario. Las bajeras se venden más para vivienda que para comercio, no está permitido, pero si cuando llega Sanidad has metido la cama con una embarazada dentro, dan el visto bueno. Pepe deambula por aquellos andurriales de muy mala leche. Madruga, compra el periódico por si acaso viene algún anuncio interesante y comienza el peregrinaje para ofrecer sus brazos a buen precio. Por ahora a buen precio, está acostumbrado al sueldo de la campana y no tiene ganas de hacer grandes descuentos. Pero las puertas se van cerrando y los paseos le llevan cada vez más lejos, más allá de Pasajes, por Rentería y Lezo. Después de comer, también se lo fía la «Coreana», va al América a echar la partida. No le da mal a las cartas, alterna por lo fino: mus, tute, escoba y chinchón, así puede tomar café gratis. Si las cosas se ponen a tiro hasta copa y farias. A veces, en vez de la farias, fuman un purito parecido, uno francés que, vaya usted a saber por qué, le llaman volticher cuando en la caja bien claro pone voltigeur. De algo le servían las horas muertas que había pasado en el Triana dándole a los naipes. La partida la componen los parados como él, más o menos circunstanciales, los jubilados con subsidio y los que estiran la baja por enfermedad. Aunque casi siempre gana, termina enfadándose por cualquier motivo. Sin trabajo las malas pulgas son como elefantes. —Dos de grande, una de chica, tres, pares dos, cinco, otra por si pasa, seis. —No pasa. —Entonces cinco. El América tiene ambiente con tantas caras bonitas pegadas en las paredes, son postales, calendarios, anuncios y portadas de revistas. Desentona el aire yanqui de las que anuncian coca-cola, demasiado asépticas para este local. También hay una sinfonola y varios juegos tragaperras. El principal atractivo, sin embargo, son las tres chavalas de la barra, Soraya, Fabiola y Marisol. No para ahora que no pasa nada, sino para el follón de víspera de festivo. Las tres tenían de todo, abundante y bien puesto. —No hagas trampas —dijo Hermelando. Hermelando, el de Plantón de Arriba, es barrendero municipal. Se le cayó un cubo de la basura en el pie y aprovecha la lesión para adelantar varias contratas de limpieza que tiene con algunos talleres de Herrera. —Y tú con la pata chula esa, ¿qué haces? —Esto es necesidad, no vicio. —Amos anda. ¿He ganao, no? Pues hasta la próxima. Me tomo la copa en la barra. —Cuidao con la Soraya, es un cementerio de hombres. Pidió la copa y se acodó sobre el mostrador de cháchara con Soraya. Como a estas horas de la tarde apenas hay público, las muchachas dan palique del largo al primero que se arrima. Pepe se arrima demasiado, pero ella aguanta sin retroceder. —¿Continúas a lo señorito? —A la fuerza ahorcan. —Menudo cara, en el desvío de la general hace falta gente. Una obra de espanto, por lo menos quieren hacer una autopista. —No está el hijo de mi madre por ello, pagarán cuatro ochavos. —Lo dicho, un señorito —insiste Soraya. —Eh, tú, sin insultar, mira callos. Pepe extiende la cuadrada palma de su mano y se la ofrece a la mujer. Ella le recorre con la yema del índice, rojo de enjuagar vasos, las durezas. Juegan a hacer manitas. —Tienes que ganar parné para invitarme un sábado, nunca hemos estado juntos. —Si quieres quedamos para cuando salgas esta noche. —No puede ser, estás sin blanca y aquí por la cara nada, pagando. —Mala mujer. —Vago. Los dos sonríen al despedirse. Pepe sale a la calle desesperado. En la calle sólo hay niños con los mocos colgando, todas las personas mayores de catorce años están ocupadas en algún trabajo. Mañana realizará la última intentona, si no lo consigue irá al desvío de la general, le ha herido el amor propio eso de que le digan vago. Levantó el picachón por encima de su cabeza y golpeó con rabia. La rabia se estaba convirtiendo en su estado de ánimo habitual. La cayuela, una especie de pizarra arcillosa, rodó a sus pies. Ya estaba trabajando en el desvío. Tenían que hacer un puente sobre la carretera general para que los coches pudieran cambiar de sentido sin chocar unos con otros, y los peatones cruzar seguros. Una buena obra porque las estadísticas arrojan un accidente con muerto al mes de media, en el tramo que va del Alto de Miracruz a Rentería. Lo malo es que se trata de una obra oficial, con sueldos oficiales, por eso le habían dado un mono del ejército con el escudo del Ayuntamiento cosido sobre un bolsillo. No había encontrado otra cosa. Ninguna. Sin embargo tenía que haber muchas. Él mismo estaba señalizando la ladera para que una Carterpillar monstruosa la explanara. La cuchara se tragaba en cada mordisco dos metros cúbicos de tierra, giraba hacia un camión y lo cargaba cada diez giros. Toda esta maniobra la realizaba un hombre, un hombre sentado, utilizando la cabeza y ejecutando sus pensamientos con nada más mover unas palancas. Eso era un puesto de trabajo, lo otro podía hacerlo una bestia. Antes de cumplir la semana ya se le habían hinchado los calcaños. Lo del pico era demasiado parecido a Torrecasar, le quemaba en las manos. Obras Públicas metía prisa al asunto, tenía que estar terminado antes del aluvión veraniego de turistas. Como la cosa iba para largo llenaron la obra de maquinaria, una oportunidad para quien supiera manejarla. Una oportunidad aparente pues cada máquina venía con su tío encima. —Necesitamos un artillero. Un artillero es uno que sabe barrenar, hacer un agujero, meter un cartucho de dinamita y prender la mecha. Todo esto bien, rápido y sin volarse la tapa de los sesos. —¡Yo! —gritó Pepe. —¿De qué sabes tú? ¿Cartuchos has puesto alguna vez? —preguntó el capataz. —Perforé mucho en la campana. —Es distinto. Bai al’dakizu au egiten?[1] El capataz dirigió la pregunta al que hacía pareja con Pepe en la señalización de la loma, un tipo como un castillo de grande. —Suk ezatemanasu nola, bai.[2] —Nik adirazten dizut, baño Minako Jefaturakoak aztertu bear izango zaituzte. Naialdezu?[3] —Bai, bai.[4] —Oye, parla en cristiano que no capisco nada. No se lo darás a ese porque lleva boina, ¿verdad? —saltó Pepe. —¿Qué dice? —preguntó el tiarrón. —Nada, que no le gusta tu txapela —explicó el capataz. —No digo eso, digo que yo también quiero ser artillero —insistió Pepe. —¿Tienes aprobado el examen? —¡Qué examen ni qué niño muerto! —Pues lo siento, o así, para artillero éste. —¿Por qué? Él tampoco sabe. —Porque lo digo yo y basta. —Cerdo. —¿Qué has dicho? —¡Cerdo! —Te callas o te vas a la calle. —Me callo cuando me da la real gana —Pepe, excitado, rompió el mango del pico contra una roca—. Toma los trozos, para tu padre, cabrón. Faltó el canto de un duro para las bofetadas. El remolino de obreros y espectadores curiosos sujetó las manos y soltó las lenguas. —Sujetadme, que lo mato. ¡Chulo! ¡Más que chulo! —Piérdete, chalao. —Se te descontará el pico de la liquidación. Pide la cuenta y largo. ¡Largo! Cuando llegó Pepe a Urraenea aún no se le había pasado el genio, soltaba sapos y culebras, agitaba los brazos nervioso. Buscó al Eleuterio para desahogarse. —¿Te das cuenta de la putada? —Ten siempre en cuenta esto, un vasco defiende siempre a otro vasco, con razón o sin ella. Ya te lo dije, ¿te acuerdas? —sentenció Eleuterio. —Encima no se les entiende ni jota. Te lo juro, para esto me las piro a Alemania. —No merece la pena, les entenderías menos aún y son más raros que la órdiga. Pregúntale al Herme. —¡Pero es el extranjero! —¡Bah! Esto casi lo es. —Te juro que aunque viva aquí cien años, y lo sepa como para escribir un libro, no pronunciaré una palabra en vascuence. Así me pudra. No quiero contaminarme. —Tranquilo, no aprenderás aunque quieras. —Ya pueden torturarme o sobornarme que no soltaré una palabra de esta habla asquerosa. Lo del idioma es la única venganza que se le ocurre, se convierte para Pepe en dogma de fe y línea de conducta. Por comparación, la idea de Alemania cada vez parece más acogedora. A partir de las tres de la tarde del sábado, la fisonomía de Urraenea cambiaba de modo radical. Los hombres salían a echar la partida. Salían porque no cabían en casa, en el bar quizá estaban igual de apretados, pero podían pasar de uno a otro y en la calle había sitio de sobra por concurrida que estuviera. —Otra copa, hay que se divertir. —Jarana, jarana. Enchufaban el tocadiscos tragaperras que ya seguía funcionando sin parar, dándole al flamenco. El Manolo Escobar de moda atronaba el espacio sin tomarse un respiro. —Porrón ponpón-pompero-porrón ponpón. A media tarde el barullo se calma un poco, la gente va al cine, duerme la siesta, o vete a saber lo que hace, el caso es que hay un momento de calma. Al oscurecer empieza a armarse ella, la gente comienza la juerga ya cargada, con carrerilla como si dijéramos. El guardamontes, única autoridad oficial de aquellos andurriales, se retira por si acaso; el sueldo no es como para jugarse el bigote ante ciertas obligaciones extras. —Terio, voy por tu récord. Hoy, a cara perro, no hay quien me gane —dice Pepe. —Eso son palabras mayores, sígueme si puedes. Toda la pandilla participa en la competición. Vino a pasto, nada de whisky, coñac, ginebra, ni pamplinas. Vino tinto, vaso a vaso y a contarlos. —Va el tío y me dice, el de la gorra, me cago en su padre, el de la gorra sabe. —Déjalo, no te hagas mala sangre —interviene Hermelando. —El de la boinica, hombre, ¡usted sí que sabe! —Pepe no estaba por el dejarlo. —¿Qué le pasa a éste? —Encabritóse en la obra y le han despedido. —Veinte vinos, ¿hay alguna baja? —Tú deliras, pero si aún no hemos empezao. —El muy cuitao va con la gorrilla y hala, el puesto para él. No te digo lo que hay —insiste Pepe. —Déjalo, no te hagas mala sangre —repite Hermelando—. Vamos a cenar, te hará bien. —Una cena al salto. —No, el Pepe no está para bromas. Te invito a casa, habrá algo caliente —dice Hermelando. —No amueles, una cena al salto y de juerga. —Al salto tendrá que ser —concluyó Pepe—, hoy tenemos que armarla. Si tenéis pasta, porque yo… No compliques a la parienta, Herme, déjalo estar. Una comida al salto consiste en abrir unas latas en la barra del bar, mojar pan y seguir bebiendo. Es barato y no se interrumpe el trasiego, que es de lo que se trata. —A ver, Sorayita, una de sardinas y otra de anchoas para empezar. —Ahí tienes, «Magnífico», ¿tinto? —pregunta la chica. —Pues claro, a por el treinta. —Después podíamos localizar unas fulanas. —Conmigo no contéis, yo ya tengo —dijo Eleuterio. —Si no fuera por el de la boina tendría moneda. —Eso es tirar el dinero, están carísimas y en este pijotero pueblo no tienen ni una casa de citas. ¿Sabes cómo lo hacen? —Como todas, me figuro. —Digo el sitio, listo. —Ni zorra idea. —En el monte y en este tiempo con un plástico debajo, está húmeda de miedo la hierba. —Yo sé una cosa mejor —Eleuterio lo sabe todo— una de estas chiquitas del América suele hacer funciones de strip-tease, ya sabéis, quedarse en pelotas poco a poco. Con lo buenas que están las tres, tiene que ser fenómeno. —Cuentos chinos, eso dicen por ahí, pero nadie las ha visto. —No van a poner un anuncio en el periódico. Tiene que ser con gente de confianza. —Que se lo diga el Pepe, parece que Soraya le pone ojos de cordero degollao. —Yo hoy digo lo que sea. —Espera que se anime el cotarro. El ambiente ya estaba caldeado. Grupos de paisanos, cogidos por los hombros, entonaban canciones regionales con lengua estropajosa. De la carretera general, para reforzarlos, sube una marea humana rebotada desde el centro de la ciudad cierre tras cierre. La ley marca que los establecimientos públicos cierren a la una, pero como Urraenea todavía no existe oficialmente, no hay por qué hacer caso a las leyes municipales. El pleito entre la empresa constructora y el Ayuntamiento, sobre quién debe pagar la urbanización, bloquea el acceso a los derechos cívicos. —¡Treinta y cinco! Pepe chilló de alegría, rezumaba euforia, nunca había llegado tan lejos. Pero estaba ya demasiado piripi para batir el récord del «Magnífico». La sinfonola ardía, no había descansado en varias horas. Uno se decidió a sacar a Fabiola y generalizó el baile, como para lo agarrao no había suficientes chicas, los hombres hacían parejas a lo suelto. Los que no bailaban, acompañaban con palmas. —Díselo ahora. Pepe sujetó a Soraya en uno de los frecuentes viajes que hacía del baile a la barra para servir. —Oye, chata. —¿Qué se te ofrece, majo? —Nada, aquí los amigos, que están empeñados en un número de estirtís y como me malicio que tú sabes quien lo puede hacer… —¿Quién te lo ha dicho? —Nadie, la gente, ¿no te fías de mí? —De ti sí, pero esto es muy serio, si se entera la poli nos cierran. Es una vecina, ¿sabes?, voy a proponérselo, pero de todas formas más tarde y sólo para conocidos del bar. —Descuida, lo que tú digas. Siguieron la juerga con los cascos calientes por la espera. Eleuterio rebasó los cuarenta vinos. Pepe le seguía de cerca, pero ya no era él. No se atrevía a abrir la boca por miedo a soltar todo lo que llevaba dentro. Eran las tantas de la mañana, seguían en pie los menos. La calle volvía a estar desierta. En una esquina un tipo echaba la primera papilla. Soraya le hizo una seña a Pepe. —De acuerdo, si queréis ahora, pasar con disimulo al comedor. Lo más cinco de vuestro grupo. Son mil pelas. Pepe, balbuciente, apenas pudo transmitir el mensaje a sus camaradas de fatigas. —Sobra uno y ese soy yo —dijo Hermelando—. Mañana te espero a comer en casa, Pepe, no te olvides. —Es mucho dinero doscientas por barba. —Un día es un día. —¿Me las prestas, Terio? —preguntó Pepe. —Sí, hombre, sí. Se las apuntaré a la «Coreana». Pasaron nerviosos. Soraya cobró, les hizo sentarse al fondo del comedor, había despejado una parte de mesas y sillas a modo de escenario, y cerró con llave la puerta que daba al bar. —¡Chiss! No armar jaleo, ni intentar propasaros, porque se acaba el espectáculo —dijo Soraya y salió por la puerta de la cocina. Pasaron unos segundos expectantes y cuando la sinfonola, a través del tabique de vidrio esmerilado, atacó lo de «doce cascabeles lleva mi caballo», por la puerta de la cocina entró al comedor una chica con traje de domingo, tacones altos y un sombrero con velo que le tapaba la cara. Parecía ir de boda. Imposible reconocerla, iba demasiado elegante. —¿Quién será? Empezó a quitarse la ropa intentando imitar los movimientos de las profesionales que probablemente había visto alguna vez en Biarritz. Lo hacía rápido para acabar cuanto antes. Lo que la apuraba, más que la vergüenza, era el temor de que pudieran identificarla. —Esos pechos son de la Marisol, seguro. —No, la Marisol es más culibaja. —Si supiéramos la que falta en el bar… —Igual es otra, una casada, tendría gracia. Si no se tapara la cara podríamos echarle un tiento otro día. —¡Chiss! —les llamaron la atención desde la cocina. —¡Sifones fuera! —pero se callaron. Cuando la chica estaba a punto de quedarse como cuando vino al mundo, salvo la medalla de la Dolorosa al cuello, Pepe, con un estertor de gozo y cuarenta y nueve vasos en su haber, cayó redondo sobre el mármol de la mesa. Una prenda más y se acabó la fiesta. La chica desapareció de un salto. —¡Tía buena! —Cuarenta duros fundidos en cinco minutos y total, ¿qué? Ni sabemos quién es esa gachona. —No seas roña, ¿cuándo has visto una mujer así? —No es para tanto. —Qué va, muerta de cinco días te la dieran. —En peores garitas ya he hecho guardia, desde luego, pero cuarenta duros por ver es mucho. —Ayudarme al transporte del Pepe, está rotiao del tó. Eleuterio y otro se pasaron cada uno un brazo de Pepe alrededor del cuello. Salieron en silencio, dando traspiés, respiraron hondo para coger fuerzas. El barrio entero estaba silencioso, fuera de combate. Caminaron por las aceras plagadas de rebosantes cubos de basura. Pegaron una patada a un casco vacío de gaseosa y se rompió en mil cristales. Había aparcados multitud de camiones que no se moverían en todo el domingo. Aún era de noche, algunas mujeres, mayores, enlutadas, bajaban a misa, sólo se oía la campana de la parroquia de Herrera llamándolas. —Supongo que se le habrá pasado a Pepe toda la leche condensada que tenía encima. —¿Y a ti por qué no se te pasa? —Es mi carácter. —¡Bah! El de todos. Para, tengo ganas de mear. —Yo también, la picha española nunca mea sola. Lo hicieron sobre el propio terreno, sin importarles las miradas atónitas de las enlutadas, las cuales se persignaron para compensar. Al mediodía del domingo Hermelando fue a buscar a Pepe, le había invitado a comer e iba a recordárselo. Le encontró todavía en la cama, somnoliento. —Buena vida la del pastor. —Si en invierno hiciera sol…, las fuentes dieran vino…, los árboles tocino… y las piedras jamón —terminó el dicho Pepe con grandes esfuerzos. Estaba sentado en la cama, en paños menores, hurgándose los dedos de los pies con los de las manos. Meditabundo y con ojeras de beodo. —¿Resaca? —Como un piano. —¿Te acuerdas que te invité a comer a casa? —Algo, sí. ¿Qué dice tu parienta? —Que no la lleve golfos, pero como eres paisano, ella también es de Plantón de Arriba, está encantada. ¿Cómo terminó la fiesta? —Fenómeno, no sabes lo que te perdiste. Tengo un mal cuerpo de aúpa y es que no pude echar la peseta, estoy por bañarme de cuerpo presente. —¡Ni hablar! No puedo calentar agua a estas horas, estoy con el cocido —dijo desde el pasillo la «Coreana». —Tiene un oído de cocha —comentó Pepe. —Lávate como los gatos, aunque te advierto que los pies te cantan de miedo. Date prisa. La casa de Hermelando era como todas las del barrio, tres habitaciones, un lavabo y la parte habitable, la cocina. Total: cincuenta y cinco metros cuadrados. Pero estaba limpia, olía bien y en el mantel de la mesa ya puesta ni una sola mancha de nada. Por eso parecía más grande que la de Carmiña. Niceta, la mujer, una linda extremeña de veinticuatro años y los tres peques, tres extremeñitos de San Sebastián, le recibieron con los brazos abiertos. —Bienvenido Pepe, teníamos ganas de conocerte, figúrate, si casi somos del mismo pueblo, de Torrecasar a Plantón hay muy pocos kilómetros, de pequeñas solíamos ir de excursión. ¿Cómo no le has traído antes, Herme? —dijo Niceta. —Me alegro mucho de conoceros, de veras, tenéis unas criaturas de película. La casa también —Pepe contestó con voz blanda. —Pues hala, a comer, vamos a liquidar el último paquete que nos enviaron del pueblo. Comida típica, típica. El frite extremeño, carne de cordero y patatas picadas, condimentadas con una salsa cuyo principal ingrediente es el pimentón era plato de fiesta grande. Sabía a gloria y entraba facilón con el vino de Montánchez. Remataron con las famosas tortas conocidas por perrenillos de los dos Plantones. Pepe se ablandó del todo, su lío con el de la boina quedó muy atrás. —¿Te gusta? —preguntó Nice. —Delicioso y con el picor justo —contestó Pepe. —Toma, como que es pimentón de la Vera. —¿Lleváis mucho tiempo aquí? —Desde que nos casamos, cuatro años. —¿Y qué tal os hacéis en esta tierra? —Estupendamente. Es dura, pero se puede salir adelante, con decirte que hasta hemos comprado el piso. La historia del matrimonio es la historia del piso. Desde novios ahorrando para ese fin. Él, barrendero municipal, metiendo todas las horas posibles para cumplir con las contratas de limpieza que había apalabrado con varios talleres. Ella de asistenta, a tanto la hora y sisando todas las horas que podía. La entrada del piso la pagaron gracias al crédito de la Caja de Ahorros, crédito excepcional, puesto que apellidándose Hernández y a los pocos meses de abierta la cartilla, no dan un duro a nadie, menos mal que como funcionario público se pudo arreglar la cosa. De todas formas no era suficiente. Los padres, desde el pueblo, les ayudaron con lo poco que tenían. Las mensualidades pendientes las pagan a base de seguir metiendo horas y a que han cogido dos pupilos, dos solteros, sólo para dormir, porque pensión completa da mucho trabajo y matrimonios con derecho a cocina no digamos. —Me das envidia, Herme, estás encarrilado, tienes mujer, hijos, casa, ya puedes luchar por algo que merece la pena. Yo, con tus mismos años, estoy a verlas venir. —Te saco cuatro, los suficientes. Lo que tienes que hacer es centrarte de una vez. —Y buscar novia formal. Un hombre solo, a tu edad, puede caer en manos de una pelandusca —dijo Niceta. —Desde luego el Eleuterio y demás compañía no creo que sean lo más recomendable —opinó Hermelando. —Tú sales con ellos. —Di que sí, Pepe, ayer menudas horas tuvo de venir a casa —terció Niceta. —De vez en cuando, mujer, no hace daño. —Lo formal es nunca. —Si te pones sargento desanimas al Pepe para que busque novia. El hombre es libre. —Ojalá tuviera alguien que me riñera al llegar a casa —dijo Pepe—, bueno, al cuarto, porque no es más. Aquí, a este paso, no creo que encuentre ni novia, ni trabajo, ni ná. Terminaré largándome a Alemania como estaba previsto. —¡Tú deliras! Si nos están despachando pacá que es un gusto, se ha debido poner mal para los obreros extranjeros aquella tierra. Aquí hay curre del bueno. —¿Sí? ¿Dónde? —En la construcción. Lo difícil es empezar, después verás como no das abasto. Pepe claudicó, su instinto le decía que a falta de pan buenas son tortas y el dejarse llevar por ilusiones de grandeza no trae nada bueno. Estaba trabajando de peón, ¿y qué? Al fin y al cabo nunca había sido otra cosa. Estaba en un edificio en construcción cerca del campo de deportes de Anoeta, un sitio al que hacía pocos años sólo se iba de merienda en plan de salir al monte. Ahora los bloques mastodónticos de Amara copaban toda la planicie, antiguo solar para circos y ferias, comprendida entre el Gas, la subida a los hospitales y el Urumea, a un paso de Anoeta, como quien dice. Era una estructura metálica de diez pisos, con diez futuras viviendas por planta; vista así, en esqueleto, impresionaba. La hacían de hierro y la gente comentaba que era más segura, más moderna, más técnica, más no sé qué, pero la verdad es que simplemente era más barata que de hormigón. Acababan de poner la bandera en alto y ya empezaban los cimientos del siguiente edificio. Los pisos se vendían sobre plano, sin compromiso alguno en relación con la fecha de entrega y reservándose el constructor el derecho a realizar las modificaciones que considerase oportunas. Pepe paseaba por los bajos empujando una carretilla con rueda de goma. Repetía infinitas veces el mismo trayecto de la pila de ladrillos, en donde cargaba la carretilla, a un ascensor de madera digno de Tarzán, en donde la cambiaba por la que había bajado vacía y vuelta a la pila de ladrillos. —¡Vale! —chillaba hacia arriba, haciendo bocina con las manos, para que subieran el ascensor. Un trabajo humillante, iba para atrás, como los cangrejos, de seguir así el próximo sería para dar sombra al botijo. Encima tenía que ponerse casco, con lo molesto que era, y todo por la dichosa campaña esa de la seguridad. Trabaja, pero seguro. Eso decían, pero lo que hacía falta era trabajo seguro, sin más. De vez en cuando se escaqueaba, daba una vuelta por ahí con la carretilla vacía y fumaba un mataquintos. Si veía venir a alguien peligroso simulaba una avería. Lo único agradable del empleo era la sobremesa con los compañeros, cuando todos habían rebañado la tartera y recostados contra la pared, al socaire, aprovechaban como lagartos cualquier rayo de sol. Charlaban de sus cosas, de sus problemas comunes. —Echa un pito, macho. —Jová, parece que te ha hecho la boca un fraile. —Para pedir, los tíos estos de Urbanasa por los pisos. —¿Cuánto? —preguntó Pepe. —Un millón y pico. —¡Échale hilo a la cometa! —¿Pero todavía quedan fulanos con tanta pasta? —No seas tierno, chaval, esos no se acaban. —Hay que jorobarse, ¿cuántos ladrillos tendría que cargar yo para cobrar un millón? —Todos. —No hay nada que rascar cargando ladrillos. —Siempre se puede acertar una quiniela de catorce. —O la lotería, o un concurso de la radio, o encontrar una cartera, o que se muera el tío de América. —Si esperas eso para salir de pobre, vas dao. —Tan dao como en el andamio. —Eso sí que no. Mi abuelo era jornalero en Salamanca, yo soy oficial de primera y mi hijo está estudiando aparejador. Si Dios quiere que la cosa siga así, mi nieto será arquitecto —dijo «Morales». El oficial no se apellidaba Morales, le decían así de alias, ya que siempre veía el lado bueno de todo, con una moral a prueba de bombas. Con una dignidad profesional impresionante, tenía tarjetas de visita con el oficio y todo: ALBAÑIL. Se hace toda clase de Albañilería e Instalaciones Eléctricas. Contratas y Obras. —Tenías que haber sido oficial en la mili, «Morales», qué bonitos discursos sueltas. —Oficial no, pero seguro que llegó a cabo —dijo uno. —Fui primera. Existe la satisfacción del trabajo bien hecho, eso, a la larga, siempre beneficia, aquí subí cuando un alférez de milicias me recordó del cuartel. ¿Qué te crees? ¿Que sólo sé hablar de fútbol, como tú? Pepe no quiso meter baza. Se mordió una palabra que tenía en la punta de la lengua: lacayo. —A propósito de fútbol —cambiaron de conversación— ¿subirá a segunda el Almendralejo? —¿Seguirá el Real Madrid en la copa de Europa? Es mucho equipo el italiano que le ha tocao. —Por fin abortó tu mujer, ¿no? Menudo peso se os habrá quitado de encima. —Hay que insistir en la subida de sueldo, los escayolistas se han puesto burros y lo han conseguido. —Fijaros qué delantera tiene la marmota de ahí enfrente. —Esta temporada debuta de matador «El Monaguillo». Ya veréis canela fina. —Mira lo que dicen los papeles. Un terremoto en Chile y mueren tres mil personas, ¡qué salvajada! —¡Bah! Eso está en el quinto coño. Toca la campana, una varilla del ocho contra un aro de barril, para reanudar el trabajo. Se incorporan a sus puestos lentamente, estirando la pereza. —¡Qué hambre! Me comía un toro de una sentada. Pepe se mareaba de dar tantas vueltas, a veces rompía un ladrillo contra la pared por hacer algo diferente. ¿Qué perfección puede exigir este trabajo que sirva a la larga para algo? Ninguna. No le he llamado lacayo al infeliz de «Morales» porque aquí el único lacayo soy yo. De todas formas necesito afianzarme, necesito un balcón, algo así como comida y cama pagadas, para otear el horizonte. Subiré. ¿Adónde? Donde sea, pero subiré. —¡Pepe! ¡Ven con la pala! Un Pegaso de diez toneladas estaba desescombrando, patinaba con el barrillo y se le acumulaba entre las dos ruedas gemelas de atrás. Avanzaba lentamente y él tenía que ir con la pala limpiándole las ruedas. Era como limpiar la caca al hijo de otro. —Eskarrikasko[5] —le dijo el chófer cuando pisó asfalto. —Anda y que te zurzan —contestó Pepe. No le había entendido, ni ganas de ello. Acabados el café y la copa, el Consejo de Administración se volvió a reunir en pleno. Como lo principal ya se había tratado, lo de los dividendos, el ambiente estaba más relajado que por la mañana. Se encendieron algunos habanos. Aguirregomezcorta, en su calidad de secretario personal del Presidente, explicó el porqué de la fuerte inversión en maquinaria, en el nuevo taller de forja de la futura factoría n.º 2, cuya construcción ya estaba aprobada y contratada con Urbanasa. —… en consecuencia, esta inversión nos llevará a ser la primera forja española, con una potencia de casi la mitad que nuestra licenciataria alemana. —Pero podíamos haber optado por otros tipos menos modernos de prensas. Nos habrían llevado a una producción menor, pero aún muy superior a cualquiera de la competencia. —Momentáneamente, quizá tres años, pero a la larga alguien se decidiría por este equipo y nos sobrepasaría. —Su plazo de amortización es largo y saldrá maquinaria nueva en él, ¿entonces qué? —La amortización de la maquinaria es una cifra contable que podemos manejar matemáticamente en nuestras cargas de estructura. El incremento de personal, especialista y no cualificado, que habría traído cualquier otra inversión, origina un tipo de amortizaciones no tan controlables y por lo tanto más peligrosas. Murmullos desaprobatorios. Intervino el presidente. El desarrollo futuro, a costa del dinero presente, es una idea proscrita en la mentalidad de cierta generación de industriales. La generación que se hizo rica bajo el lema de: Negocio que no da para levantarse a las doce, no es negocio. —Señores, es norma general inclinarse por la maquinaria más cara con tal de que sea capaz de suprimir un pinche. No nos va mal, tenemos las cifras más altas en toneladas hombre y las más bajas en horas huelga. Está decidido, pasemos a otro asunto. Como lo que decía don José María Lizarraga iba a misa, se acabaron los murmullos. El chunchún de la música salía de un kiosco con visera, repleto de músicos caratristes. Una multitud heterogénea bailaba a la sombra de la gran Papelera Española que, indiferente a los festivos, no paraba de soltar humo blanco. Pepe deambulaba en solitario, estaba harto de su monótono programa semanal, trabajar como una acémila, emborracharse el sábado y dormirla el domingo. Bajó a Rentería solo, sin quedar con Eleuterio y la panda, porque como la mayoría eran casados no iban al baile. No es que no hicieran lo suyo si venía a cuento, pero arrimarse nada más y que pudieran verles e ir con el cuento a la parienta, no merecía la pena. Tenía ganas de hablar con una chica, no lo había hecho desde su llegada, las del América no cuentan, es su obligación y tienen que hacerlo con cualquier cliente. No le apetecía meter mano, no; necesitaba hablar con una chica, eso era todo. Empezó a buscar. Desde aprendizas de quince a chachas cuarentonas, había para todos los gustos. Muchas bailaban formando parejas entre sí, giraban alegres, con el bolso colgando del antebrazo. Las nativas parecían más altas. Lo de la altura sí que es obstáculo, siempre tuvo que renunciar a las buenas mozas. Fuera de la pista de cemento empezaban las terrazas de los cafés, pero no había nadie sentado, podía llover de un momento a otro. El público estaba de pie y las consumiciones las hacía en el interior. Los que querían, los demás tomaban el fresco. Desde luego el baile estaba animado y no podía salir más barato. Pocas chicas hacían corro aparte, si acaso curioseaban entre los puestos de golosinas. Ellos sí, parecía que estaban allí por casualidad. Los corros mixtos eran muy raros. No podía cortar una pareja de chicas sin un compañero. Un inconveniente de estar solo, otro más. Tenía que sacar a las mironas, en un grupo impar era más fácil, porque así, las que quedasen, podían bailar entre ellas. Planteada en estos términos la política, procedió a la elección. Esta es alta, la otra fea, la otra gorda, la otra plana, la otra antipática. ¿Con cuál me quedo? Vamos, no hagas ascos, si todas te apetecen, las estás dando más vueltas que a una manzana cuando la pules contra la manga. Te recreas antes de hincar el diente. ¿Esa? Sí, ésa. Está de espaldas en medio del grupo, pero es igual, el perfil me gusta. Demasiado alta para mí, mediremos lo mismo. Parece un ángel. ¿Será simpática? Intentó un rodeo para verle la cara y la maniobra le situó demasiado cerca, tanto, en un espacio libre, que sólo podía ir hacia ella. Quedó azorado, sin saber qué hacer, salvo mirar. Todas las del grupo se volvieron hacia él. Ella también. Pepe se hundió en los ojos de la joven y su vida pasó por su mente en un segundo, como dicen les ocurre a los ahogados. Su vida convertida en un camino para llegar a este instante. Un segundo de plenitud. Debió ser más de un segundo, porque las muchachas rompieron la violenta situación estática transmitiéndose una consigna con el codo y haciendo mutis discretamente. Ella ni siquiera volvió la cabeza. No tenía interés. Se hacía la interesante. No se dio cuenta de nada. Los ojos de Pepe se convirtieron en radar infatigable, capaz de localizarla a través de la multitud más espesa. Tenía que haberla sacado. Lo estaría esperando cuando me vio acercarme de ese modo. No sé si habría aceptado o no, pero era lógico que la sacara a bailar estando allí mismo. He quedado como un patán. Ahora no puedo ir, sería ridículo. Dejaré pasar algún tiempo. Mira que si me la pisan… Soy un tolondro. Tiene algo, estilo, elegancia, destaca incluso de sus compañeras y mira que todas van bien vestidas. Pepe se llevó instintivamente la mano al cuello, menos mal, sí llevaba corbata. La ajustó, estiró la chaqueta, limpió someramente los zapatos frotándolos contra el pantalón y continuó la vigilancia. Paseaba arriba y abajo con ellas, procurando no delatarse. No paraban de rajar. ¿De qué hablarían? Una vez que se pusieron a tiro, se aproximó tanto a escuchar que estuvieron a punto de descubrirle. Tuvo que girar, pegada la espalda a una columna, como hacen los espías en el cine. No oyó nada. ¿Habrá pasado suficiente tiempo? No. Voy a fumar un pito. En cuanto lo acabe la saco. Fumaba nervioso, antes de llegar al filtro una cuadrilla de chicos se unió al grupo donde estaba ella, parecían de la tierra por los jerseys y el modo de llevar el paraguas. Las invitaron a algo y entraron en un bar. Pepe detrás. Desde el otro extremo de la barra no perdía detalle. Aprovechaba la imagen del espejo, así no podían descubrirle. Cualquier sonrisa o acercamiento le enervaba, le daba celos. Lo dicho, estoy haciendo el tolondro. En cuanto abandonen el bar me arrimo a sacarla. Aunque esté con todos esos presumidos. Tienen aire marcial los condenados. Es la gabardina y la chaqueta, ya no se llevan tan largas. Estoy apaletado. En cuanto ahorre algo cambio de vestuario. Por el pelo no hay cuidao, tengo yo más que ellos y más rizo. Liso es más serio. Salieron. Pepe detrás. Los tíos no las dejan, esperaré un rato, otro pitillo. Son plomos, éstos triunfan por agotamiento. Las muchachas no deberían estar demasiado a su gusto porque con hábil maniobra deshicieron el ligue. Quedaron libres, a disposición del que antes se decidiera. Estupendo, ésta es la mía. ¿Voy o no voy? Cuando me quede la colilla. De ahí no paso. Una especie de príncipe azul la sacó a bailar. El desastre padre. Ese individuo tiene toda la pinta de un señorito, bien hecho, bien fardao, la pera. Por lo menos me lleva la cabeza, parece un gastador. Seguro que es uno de esos señoritos que vienen con coche a sacar plan. Las chavalas son tontas, saben que no va en serio, pero es agradable tener un sueño de colores. También les apetece, digo yo, pasarlo bien un rato, disponer de dinero y coche propio aunque sea por unas horas. Si es de ésas que se vaya al cuerno. La olvido. ¿La olvido? En cuanto acabe la pieza voy a sacarla. Ojalá sea un fox, si es otra de yeyés estoy perdido, no sé agitarme de esa manera. Las chavalas están bien, pero los tíos parecen maricones. Acabó la pieza, pero no tuvo opción, seguían bailando juntos. Era un fox lento. ¿Demasiado juntos? Claro que sí. Se sintió traicionado. Entró al bar a echar un trago. Dos. Tres. De repente se dio cuenta que había cambiado el ritmo, salió como un rayo. Desolación. Oteó las parejas danzantes apiñadas en la plaza y no pudo localizarla. Repasó pareja por pareja y nada. Mira que si se ha ido… Cambió de visual recorriendo los soportales, el kiosco, la barandilla que separa los cruces de la carretera. Nada, no estaba. Dio una vuelta, mirando con disimulo el interior de los coches aparcados, y tampoco. Allí. Estaba comprando caramelos en el puesto de una abuelilla en compañía de sus amigas. Sin acompañantes masculinos. Era la ocasión. Mejor es que termine de comprar, cuando venga hacía aquí le salgo al paso. Espero que ninguna recuerde la situación anterior. Ya vienen. ¿Qué hago? Nada. Un grupo de chicos las sacó a todas al mismo tiempo. Esto no es mala suerte, esto es que soy tonto de remate. Aquí me planto y en cuanto la dejen voy por ella, esté con quien esté. El no ya lo tengo. Tocaron un ariñari. Unos protestaron y otros aplaudieron. A Pepe se le van los pies tras el desconocido aire regional. Esto lo podía bailar yo bien, total es como la jota de Cáceres. Ella lo hace muy bien, quizá sea guipuzcoana. Tiene unas piernas bonitas, aunque fuertes y con bola. Se le sube la falda con estos movimientos, vaya si me gustan sus piernas. Poco a poco, en las paradas del autobús, una hacia San Sebastián y otra hacia Irún, crecen las colas serpenteando por las aceras. Es tarde y se inicia la retirada. Esto se acaba, no hay quien lo pare. Tengo que bailar con ella una pieza, necesito hablar con ella, como me llamo Pepe que la saco ahora. De una calle lateral sale un autobús extra. Le asaltan antes de que tenga tiempo de llegar a la parada oficial, una horda juvenil, alegre, sonriente y enamorada intenta aprovechar la ocasión de no hacer cola. En esa horda está ella, una de las afortunadas que consigue subir. Ríe. ¡Que te den morcilla! Pepe da media vuelta y toma, monte arriba, el camino de Urraenea. Está muy oscuro, un buen recorrido para las parejas. Las farolas recortan sus delgadas figuras contra las nubes, nadie sabe por qué no las encienden si ya están puestas. Abre el compás y por el bacheado camino vecinal empieza a adelantar a los grupos de recogida, va indignado consigo mismo. De vez en cuanto una ráfaga de viento trae jirones de música. No quiere cenar, pero la «Coreana», maternal, le obliga a ello. —Tienes que estar fuerte para pagarme lo que debes. —Gracias, «Core». —¿Qué has hecho hoy? Te has ido como el zorro, sin decir palabra —preguntó Eleuterio. —He ido al baile. —Pues parece que has ido a un funeral. —He conocido a una mujer maravillosa. —¿Cómo de maravillosa? ¿Le has tocado? —No seas zopenco, deja en paz al chico —dijo la «Coreana»—. ¿Es del barrio? —No he podido hablar con ella, me parece que es vasca. —So lila, si no se te puede dejar solo, trabájate a la Soraya, ahí sí que tienes plan, te lo digo yo. —¡Déjame en paz! —¡Cómo voy a dejarte, criatura! Eres más feo que un paraguas con las varillas rotas, sin mi asesoramiento estás perdido. Pepe abandona la discusión, se le ha ido el santo al cielo y la cuchara queda inmóvil a mitad de camino entre el plato y la boca. Una mujer maravillosa. La sopa se enfría. El amanecer le sorprende colocando ladrillos. Las manos se le quedan tiesas con la fresca, para calentarlas se las mete en los bolsillos lo más cerca posible de sus partes. Pepe ha ascendido, ya le dejan poner un ladrillo encima de otro gracias a las lecciones del «Morales». —De momento, un saco de cemento. Con esta frase solía empezar «Morales» sus explicaciones de cómo manejar la mezcla, el yeso, la llana, el andamio y lo que le echasen en materia de construir casas. Parecía que lo de aparejador lo estudiaba más él que su hijo. Era un didacta nato, disfrutaba aprendiendo, pero más enseñando. —¿Cuánto tiempo llevas en el oficio? —preguntó Pepe. —Unos veinte. —Mucho tiempo. —A según. En cuatro llegué a maestro. —Mucho de todas formas. En el pueblo no hacía nada y no tenía porvenir, pero ahora, por más que currele, estoy en las mismas, tampoco lo tengo. —¿Cómo que no? Tu pan te lo ganas tú, será poco pero puedes progresar, estás aprendiendo un oficio. ¿Qué quieres? ¿Que te lo den mamao? —El domingo conocí una chica fabulosa. Supón que me aceptara, no puedo casarme con este sueldo. —Con menos se casan otros. —Para vivir hacinaos como animales. Ya conozco la historia y no es para el hijo de la Eulalia, el menda. —Chaval, no te consiento que digas eso de animales. ¡Tú qué sabes de la intimidad matrimonial! Cuatro paredes y una cama pueden guardar su dignidad mejor que un palacio. Todo depende de uno mismo, y no consiento que un mequetrefe que sólo se ha acostao con zorras lo insulte. —No te lo creerás, pero no he estado nunca con una mujer, eso no me impide ver las cosas como son. ¿Conoces los bajos frente el América? —Sí, claro. —Pues cuenta. El matrimonio dos, los abuelos cuatro, ocho hijos doce, su cuñao, la mujer y el niño quince. Quince personas en un pañuelo de casa, que no es casa, sólo pueden vivir como animales. —No se mueren. —Se odian. Eso es una fábrica de peones. —Vas por mal camino, chaval, aprende bien el oficio y ya verás cómo te sirve, quizá para hacer tu propia casa. —Mi tumba, querrás decir. Un ladrillo encima de otro los paños se van acabando, empalman y las plantas adquieren forma de pisos. Había que andar listo pues el tiempo imponía su ley y no se podía perder corrigiendo errores, las chapuzas valen. Los especialistas venían achuchando: electricidad, escayola, sanitarios. ¿Quién ocupará esta vivienda? Mientras tanto el cemento se endurece también en las grietas de las manos, es casi imposible sacarlo de las uñas. —Lo bueno sería una cosa. —¿Qué? —preguntó «Morales». —Encargado de la obra —dijo Pepe. —Mejor arquitecto, hombre. —Para eso hacen falta estudios. El encargado no los necesita, el encargado es simplemente el más duro. —El que más sabe. —Gaitas, el más espabilao. Es cuestión de dar con el camino y seguirlo caiga quien caiga. —No es tan fácil siendo cacereño. Recuerda que estás en el País Vasco. —En eso te equivocas, si no me largo a Alemania estos tíos tendrán que aceptarme por pelotas, estoy en mi patria. —Quizá sea así. Hace veinte años, cuando yo llegué, tenías que disculparte por llamarte López en vez de Lopetegui. —Ahora somos muchos. —No quiero quitarte de la cabeza la idea de prosperar, es lo fetén, pero haz caso de este consejo: lo que hagas, hazlo bien y procura aprender todo lo que te rodea. A veces te parecerá un esfuerzo inútil, pero a la larga siempre vale. —Seguro, viejo —Pepe le golpeó amistosamente el hombro—, hace un frío que tiembla el misterio, vamos a calentarnos. Con gasolina hicieron fuego en un cubo plano. Extendieron hacia las llamas sus manos anchas, cortas, fuertes y rotundas, enrojecidas de frío. Desde tan alto la perspectiva de la Avenida de Pío XII, con la fuente luminosa regalada por los catalanes a la ciudad, el teatro Astoria y toda la pesca, hacía bonito. Terminaron la casa, una vez lavada la cara y limpios los accesos, no la reconocían ni los obreros que la habían hecho. Pepe visitó por curiosidad el piso piloto y por poco se cae de espaldas. En un sitio así sí que daría gusto vivir. Se sintió estúpidamente orgulloso de haber colaborado en su realización. El piso piloto es el anzuelo y no se le escatiman detalles. Cogió un folleto publicitario, plastificado, de colores, con la fotografía del edificio aún más bonito que en la realidad, ya que no se veían los escombros de detrás, las obras de los lados y la carretera destrozada por excavadoras y camiones. Cuando vio el precio volvió a tambalearse. La literatura decía así: «Junto a una línea arquitectónica moderna, se combinan los más nobles materiales. El mármol, aluminio y cristal son los elementos que le permitirán disfrutar del hogar deseado… Esbelta y lujosa fachada que corresponde a una distribución interior, en donde se conjugan lo funcional, el confort y la categoría de una obra bien pensada y realizada… Lujosa residencia… Ambiente seleccionado… Aparcamiento resuelto con garaje en el mismo edificio…, calefacción central…, portero uniformado…». La repanocha. Aunque estaban vendidos los pisos, éste era el anzuelo para el conjunto de cinco bloques más que, progresivamente, se irían haciendo todavía peor y más caros. Si es que este progreso era posible. Pepe continuó en la misma empresa. Se liaron con los cinco bloques a los que siguieron las obras más dispares: una estación de servicio, una nave industrial, un edificio para oficinas y un hotel. Ahora tenía más confianza en sí mismo, no es que viera el porvenir de color de rosa, pero el afianzarse en un oficio le daba cierta sensación de seguridad y eso lo notaba hasta en la forma de saltar por los andamios. Otra cosa que le producía una sensación parecida, un estar más cerca de la realidad, de conocerla, era el saber que en esta fábrica, en la otra, en la de más allá, se hacían los productos que hasta la fecha parecían pura entelequia publicitaria y de generación espontánea en la tienda de la esquina: Starlux, el doble caldo de carne concentrado. Fagor, los electrodomésticos que fagorizan su hogar. Krafft, el que cuida su coche. Sigma, si el tiempo es oro ella es un tesoro. Y Alfa, claro, siempre van juntas. Elgorriaga, el de los chocolates campanudos. Palmera, rás, rás y ya estás afeitado. BH, el de las bicis. Maizena. Así hasta cansarse. Se habla de ellos como de viejos amigos, cocinas Orbegozo, Esteban, el de Zumárraga, porque hay otro Orbegozo en Hernani; sí, son hermanos. Los nombres los sacan del vascuence: Aitona es el de una lavadora y significa abuelo. Kaiku es la marca de una leche y es un recipiente de madera típico para beberla. Eredu significa molde y es el nombre de un taller de troquelería. Para esto sí resulta práctico el idioma. Quizá todo este conjunto de sensaciones no es otra cosa, para Pepe, que el sucedáneo del éxito. La meta perseguida al abandonar el pueblo está en otro camino y la resignación no es buena virtud en los jóvenes. —Estos pollos lo hacen todo, qué bestias. —¡Bah! Apariencias —explicó el «Abisinio»—. Se han liao a fabricar máquina herramienta y ahora se la tienen que tragar. Están a dos velas, con expediente de crisis o de asociación, es lo mismo. —Pues si ellos están a dos velas, ya me contarás cómo estamos nosotros —dijo Pepe. —Nosotros como siempre, vaya bien o mal el negocio, el sueldo es el mismo. —Los que deben ganar bien son los pescadores. El llamado «Abisinio» de mal nombre, por andar con la camisa fuera, como dicen andan los abisinios, vecino de Urraenea y compañero de andamio, asoció ideas. —A propósito de pescadores, tú eres amigo del «Magnífico», ¿no estáis en la misma casa? —Sí, pero no es pescador —contestó Pepe con la mosca tras la oreja. —Verás, es que está a punto de terminar una marea. —¿Y qué? —Que uno de estos días llegará el Lolo. —¿Qué Lolo? —Manuel Castro. —¿Y ése quién es? —El marido de la «Coreana». —¡La mar serena! —Te lo digo para que no te pille el toro cuando se arranque, no por otra cosa. —Gracias. ¿Lo sabe ella? —Lo sabe todo el mundo. También es mala pata. Ahora que empiezo a cogerle el truco al asunto, se me va a poner cuesta arriba el alojamiento. El tal Lolo debe estar acostumbrao. Aunque claro, por muy acostumbrao que esté hay ciertas cosas que para qué las prisas. Con lo bruto que es el Eleuterio. Si me mudo ahora creerán que tengo algo que ver con el lío. Esperaré a ver qué pasa, a mí me traen sin cuidao sus amoríos, allá ellos. —¿Qué follón es ese? —preguntó sobresaltado Pepe. —Nada, protestarán de si le han mojado la ropa al regar los tiestos o cualquier chorrada por el estilo, ya conoces al vecindario —explicó la «Coreana». De la calle subían voces agrias, ásperas, agresivas. Una muy aguda de mujer se imponía al coro discordante. El dúo sí, pero el coro no era frecuente. —¡Sinvergüenza! ¡Hijo de perra! ¡Mal nacido! —Voy a ver qué pasa —dijo Pepe. No las tenía todas consigo desde la noticia del Lolo. —Se te enfría la cena. —Es un momento. El jaleo era en su misma calle, había anochecido y la única iluminación la daba alguna tienda que aún no había cerrado con la esperanza de redondear el cajón. Una mujer, desde la mitad de la calzada, vociferaba hacia una ventana en la que se asomaba un hombre despechugado. Contra la mujer se apretaba una niña llorando. Medio barrio formaba un círculo alrededor de ellas, coreando la disputa. —¿Qué pasa? ¿Se matan o no? —preguntó Pepe. —Menos choteo, que la cosa va fina. —¡Subir, perras! ¡Os voy a moler a palos! —gritaba Eutiquio a su mujer e hija. —¡Degenerado! ¡Chulo! ¡Impotente! —contestaba la mujer. —¡Que suba la pequeña, tú no me sirves para nada! ¡Veinte años casados y sólo una niña! —¡Marica! Eutiquio tenía la neurosis obsesiva de un hijo varón, cuando le pegaba al jarro como había hecho ahora, era peligroso. Empezaba a dar explicaciones de que si estuviera en China él sería un inútil por no tener ningún hijo, los chinos no cuentan las niñas y él sólo tenía una hija. Por más que le decían que desde la revolución cultural las chavalas también cuentan, no le quitaban la idea del hijo. Quiso acostarse con su hija de quince años para hacer lo que no había podido hacer con la madre, pero las mujeres al darse cuenta de la jugada huyeron de casa. Una vez en la calle, lejos de sus garras, entablaron la pelea dialéctica. —¡Dormiréis en la calle como rabizas! —¡Algún alma caritativa nos dará techo! —¡Si alguien las mete en su casa me lo cargo! ¡Por ésta! Para ratificar la amenaza, Eutiquio hizo una cruz con el índice y el pulgar y la besó. Besar la cruz, en confirmación de una promesa, obliga a mucho. —No seas, Eutiquio, cálmate y razona —intervino uno. —A nadie le han dado vela en este entierro y al que la coja se la corto. ¡Por ésta que se la corto! Eutiquio repitió lo de la cruz y a continuación sacó la navaja de muelles, le gustaba el ruido de apertura, imponía. Los hombres empezaron a disimular. No iba con ellos la cosa y como tampoco podían llamar a un guardia, por la sencilla razón de que allí no existían guardias ni de la porra, entraron en El Riojano a ver los toros desde la barrera. —Este tío está chalao. —Tranquilo, Pepe, no va contigo —dijo el «Magnífico». Había aparecido por detrás sin que lo advirtieran. —Hombre, me alegro que aparezcas. Aquí estamos todos que nos vamos por las piernas abajo ante esa mala bestia, ¿tú eres capaz de meterle en cintura? —Si no ha hecho ná. —Te parecerá barro querer acostarse con su hija. —Si ella quiere no pasa ná. Los gitanos lo hacen. Un amigo mío de Linares vive amontonao con su hermana, tienen un porrón de críos y son tan felices. —Es una salvajada. —Si quieres te presto la cheira para que pelees por ellas, caballero andante. —Si tuviera casa propia las recogía. Tú, Hermelando, el de las buenas palabras, ¿qué dices? —Hay que esperar. Fuera, el matrimonio seguía insultándose. La navaja de Eutiquio y el viento norte de marejada, iban despejando el corro de mirones. Madre e hija se apretujaban entre sí para calmar la tiritona. De repente un bulto y una voz cayeron desde un piso alto. —¡Toma la manta, comadre! Eso pareció marcar el remedio a tan anómala situación. Las amas de casa surgían por las ventanas arrojando prendas de abrigo, mantas y almohadas. Las proscritas improvisaron unos petates en el hueco de entrada de la carnicería y amontonaron sobre ellas toda la ropa sobrante. El carnicero hizo la vista gorda, si les abría la puerta del establecimiento tendría que vérselas con el marido. —¡Ese es vuestro sitio, la calle! —gritó Eutiquio. —¿Las vamos a dejar ahí? —preguntó Pepe. —Hay que esperar —contestó Hermelando. —Están fetén, es un final feliz, ¿no? Vamos a cenar, Pepe, estará impaciente la chorva. —Vete a freír monas, Terio, me quedo. —No te metas en la vida de los casados, es un consejo. El de fuera siempre tiene la culpa. Nadie dijo nada, todos pensaron: menuda cara. Cuando se alejó lo suficiente a Pepe se le escapó un suspiro. —¡Quién fue a hablar! Tomaron unos vasos para hacer tiempo. Las voces se habían calmado y los espectadores, aburridos, se recogieron a sus moradas. Apenas quedaba alguna ventana iluminada. Eutiquio, navaja en mano, se había dormido en el balcón, con la berza de anís que tenía encima iba a pillar un catarro de muerte. —Ya es hora —dijo Hermelando. Salió a la calle, le seguían como acólitos Pepe y Lisardo, el «Periodista». No se veía un alma. Despertó a las fugitivas tocándolas en el hombro. —¿Eh? ¡No me toques! —¡Chiss! Soy yo, vamos a techarnos, os está esperando la Niceta en casa. —Gracias, Herme. Eres más bueno que el pan. Las trataba con una delicadeza insospechada por las ordenanzas en un barrendero municipal. Cedió su cama de matrimonio. Niceta propinó a las mujeres unas friegas de alcohol antes de que se durmieran. —¿Queréis tomar algo? —preguntó Hermelando a sus acólitos. —Sí, algo de comer, si tienes —pidió Pepe—, no he cenao con todo este lío. —Toma. Lisardo, tenemos que hablar. —Sí, lo de hoy es la gota de rebase. Ya somos bastantes para crear la Asociación, esto no puede seguir así. —¿La Asociación de Padres de Familia de que me hablaste el otro día? —preguntó Pepe. —No, de Cabezas de Familia, Cabezas responsables, lo de padres suena a beato, está muy gastao. —Bueno, es lo mismo. —Narices es lo mismo, esto lo tenemos que mamar sin ayuda de nadie. Hay que dar la vuelta a Urraenea, organizar la vigilancia, las comunicaciones, la biblia en verso. —Hay que manejar muchos papeles para conseguir eso, ¿quién los va a mover, tú? —El «Periodista». —Amos pira, lavativa, pero si es periodista porque vende periódicos. Perdona, Lisardo, ya sé que eres el más leído de nosotros, pero me da en la nariz que no lo suficiente. Lisardo, el «Periodista», tenía una modesta papelería llamada El Recreo Instructivo en la que vendía cuadernos, juguetes, cordón eléctrico, algunas novelas, tebeos y periódicos. No vendía mucho, pero sí lo suficiente para vivir ayudado por las chapuzas eléctricas que hacía a domicilio. Tenía tiempo de sobra y lo dedicaba a leer, por lo cual su opinión siempre pesaba en el barrio. Dicho esto, queda claro que era soltero. A él se le ocurrió la idea de la Asociación. —Uno solo no cuenta, vivimos en la era de las uniones, las cooperativas, todos juntos tenemos fuerza, somos muchos y las autoridades nos tendrán que escuchar —explicó Lisardo. —Por lo menos vivimos mil familias en estos andurriales, por culpa de unos cuantos tipos, ¿cien acaso?, se nos conoce por el barrio de la puñalada, del crimen y cosas parecidas. Ya es hora que la gente formal deje oír su voz. Te advierto que el Eleuterio es uno de esos cien. —¿Quieres decir que yo también? —preguntó Pepe. —Tú no, por ahora. —Estoy con vosotros. Si os hace falta un burro de carga avisar, no sirvo para otra cosa. —Todo hará falta cuando llegue el momento. En primer lugar algo de dinero, eso es lo malo. —Si hay que soltar pasta no tenéis nada que hacer. —Confío en el espíritu de equipo. —Pues vas de cráneo. Pepe abandonó la reunión, los otros dos quedaron discutiendo planes teóricos. Pensó que lo de Magnífico, mejor que a Eleuterio, le cuadraba a Hermelando. Si él tuviera la misma moral que el barrendero llegaría a ser algo en la vida. Estaban dándole a la cal y a la arena, cuando tocó la improvisada campana de siempre. —¿Ya es la hora? —preguntó Pepe. —Ca, hombre, ojalá. Me parece que el arquitecto quiere soltarnos un rollo. —Qué raro, a lo mejor quieren bajarnos el sueldo y nos lo explican para que quedemos contentos. Les convocaron a pie de obra. En efecto, era un discurso. El arquitecto subió a un montón de cemento, junto al cual había aparcado su coche, último modelo americano fabricado en España, e inició la arenga simulando no importarle el polvo que le manchaba el traje. Hace democrático. —¡Muchachos! Sonó como en la jura de la bandera el inicial: ¡Soldados! Los pelotas sonrieron. A los que por la edad podían ser su padre, les sentó como una patada en cierto sitio. El tío siguió hablando tan campante. —La empresa a la que todos pertenecemos, Urbanasa, acaba de firmar una contrata fundamental para su futuro desarrollo, con don José María Lizarraga. La construcción de fábrica y oficinas de su nueva factoría en Eibain. Esta fábrica será la primera de Guipúzcoa, para nosotros será a partir de ahora la tarjeta de garantía que avale nuestras obras. Dado que la terminación de los edificios, en el pert de Lizarraga, es un nudo que determina un camino crítico, bueno, quiero decir que es muy importante para ellos, la fecha de finalización está sujeta a muy severas penalizaciones por día de retraso, pero igualmente a interesantes bonificaciones por día de adelanto. Por eso queremos llevar a Eibain a gente de garantía, se les pagarán desplazamientos, dietas y una participación proporcional en la bonificación, si se obtiene. La bonificación será íntegra para el personal no titulado. Todos aquellos que deseen ir a Eibain pueden presentarse voluntarios, seleccionaremos a los más idóneos, será más duro de lo normal, pero más remunerativo. Todos querían ir, una obra es lo mismo en Amara que en Eibain. El arquitecto tiró de lista y empezó la lectura de los elegidos, ya los habían seleccionado. —No te giba, ni que fuera un regalo —dijo Pepe. —Ahora comprobarás la eficacia de mi regla de oro, si has hecho las cosas bien, te elegirán. —No seas tierno infante, «Morales». Pepe quería mostrarse escéptico para disimular los nervios, pero no podía. La creación de una fábrica tan enorme tenía que ser una oportunidad pintiparada para colarse en la industria. Así se las ponían a Fernando VII. Se le metió en la cabeza que era su oportunidad, ahora o nunca. Si el listero voceaba un nombre que empezaba por José, le daba un brinco el corazón. Alguien lanzó la bola que rodó fácil. La prima puede suponer veinte de los grandes por barba, o más. Los comentarios a la jugosa noticia ahogaban la voz del listero, no se oía bien. —¡José Bajo Fernández! Estoy elegido. ¿Por qué se me acelera el pulso? La cosa no es para tanto, ni que tuviera una cita con la Sofía Loren. Ahí está el «Morales», el primer seleccionado y tan pancho. Es una corazonada. Al terminar la relación, los no elegidos armaron el pitote padre. ¿Por qué yo no y ése sí? ¿Es que es más guapo que yo? El arquitecto, todavía sobre el pódium, volvió a tomar la palabra. —¡Calma, muchachos! No pueden ir todos ya que no podemos abandonar ésta y otras obras iniciadas, ahora bien, les prometo que según se vaya necesitando gente, les iremos llamando por orden de antigüedad en Urbanasa. A los demás quiero verles mañana mismo en Eibain a las ocho de la mañana, de momento no tenemos transporte propio, pero a las siete sale un tren de San Sebastián. Eso es todo. Pepe volvía a casa emocionado, nunca se le había hecho tan larga la jornada laboral. Tenía que contárselo a alguien, para recapacitar al mismo tiempo sobre el tema. Al llegar a su bloque encontró el portal lleno de gente. Excitada. Comentando en voz alta. Se intranquilizó. Miró alrededor y vio aparcado entre los cascotes que limitan la calzada un Mercedes diesel de alquiler, el taxi favorito de los patrones de pesca cuando están en tierra. Lo alquilaba uno para afianzar el rumor de que ganaba cerca del millón al año, a su mujer le decían la «Millonada». Si estaba ése, también estaba el marido de la «Coreana». ¿Qué hace toda esta gente? ¿Se habrá organizado ya la gresca? Preguntó al de cara más conocida. —¿Ha venido Lolo, el de Carmiña? —Creo que sí. —Este personal, ¿qué hace? —Turno, no me digas que no lo sabes. —¿Qué? —Pepe cada vez estaba más asustado. —Está don Servando. Ha instalao aquí la consulta, pero no te vayas comentándolo por cualquier sitio que la poli tiene oídos en todas partes. —¿Quién es don Servando? —El médico de Trujillo, el mejor de España, figúrate si es bueno que tiene gracia. —¿Es simpático? —Sin cachondeo, amigo, ponte a la cola o vete, no está el horno para bollos. Yo estoy aquí porque tengo gota, me duele y en el Seguro no dan con el remedio. Subió las escaleras perplejo, no entendía nada. Salió la «Coreana» a su encuentro muy medianera. —Ven, Pepe, te voy a presentar a mi marido. Manuel Castro, Lolo, ya sabes. —¿Qué tal? —Bien, ¿y vos? —preguntó el gallego. Lolo es un tipo basto y curtido, de no estar en antecedentes no se le notan los cuernos. Parece contento. Eleuterio está saboreando un vaso de vino, tiene más cara que espalda. ¿Qué haces ahora, Pepe? Menuda situación. Disimulo, aguanto la jeta y me mantengo neutral. Buen plan, si te dejan. —Tome —Lolo le ofreció una copa—, he traído este licor desde Terranova para celebrar mi vuelta. Lo hacen los esquimales con no sé qué marranadas. —Está muy bueno —dijo Pepe por decir algo. —La mesa está servida. Hoy tenemos pescao a esgalla, vivito y coleando —intervino Carmiña. Lolo y Eleuterio se sentaron uno enfrente de otro. Aunque disimulaban, los dos sabían todo lo que pasaba. Un silencio plúmbeo fue cayendo sobre la mesa, Pepe lo intentaba rellenar, en vano, a base de carraspeos. —Tenemos abajo a don Servando —tanteó el tema. —¿El de la gracia? ¡Qué mala suerte no estar enfermos! Lo cura todo. Podemos ira que nos vea por si acaso. A Pepe le importaba un comino, pero ya que la «Coreana» era capaz de hablar de ello con entusiasmo, vio el cielo abierto e insistió para cuajar una conversación. —¿Qué es eso de la gracia? —No me tomes el pelo, ¿no lo sabes, eh? —Ni idea. —Pues que tiene gracia, la gracia le hace saber lo que te pasa, el mal que tienes, antes de verte y de que le hables. Eso sólo le pasa a una persona cada cien años, una persona tiene gracia cuando llora en el vientre materno, todos son grandes hombres. —Sí que tiene gracia. —No te burles. —Eso son supersticiones absurdas —opinó Eleuterio. —Eso es verdad —dijo Lolo. —Bueno, no vamos a discutir por una tontería. —No es ninguna tontería. El terreno se volvía escabroso por momentos. Pepe intentó el giro hacia el lado amable. —Dicen que es buen médico. —El mejor —opinó la «Coreana»—; cuando Marañón y Jiménez Díaz no sabían cómo curar a un paciente, se lo remitían a él como último recurso. —A Lourdes, mujer. —Lo que pasa es que hay mucha envidia y ahora hasta le persiguen los otros médicos. Figúrate que para ver a sus enfermos en el hospital se hace pasar por pariente. —A lo mejor no es ni practicante. —Es doctor, de estudios y eso no, de saber. Es lo mejor que existe hoy en día. —Menudo gachó, se da todos los años una vuelta a España por donde andan sus paisanos hechos unos desgraciados y con el cuento de la gracia les saca los cuartos a modo —dijo Eleuterio. —Pero cura —dijo Lolo. Terminaron el postre, ahora venía lo peor, ¿cómo se iban a acostar? Pepe no quiso ser el primero en levantarse de la mesa y remoloneó con la cáscara de la mandarina. Este «Magnífico» es capaz de querer hacer cama redonda. —Me voy a la cama, mañana tengo que madrugar y vosotros tendréis unas ganas locas de acostaros, ¿eh? —dijo Eleuterio. Pícaro, guiñó un ojo al matrimonio. —Lógico —dijo Lolo. —Hasta mañana. Pepe, a pesar de que no le habían dejado explayarse con su oportunidad industrial, se acostó aliviado. Menudo trago. Era la primera vez que dormía Eleuterio en la habitación, pero prefirió callar. Le hacía raro ver la otra cama ocupada. Pepe, a las siete en punto de la mañana, estaba en la estación como un clavo. Se agruparon los de Urbanasa y montaron en el correo, ya traía veinte minutos de retraso. Cada grupo era de una empresa diferente, los habituales se lo tomaban con calma, tras el intercambio de saludos, leían el periódico o, como los de la CAF, que tenían que ir hasta Beasain, más de una hora en tren, organizaban una partida de julepe. Los que iban tan lejos no eran obreros, tenían pelaje de peritos y químicos de poca monta, no tenían coche. También iban funcionarios y representantes de comercio. Nadie tenía aspecto de continuar hasta Madrid. El tren tampoco. Durante media hora Pepe contempló de nuevo el verde paisaje a través de la ventanilla de un vagón de tercera. Eibain. Hay que bajar. De buena gana seguiría hasta no importa dónde, pero sin prisas, sin problemas, vacío. Eibain es un pueblo típico guipuzcoano, en el fondo de un valle, con bonitas casas de ladrillo y madera vista, de aleros de aguas desiguales y una iglesia de dimensiones catedralicias en la parte más alta, con un atrio que se prolonga en frontón o parking, según las necesidades. Eso era Eibain hace pocos años, ahora es eso más fábricas y casas de vecindad alargándose por el estrecho fondo del valle, por la faja de terreno comprendida entre la vía del tren y la carretera. Falta sitio, las casas ya no se venden por pisos, sino por talleres. Es más fácil que una familia tenga en su hogar una máquina herramienta que una máquina de coser, así, mientras el marido trabaja fuera, la mujer entre guiso y guiso hace tornillos. Los habitantes nacidos en otras provincias, los cacereños, ya son tantos como los autóctonos. Se ha fundado el inevitable Centro Gallego. El Errekabeltz, un arroyuelo, aún conserva su aspecto bucólico, pero el río, el Oria, ya está contaminado por las espumas fétidas de las papeleras. Las lejías, taladrinas, sales y detergentes han acabado con la pesca. Los de Urbanasa llegan andando hasta el terreno que, con el tiempo, se convertirá en la factoría Lizarraga n.º 2. —Menuda peonada, por lo menos hay cinco kilómetros desde la estación —protesta uno. —No se preocupen, desde mañana les traeremos en camión. —Podían alquilar un autobús, vamos, digo yo. El terreno es tremendamente largo y estrecho, lo que da de sí el valle, en un paisaje de verdor idílico con margaritas nacientes en el pasto. Daba pena ver arremeter las excavadoras contra el monte, la pala mordía las raíces y un manzano se desplomaba. A los habitantes de los caseríos expropiados también les daba pena, aunque estaban allí, espectadores silenciosos, por un motivo muy diferente, por comprobar que se respetaban los lindes firmados en el contrato. A pesar del maremágnum de máquinas y hombres a cada elemento se le encargaba un trabajo particular que, a la larga, encajaba con los adyacentes para formar un entramado perfecto de mosaico romano. Prisa y orden, lo nunca visto, por algo iba a ser la fábrica mayor y más moderna de las Vascongadas. Pepe se encontró dándole a un pico, pero no le dejaron protestar. —Hasta que no comience la altura tiene que ser así. —Hay que jorobarse, chico —le dijo Pepe al «Morales»—, qué ganas de pringar, parecen americanos. —Quiá, hombre, aquí los que cortan el bacalao son los alemanes, ¿no conoces su política? —De política nada, soy persona decente. —Pues está clara, hombre, América para los americanos y Europa para los alemanes. —Y España para los vascos —dijo Pepe. —Con permiso de los catalanes. —Y de los madriles, que al final se lo chupan todo. —Chitón, que viene el amo. —¿Quién es? —El fuerte de boina. —¿El gordo? —El mismo Lizarraga en persona. Se acercaba una extraña caravana. En cabeza don José María Lizarraga, uno de los hombres clave de la industria nacional, con su boina y las manos en los bolsillos podía, por el aspecto, cambiarse con cualquiera de los caseros que estaban contemplando los trabajos sin que se notara el cambio. Era uno de ellos, lo que pasa es que hace mucho compró un camión para el transporte de mercancías y un buen día llevó chatarra a una fundición, se animó, siguió de chatarrero y ya no paró la carrera. A su lado un superespecialista alemán, con gestos y medias palabras, intentaba explicar en el aire el conjunto de la obra y un ingeniero español decía que sí a todo con la cabeza. Detrás seguía una corte de técnicos y administrativos luchando por hacer la observación más inteligente. —¿A que parece un borono que no se aclara? —Desde luego. Parece más paleto que yo, que ya es parecer. —Pues es el único que se entera del grupo, estoy seguro —afirmó «Morales». —Ese es Aguirregomezcorta, su yerno, menudo braguetazo ha pegao el tío, del altar al consejo de administración. —Son lobos de la misma camada. Verás qué poco se me pone a mí una gachí así a tiro. —Hay que saberlas buscar. —En el fondo tiene que ser una leche vivir a costa de una moza, cosita de encargo, que si la tocas se desconcha. —Sí, sí, quién te diera. —Lo mejor es ser un tío castizo como el don José María éste y aprovechar las circunstancias. ¿Qué tal tipo es? —No es mala persona, algo separatista, si hablas vascuence te lo metes en el bolsillo. —Valiente cerdo. —Hombre, al fin y al cabo él se lo ha guisao todo, así que bien puede hacer lo que le pete. —Con más razón que otros no te digo, pero pa su padre. El campo perdía a marchas forzadas su alfombra de hierba dejando al descubierto las entrañas ocre rojizas. Es una tierra fusca caliza, decía el informe del geólogo. Las cadenas de los tractores dejaban profundas huellas paralelas sobre las que se entrecruzaban en infinitas direcciones las de las ruedas de todo tipo de vehículos. Una telaraña tejida y destejida sin cesar. —¡Fíjate qué tráfico, macho! Más que en la Puerta del Sol. Aquel afán empieza a tomar cuerpo en los pilotes encofrados. Las formas se levantan. Las vigas de hierro se amontonan en zonas estratégicas. El hormiguero funciona a tope. —¿Te imaginas lo que sería una tormenta de esas que se pasa lloviendo un par de meses en este pueblo? —preguntó Pepe. —No seas cenizo —contestó «Morales». —¿Serían capaces de dejarnos a nosotros sin trabajo y paga los dos meses? ¿Tú qué crees? —Nunca ha habido un parón tan seguido. Aunque no eres fijo te meterían en alguna obra techada, me figuro. —Eso espero. Es que me gustaría mandar algo a casa, ¿sabes? A mis padres. Por no mandar, no les he mandao todavía ni una carta. —Buen chico. —No es por bueno, es por demostrarles que soy capaz de ganarlo. —Buen chico de todas formas, manda lo que puedas. Oscurecía pronto, cuando acabaron la jornada ya era de noche, pero las palas siguieron excavando iluminadas por focos potentes como soles. Bajo su resplandor no se podía comprobar si el cielo estaba estrellado o no. Casi nunca lo estaba. Manuel Castro, Lolo, andaba tan desaforado como otras veces, según la tradicional costumbre marinera de resarcirse en pocos días. Mucho vino y mucho Mercedes 190-D alquilado. Las malas lenguas decían que no bajaba del coche ni para mear. Mucho de todo, pero, cosa rara, poco Marisol, la del América, una de sus escalas fijas en tierra firme. En asuntos de mujeres Lolo estaba muy perplejo. Si él lo ganaba bien con la pesca, ¿por qué su mujer tenía realquilados? No le hacían falta para pagar el piso, ellos eran de los ricos del barrio. La realidad que no quería comprender era que su mujer no había perdido las costumbres de cuando era chica para todo en Galicia: ahorrar peseta a peseta y meterse en la cama del señorito. Carmen era una mujer ardiente y seis meses pescando bacalao son muchos meses. Eleuterio, el «Magnífico», galleaba como un torero ante los cuernos de su enemigo. Disfrutaba con la desazón de Lolo porque le daba a él importancia. Le gustaba ser el picante de todas las salsas y en ésta vaya si lo era. Quizá se confiara demasiado. En una de las comidas, en las que no estaba Pepe con su acción aislante, por trabajar fuera de la ciudad, se le escapó una vieja costumbre. —Reenganche de sopa, «Core». Eleuterio subrayó la petición palmeando el trasero de la «Coreana», que estaba de pie, a su lado, sirviendo la mesa. —¡Qué! Lolo gritó. Pegó un cucharazo en la sopa y se puso perdida la camisa. Echaba fuego por los ojos. —Mira cómo te has puesto —dijo la «Coreana». —¿Cómo te has permitido, tocar a la mi mujer? —Oye, tú, que ha sido sin querer. La mesa es pequeña y si mueves las manos ya ves —dijo Eleuterio con sorna. —¿Pero te crees que soy tonto o qué? —Cálmate, Lolo, vida, ya sabes cómo es este barrio de campechano. Lo mismo te dan la mano que te tocan —dijo ella. Hay cosas que mejor es no explicarlas, todo lo que se diga resalta la evidencia, y ésta era una de ellas. El enfrentamiento que se esperaba desde hacía tiempo comenzaba, en serio, ahora. —Bien, si es como dices, pide disculpas a los dos —pareció transigir Lolo. —Como quieras. Disculparme. —No, disculpas no, pide perdón. —Yo creo que ya está bien, ¿no? —Pide perdón. —¡Está bien! ¡Perdonarme y se acabó! —Pide perdón de rodillas. —Ni loco. Más vale morir de pie que vivir de rodillas. —Eso te lo habrá enseñado la zorra de tu madre, roja perdida. ¿O alguno de tus padres? —¡Te parto el alma! Me has mentao la madre y eso no se lo consiento a nadie, menos a un cornudo como tú. Eleuterio se levantó esgrimiendo los puños. Era fuerte, pero no parecía buen boxeador. —Ahí te quería ver, escopeta. ¿Qué pensabas? ¿Que era un cabrón consentido? Ahora comprobaremos hasta dónde llega tu hombría. Lolo, con ademán de experto, eligió la botella mayor, la gaseosa tamaño familiar. La partió contra la fregadera de un golpe seco, convirtiéndola en arma mortal. Eleuterio abandonó rápido su guardia de boxeo y se apoderó de un cuchillo de cocina. —¡No! —gritó la «Coreana»—. ¡Dejarlo estar! ¡No ha sido nada! ¡Nadaaa! Pero los dos hombres ya estaban frente a frente, sin la máscara que la sociedad obliga a llevar en las llamadas relaciones públicas, buscando la posibilidad de pinchar la carne del contrario. —Si quieres saber hasta dónde llega mi hombría, pregúntaselo a tu mujer —chuleó Eleuterio. —¿Qué dices a eso, Carmiña? —Fue sólo una vez, me forzó, te lo juro. —Amos anda, muchas y consentidas —puntualizó Eleuterio. —Terio, eres un perfecto imbécil. Esta tía, mi mujer, es ella la que ha abusado de ti, ¿te enteras? ¿A que no eres capaz de seguirla? Eres pieza de fácil recambio, uno del montón, otro y nada más. —¡Ja! Eres el modelo perfecto de cabrón, palabra, ¿de veras no te importa? Lolo hizo un ademán rápido de atacar y su rival retrocedió de un salto hasta la pared. —A ti te va a importar. Baila, baila mientras puedas. Hace un mes tuvimos una agarrada en Saint Pierre, nos cargamos otros dos y yo a cinco franchutes, ¿sabes con qué? Con estas bonitas navajas, bueno, aquéllas eran de whisky, más elegantes. Si esto fuera a golpes, Terio, te tendría miedo, pero así no, así te voy a marcar primero la cara, ¿y sabes lo que haré después? Cortaré la hermosa hombría de que tanto presumes en rodajas y se la echaré a los perros. No pases miedo que terminaré pronto. Después me acostaré con Carmiña y nadie se acordará de ti porque no eres nadie, uno del montón. Lolo había soltado el discurso muy calmoso y caminaba con más calma aún hacia Eleuterio. Parecía tan seguro de sí mismo que el «Magnífico» empezó a sudar, retrocedía con la espalda pegada a la pared, tratando de mantener las distancias. —Si te doy una torta te estorba el cielo para dar vueltas —dijo Eleuterio en un intento de recuperar la superioridad moral. —Estoy seguro de ello, pero no es a tortas. Te voy a pinchar. Se acabaron las palabras. Lolo atacó esgrimiendo en multitud de direcciones, imposibles de prever, el casco de la botella. Tenía práctica en el ejercicio. Eleuterio sólo podía saltar de un lado para otro interponiendo muebles entre los dos. —¡Se matan! ¡Socorro! ¡Policía! La «Coreana» chilló histérica por la ventana. Para hacer más ruido rompió los cristales, se cortó sin querer y al ver la sangre chilló más histérica aún. En el interior del piso los hombres jadeaban como bichos, en sus acometidas no dejaban títere con cabeza. Al primer grito, Lisardo, el «Periodista», que estaba en su librería leyendo tranquilamente un artículo sobre la declaración de los derechos del hombre de las Naciones Unidas, se dio cuenta perfecta de lo que pasaba. Lo previsto. Llamó de inmediato a la policía, no tuvo que buscar el número en la guía porque junto al teléfono tenía una lista para emergencias: bomberos, médico de urgencia, información de la RENFE y direcciones por el estilo. La policía tardó lo suyo. Llegó a tiempo porque los dos combatientes estaban mutuamente heridos y asustados, sin atreverse a llevar la pelea hasta sus últimas consecuencias. No sabían salir del trance con dignidad y vida. La mujer estaba ronca de tanto chillar y metida en un puño por el corte de la mano. Los vecinos se agolpaban en la puerta sin decidirse a intervenir, pues era peligroso. —Avisen a un médico —ordenó el sargento. —Menos mal que don Servando, el de la gracia, está en el primero de este bloque. —¿Qué? ¿Está aquí ese matasanos de pega? —preguntó el sargento—. Estupendo, mataremos dos pájaros de un tiro. Don Servando, con más capas que una cebolla, en cuanto oyó jaleo y la palabra policía se volatizó en el mismo éter del que sacaba su graciosa inspiración. —¿Es grave? —preguntó Carmen. No especificó cuál de las gravedades le preocupaba. —Para una temporadita en chirona. —No, las heridas. —Allí se cura todo. —¿Qué va a ser de mí? No le contestó nadie. Una vez más las calles de Urraenea presenciaron el pintoresco desfile en que suelen acabar los alborotos. Se lo contaron por el camino, antes de llegar a casa, y la verdad es que la noticia no le cogió desprevenido. —Pepe, tu compadre y el Lolo se han puesto tibios a puñaladas, qué par de bestias. —No tengo compadre —añadió alarmado—. ¿Ha muerto alguien? —¡Bah! La sangre no llega al río. Una temporada de hospital, que quién la pillara, otra de truyo y fuera. —Pudo ser peor. —Te han dejado el terreno libre con la «Coreana», ¿eh? —No seas gilipollas. Abrió la puerta con la única llave que poseía en este mundo. El alma se le cayó a los pies, le perseguía el desorden, la inestabilidad, lo momentáneo, sólo podía tener conciencia y disfrute de un instante, éste, el presente fugaz, vivía en una cuerda floja donde el paso siguiente no ofrecía garantía alguna. Hogar, amor, trabajo, ¿cómo pueden echar raíces en una vida así? Muebles rotos, ropa tirada, añicos de platos, esto no era una casa, era la selva. Lo sintió como si hubieran destrozado algo muy suyo. Su habitación estaba un poco mejor, la cama estaba hecha, se sentó en ella y crujieron los muelles. Con un cansancio profundo, el que le había entrado de golpe en el piso, no el de su jornada de trabajo, se quitó los zapatos y se tumbó cuan largo era. Cerró los ojos, intentó no pensar. Unos nudillos golpearon en la puerta de la habitación. Se sobresaltó, creía que no había nadie en el piso. —¿Quién es? —Carmen. ¿Puedo pasar? —Pasa, «Core». Entró una sombra de mujer. Desgreñada, la mano vendada con un pañuelo, en bata y chancletas, era la viva estampa de la derrota. Nunca habían coincidido solos en un dormitorio, ni cuando los domingos se ayudaban en las faenas domésticas. Ella, sin decir esta boca es mía, se sentó en el borde de la cama. Él esperó. —Ya lo sabes, ¿no? —Sí. —Tengo miedo. Pepe pensó que la mujer se había ganado la situación a pulso, con méritos suficientes. La hubiese preguntado de buena gana de qué y por quién tenía miedo, pero prefirió no ser cruel y contestar con una frase banal. —Es cuestión de poco tiempo. Siguió un silencio absurdo y largo. Carmen se apoyó en el joven buscando protección. Suspiró profundo antes de soltar la bomba. —Deja que me acueste contigo. Lo necesito. —¿Pero qué dices? ¿Estás loca? ¿Después de lo que ha pasado vienes con ésas? —Lo necesito, no puedo dormir si no estoy con un hombre. —No digas disparates, «Core», tranquilízate. —Soy mayor que tú, pero estoy buena, lo sé, ¿es que no te gusto? Mira lo que quieras. —No me gustas, estás casada y tienes un hijo. —Siempre te he tratado bien, ¿no? Aún me debes algún dinero y nunca te lo he pedido, déjame dormir contigo. —¡Déjame en paz! Pepe, con asco y dolor, se soltó de lo que degeneraba en abrazo. Empezó a recoger sus cosas y a meterlas en la maleta, se iba, no resistía un minuto más aquel ambiente. —Por favor, no te vayas, tengo miedo. Tan sólo dormir, no tienes por qué hacerme nada si no quieres. —Lo siento, «Core», me largo. —¡Te perdono lo que me debes! —Carmen —Pepe sé puso muy serio para decir esto—, te has portado muy bien conmigo. Casi tengo ahorrado lo que te debo y espero pagarte el mes que viene, si siguen así las cosas. Aunque no te lo creas soy tu amigo, si en cualquier momento necesitas mi ayuda no tienes más que llamarme, pero por favor, no me pidas eso. Dio media vuelta, cogió la maleta de cartón y bajó a la calle. Solo. Otra vez. Sería difícil encontrar cama tan de noche. Hermelando era un tío estupendo y una vez le había ofrecido su casa. Ese no empeñaba su palabra en vano, ahora tenía la ocasión de comprobarlo. Se alegró de ver luz en la cocina. Llamó. Abrió Niceta la puerta. —Caramba, Pepe, ¿qué ha pasado? —La vida. Acudió Hermelando al quite. —¿Vienes a la reunión? —No fastidies, para reuniones estoy yo, mira —dijo Pepe señalando la maleta. —Me figuro. ¿Tienes habitación? —No. —¿Vienes a dormir? —Sí. —En casa ya conoces las pegas. Es pequeña, con los críos y los dos pupilos estamos al copo. —Ya lo sé. —Si no te importa, improvisamos una cama en la cocina. —Sería estupendo. —Entonces puedes quedarte. Mañana, con tiempo, nos organizaremos mejor. No te preocupes. Pepe respiró aliviado y agradecido. En efecto, siempre se puede contar con Hermelando. —En cuanto acabemos la reunión Nice te monta el catre, pasa. ¿Quieres una copita? —Por mí no gastes. —Si es del peleón, hombre. En la cocina estaban reunidos los conspiradores a favor del orden público. Ya habían elegido la directiva de la Asociación de Cabezas de Familia. Presidente: Hermelando. Secretario: Lisardo, el «Periodista». Asesor legal: Juanma, un estudiante universitario que daba clase en la Escuela Profesional. Todos los demás, vocales. Pepe los conocía de vista, aunque no sabía los nombres. Parecían fatigados de tanto hablar sobre cosas que sentían, pero no sabían expresar. El humo del tabaco se podía cortar con un cuchillo. —¿Qué estáis tramando? ¿Arreglar el mundo? —preguntó Pepe. —Con Urraenea nos conformamos. —Estáis listos, somos basura y ni siquiera pasa por aquí el camión de recogida. No tiene remedio. —¡Basura lo serás tú! —saltó uno indignado—. Cuando tu mujer… la de éste o la mía, es igual, deje de tirar cáscaras de huevo por la ventana, habrá menos porquería. —Para entonces habrán venido cien nuevos cacereños, como no conocerán tan higiénicas costumbres, tirarán cien cáscaras más. Es el cuento de nunca acabar. —No, si no las ven tirar. —¡Toda su vida las han tirado en el pueblo! —gritó Pepe—. ¿Por qué razón no lo van a hacer aquí? —¡Porque no! —exclamó Juanma—. Porque aquí vienen buscando una vida mejor y en este barrio tienen que encontrar un hogar también mejor. La Asociación les educará. —Eso es muy bonito de decir estando fuera del redondel o pudiendo salirse cuando a uno le dé la gana. ¿A ti te gustaría vivir aquí? —Si hace falta venir, me vengo. Juanma contestó rápido para no pensar en el fondo de verdad que encerraba la pregunta, le habían tocado. —Si te deja mamá. Di solamente si te gustaría. —Gustarme no, a ti tampoco. Por eso nos hemos reunido, para conseguir que cambie y sea como nos gusta. —Yo no me he reunido. Me han echado de donde estaba viviendo y a las seis tengo que estar en pie. —Perdona, no sabía nada. La indirecta a la hora acabó con la reunión. Pepe, por la carga emocional que le aplanaba, no pegó ojo. Pasó toda la noche barajando ideas deprimentes, la de que no somos nada era la central. Venga a pedir paso el del 600 en curva peligrosa, sin visibilidad, con línea continua y discos de escuela, precaución y salida de fábrica. El camión ni se molestó en cambiar lo más mínimo su marcha en aquel tramo encajonado por los muros de Cementos Rezola. En el camión van los de Urbanasa hacia Eibain, con un techo de lona y unas tablas corridas improvisando bancos, lo han convertido en autobús. En la parte de atrás, contemplando la carretera con aire místico, Pepe. Su mirada encuentra la del hombre joven que lleva el 600, serán aproximadamente de la misma edad. Ambos desvían la vista, no tienen nada que comunicarse. El conductor del 600 tiene coche, va bien trajeado y ríe con los otros ocupantes, tan bien puestos como él, de la tontería que es pedir paso en estas circunstancias. A no ser que vuelvan, a estas horas de la madrugada no van de juerga, sólo pueden ir a trabajar. También hay formas diferentes de ir a trabajar. Pepe va con un cabreo de espanto. Serán jefecillos. «Morales» se ha fijado en el 600 y mira a los, para él, chavales con simpatía. No son parásitos, su hijo cuando acabe aparejador será como ellos y alcanzará el mismo nivel dorado. Acaba el encajonamiento, el 600 les adelanta. Sigue el tráfico normal. Se cruzan con el trolebús de Tolosa, lleva un remolque en el que las caseras meten sus cestas repletas de frutas y hortalizas que van a vender a San Sebastián, así no molestan a los pasajeros. Antes vendían también la leche, pero ahora no pueden hacerlo directamente, sino a través de la central lechera Gurelesa. La central no goza de simpatía popular, la prueba es el estribillo que le han colgado: Gurelesa, la mejor agua de mesa. Un gato despanzurrado parece una calcomanía sobre el asfalto. Una ristra de camiones de CAMPSA tapona la carretera con su marcha cansina, creen que además del monopolio del petróleo también tienen el de la ruta. No pueden adelantarles y siguen tras ellos hasta Eibain. La nueva factoría de Lizarraga levanta sus estructuras de cemento y hierro, se unen, se encadenan los dientes de sierra, surgen naves laterales y como nacidos de la nada se crean automáticamente patios de carga y descarga. Ya funciona un almacén y todavía hay partes en que se está cimentando. Ante los ojos atónitos de Pepe, un equipo de alemanes empieza a montar el tren de laminación. Tropiezan entre sí operarios de veinte empresas diferentes. Se discuten las características de un puente grúa y al lado ofertan las tazas para las duchas de los obreros. Lo de Babel tuvo que ser parecido. La construcción de los edificios se va realizando conforme al cacareado parte del arquitecto. Sólo un día de retraso y eso porque hubo necesidad de demoler un muro maestro para meter no sé qué parte del tren que no pasaba por ningún lado, no todo va a ser perfecto. Pero se cumplirá la fecha y se cobrará la prima. Eso es la primavera. Hace sol. Desde los prados de los montes vecinos, las flores aromatizan la obra. Se pueden comer cerezas y, si se saben buscar, fresas silvestres. El sol infunde optimismo, se saborea con gusto tras el tiempo de brumas, la piel salta de contento. A Pepe nunca le ha sabido tan bien el sol, se esponja en el calorcillo y relaja la guardia de su malhumor. —Hay que mojarlo. —¿El qué? —El sol, la prima. —No vendas la piel antes de cazar el oso. Bromeaban al final de su turno Pepe y «Morales», con el «Abisinio», que se les había pegado. —Vamos a tomar unos vasos al Txapel —propuso «Morales». —Esto está lleno de vascos —dijo Pepe. —¿No tendrás miedo? —preguntó el «Abisinio». —No es eso. —Entonces vergüenza. —No amueles, leñe, si dices eso es que no me conoces ni por el forro. —Pues por algo será. —Está bien, entremos, so pelma. El Txapel es un bar sencillo, doméstico podría decirse, de techo bajo y vigas de madera. Las personas que lo atienden son de la misma familia y las comidas que sirven prácticamente las de la casa. En la pared una foto firmada de Irigoyen II, el invencible cortador de troncos, ídolo del pueblo. Antes los únicos clientes procedían de los caseríos vecinos, algunos de Eibain y, durante el buen tiempo, gente de San Sebastián que iba a pasar el día al campo. Ahora, sobre todo con la nueva fábrica en construcción, les pilla enfrente y tan cerca que se salvaron por pelos de ser expropiados, la clientela ha aumentado de tal modo que incluso entran cacereños. En un rincón unos obreros vascos, de Lizarraga n.º 2, están liquidando una cazuela de sapo. Los recién entrados les conocen de vista. —Arrachaldeón, ¿qué hay? —dice «Morales» imitando el acento. —Arratsalde-on —contesta uno—. Noistik dakisu euskeraz?[6] —No hablo vascuence, lo siento, pero es que no hay quien lo entienda. ¿Hace un vaso? Parece como si les hubiera sentado mal. El vasco tiene un sentido del humor muy zorro y las frases porque sí, sin sentido, le hacen suspicaz. Se vuelven entre ellos. —Auk belarrimotzak dirá, zer nai ote dute?[7] —Maketo guziak bezela gure ogia jan. Estali ontzi ori, bada ezpada.[8] Se ríen. «Morales», para disimular, saborea un vaso de tinto con más detenimiento que si fuera un añejo. Pero Pepe ya está en el disparadero, no entra el sol en el Txapel. —¿Lo ves? —Se dirige al «Abisinio», pero fuerte, para que lo oiga todo el bar—. Ya te lo decía yo, son más brutos que un arao. —Cállate, loco, haiga paz. —Quieres ser amable y mira. Los cerdos se vuelven a su masero sin hacerte caso, ¡hala! —Vámonos, Pepe. —¡Eh! ¡Vosotros! —Pepe señala a los de la cazuela con el dedo—. ¿Qué habéis dicho? Se levanta un energúmeno, se limpia las manazas en la faja y camina hacia Pepe. Tiene aires de luchador. Ha sido arrijasotzalle[9], advierte el tabernero. Cualquiera entiende eso, lo mismo podía haber dicho que era especialista en mitosis citoplasmáticas, a Pepe le importa una higa. —¿Nosotros decir? Decimos que eres un enano, ¿pasa algo? —dice el energúmeno. —Soy enano porque me pesan tanto que no me dejan crecer, lacayo. Una chuleta de kilo, que os coméis aquí por deporte en una cena, es toda la carne que en mi pueblo come un fulano durante todo el año, ¿lo entiendes, cerdo? —Medio soplamocos te daré, pues, en vez de uno. —Ni uno, ni medio, ni ná. Ven aquí que te limpio el morro de un silletazo. En aquel contrincante espontáneo, Pepe había personificado todo lo que llevaba dentro, que no era poco. Empuñó con las dos manos un taburete. Puestos así ya no le importaba arremeter contra una locomotora en marcha si fuera preciso. —¡Quieto, parao! —gritó uno de los vascos—. Pachi, deja al enano, más vale no tener líos con gentuza. Los compañeros del energúmeno le hicieron sentarse a la fuerza. «Morales» aprovechó la circunstancia para desarmar a Pepe. El resto de los espectadores, tanto de una como de otra parte, se interpuso haciendo barrera. Charlaban con animación de cualquier cosa para despejar el ambiente. —Vámonos, Pepe. —Ni siquiera parlan castellano los analfabetos éstos y vienen presumiendo, ¿de qué? —Cuéntamelo fuera. —Ni hablar, hombre, tengo que terminar mi vaso. Le dejaron tomar el vaso. Pepe estaba en plan impertinente, sin hacer nada por bajar la tensión. El bueno de «Morales» no veía el momento de salir. El «Abisinio» ya estaba en la puerta chasqueando los dedos nervioso. Al abandonar el local, los dos rivales se miraron con mutuo desprecio. Carretera adelante vinieron los consejos del mayor. —Hay que tener cuidado, hacía años que no me pasaba nada parecido —dijo «Morales». —Que tengan cuidao ellos. No me he ido a Alemania, me he quedao en España y tengo tanto derecho como el que más a hacer lo que me dé la gana, estoy en mi patria. —Esto es el País Vasco y tienen sus costumbres. —No es un país, es una provincia y mira lo que pasa cuando por hacerte el salao les dices algo en su lenguaje. Si no te pones farruco se te pitorrean. —Ha sido un accidente, normalmente les halaga. —Aunque me torturen no diré una palabra en vasco, ¡qué se va a esperar de una gente que a la madre le llaman macho! —Amacho. —Leche. Es lo mismo. Con unas cosas y otras habían perdido la camioneta, tenían que volver a San Sebastián en tren. Caminaban hacia la estación entrecruzándose con multitud de hombres y mujeres que salían o entraban, según el turno, de fábricas y talleres. Se oían acentos de provincias lejanas. —¿No oyes? Esto es como Urraenea. —No, en tu barrio todos sois de fuera, aquí la mayoría todavía es vascongada y los que mangonean todos vascos. Si intentas ponerte a trabajar en Lizarraga tienes que cambiar de carácter o acabarán contigo, muchacho —aconsejó «Morales». —Es difícil acabar conmigo, no lo lograron en Extremadura y mira que ya es decir. Rugiente como el animal que le da nombre, les adelanta un Jaguar deportivo de matrícula negra. Reluce la cabellera rubia de la inevitable señorita que siempre lleva este tipo de automóviles. Algunos, asustados, se echan a la cuneta cuando ya está a un kilómetro. —¡Burro! ¡No me cago en tu padre por no darte una pista! El insulto siempre desahoga. —¿Has visto qué gachí? —pregunta el «Abisinio». —No me digas que has visto algo. —De impresión. —El coche. Francés o inglés, no he podido fijarme. —Es igual, esos son países y no estos tíos que, porque tienen cuatro ochavos, se creen los amos del mundo. —Ya está bien, Pepe, déjalo. Vamos a hablar de algo más optimista, del sol y la prima. ¿En qué piensas gastártela? —En una ametralladora. Quizá fuera su viejo amigo el sol el que le animara a escribir a casa, llevaba muchos meses fuera y todavía no les había enviado una sola línea. Por orgullo, porque hubiera querido escribir: Estoy bien colocado, ahí va una pasta muy gansa para que os compréis ropa nueva, yo tengo de sobra. No era verdad, incluso aún debía algo a la «Coreana», pero unas pocas pesetas sí podía mandarles. La carta alegraría a toda la familia. A su madre seguro, y a Marta, y a los demás también. ¿Por qué no? ¿No tenía él ganas de verlos a todos? Por eso se decidió a escribir una tarde tranquila, con tiempo por delante, aprovechando que en el piso no había nadie. Una verdadera casualidad, Niceta se había ido a sacar unas horas de asistenta y los niños estaban en casa de una vecina. Mojó la punta del bolígrafo y empezó. Queridos padres, hermanos y hermanas: Me alegraré que al recibo de ésta estén bien, yo bien a D. g. Sólo cuatro letras para dar señales de vida y que no digan que soy un descastado. ¿Qué les cuento? Si pongo detalles es muy largo y difícil. Además se desmoralizarían, hay que dar la sensación de que uno está ya encarrilado. Los emigrantes escribimos cuando la cosa va bien, no nos pasa como a los estudiantes que pueden escribir pidiendo dinero. Estoy parando en casa del Hermelando, casado con la Niceta, ambos del Plantón de Arriba. Son de los Fuentes, familia que quizá ustedes conozcan, por lo menos de oídas. Como somos paisanos me tratan muy bien y el otro día me invitaron a unos perrenillos que les habían mandado del pueblo y que me supieron a gloria. Me acordé mucho de aquello, pero como el agua bendita es buena, pero no para freír huevos, me aguanto y prefiero seguir aquí, donde se puede ganar y está el porvenir. De trabajo mucho, aunque no todo lo bueno que uno quiere, pues del bueno hasta aquí hay poco. Estoy en la construcción, estamos haciendo una fábrica enorme, como medio Torrecasar de grande, en la que me gustaría poderme meter pues tiene fama de buen pagar. Se llama Lizarraga, que es el nombre del amo, un fulano que aunque rico no hizo mal a nadie, según dicen y yo creo (decir, decir, dicen de todo). No es como nuestro don Luis que no hace más que meter los millones de la corcha en el banco y gasta menos que los comunistas en catecismos. Es tan importante la fábrica que hasta vienen alemanes a mostrarla. Montarla es unir todas las partes que vienen sueltas de una máquina para que funcione. ¿Qué más les cuento? No se me ocurre nada. Algo del barrio, del tiempo y cosas así, por lo menos llenar otra página, aunque sea con letra gorda. San Sebastián es muy bonito, pero llueve más que cuando enterraron a Zafra. Ahora hace sol y se ve un verde que padre se volvería loco, la de animales que se pueden tener aquí en el campo. Aquí a la gente no le da por eso y no se ve casi ganao, les da más bien por la cosa industrial que es donde están los billetes grandes. La gente es un poco rara, pero ya se sabe que todo el mundo tiene manías y donde fueres haz lo que vieres. Somos muchos de fuera y aunque nos dicen cacereños yo pienso que hay más gallegos y andaluces. Mejor no mentar más este tema. Les mando el dinero, ¿cuánto? Cien es una porquería y un verde es mucha tela. Quinientas pesetas y me quedo a nivel. La de horas que mete mi padre para sacar quinientas pelas, queda fardón. Os mando por giro 500 ptas. para que os compréis algo de mi parte. No me atrevo a meter el billete en la carta porque ya sabéis lo goloso que es el cartero. ¿Qué se puede comprar con un azul? Es lo que me queda a mí. Ropa, pero poca, nada. Necesito comprarme ropa nueva, quitarme la piel de manchurriano. Cuando cobre la prima. Bueno, acabemos la carta, son dos caras bastante prietas. Contestar a ésta con todas las novedades del pueblo pues aunque nunca pasa nada a uno le gusta saber. ¿Qué tal os defendéis? Si padre se anima podíamos vivir aquí todos juntos en una o dos habitaciones con derecho a cocina por mal que se den las cosas peor que ahí no puede ser. Es por decir, menuda papeleta la familia entera en Urraenea. Recibir un millón de besos y abrazos de vuestro hijo y hermano que mucho os quiere y no os olvida. Pepe. Un deber cumplido. La contestación tardó mucho menos de lo que esperaba, a vuelta de correo. Algo extraño, la familia Bajo se tomaba semanas, a veces meses, para contestar una carta. Abrió el sobre emocionado, escribía Marta, la que tenía la escuela más reciente. Querido hermano Pepe: No sabes la alegría que nos causó el recibo de la tuya y el saber que estás bien, nosotros también a D. g. Muchas gracias por el dinero, pero dice padre que otra vez no te molestes por nosotros que bastante falta te hará a ti, fuera del hogar todo son necesidades. Sigue diciendo padre que aunque por el pan salta el can, no atarán en ésa los perros con longaniza como para decidirse al traslado de toda la familia. Más vale saber cómo te pinta en la fábrica pues en la construcción, por desgracia, ya se sabe. De las novedades que quieres poco hay que contar, como se esperaba murió por fin (q.e.p.d.) el tío «Topamí», le patinaba ya la mandarina de mala manera, y los novios de las Cuatro Fanegas tuvieron que casarse, lo único que al Ovirio le atropelló el cerdo un camión a propósito y el muy canalla no paró y no pudieron tomarle la numeración. Algunas chicas me preguntan por ti, no te digo quién para que no te hagas ilusiones. ¿Te has echado novia? No nos dices nada y madre se preocupa a este respecto, dice que en el extranjero y las ciudades hay muchas mujeres malas. Cuando vengas tienes que contarme por lo particular tus aventuras, cara de pillo. Sin más se despide esta familia que te quiere de veras. Un abrazo muy gordo de tu hermana Marta Sucedió algo fabuloso, tras el tímido sol primaveral llegó el verano. Se sostuvieron los días sin nubes y amaneció un domingo pleno de luz. Salir a la calle era un festejo, incluso en Urraenea, donde un público abigarrado, en camisa de manga corta y colores chillones, se lanzaba vocinglero a disfrutar de la naturaleza. Al monte que reflejaba verdes de tonalidades dispersas a voleo y a la playa que se adivinaba entre las cimas de Igueldo y Urgull. El barrio se despoblaba por momentos. El encalado de los bajos habilitados para viviendas reflejaba su blanco cegante. De luz y alegría, el sol hace milagros. —Pepe, nosotros nos vamos a la playa, si quieres venir… —dijo Hermelando. —¿Con niños? —Con niños, comida y parienta. Hay que aprovechar el día, si vienes te invitamos a comer. —No se hable más, acepto. El matrimonio, ella sin dar importancia a lo que le ceñían las nalgas los pantalones vaqueros por la razón de que no se acordaba de sus horas de interina y eso es suficiente para despreocupar a cualquiera, los tres niños y Pepe, cargados con la cesta de la merienda y los trajes de baño envueltos en toallas, bajaron mezclados en el eufórico chorro humano. Tenían que bajar una cuesta con un porcentaje del veinte por ciento para llegar a la parada del autobús, en la carretera general. La cola era inmensa. —La prolongación del autobús hasta el barrio será una de las primeras peticiones de los Cabezas de Familia —dijo Hermelando. —Lo conseguiréis el día del Juicio —dijo Pepe. —A las mujeres nos interesa más la luz —puntualizó Niceta—; el otro día le salió un hombre a Mari, la de la tienda, enseñándole sus partes. Figúrate la chiquilla, menos mal que pegó una carrera que cualquiera le echa un galgo. —Si cojo a un exhibicionista es que lo empalo con el escobón —dijo Herme, recordando su oficio. Pasó un autobús hasta los topes y otro más. El tercero lo tomaron al asalto, iban como sardinas en lata, pero contentos. Descargó en el Bulevar y allí se entremezclaron foráneos, nativos y turistas. Contaron los niños y los paquetes, estaban todos. La ciudad veraniega no tiene nada que ver con la sobria de costumbre. Vale la pena mirar, es mejor que el cine. A una escandinava el jersey le tapa la minifalda. Un barbudo pasea descalzo con unos cuadros bajo el brazo, intenta colocarlos inútilmente. Un chófer de uniforme, sudando a mares, abre la puerta del Cadillac a una gorda de atuendo deportivo. De un 600 no paran de bajar críos. Unos franceses ojean la lista de precios en la puerta de una cafetería. Unos veraneantes atildados, con gorras marineras, para que se sepa que tienen yate, descuartizan langostinos. Unos chavales pasan agachados por delante de una mesa con extranjeras piernicruzadas. Una pescadora sale del puerto con la cesta de sardinas a la cabeza. Un musculoso estira el nicky y se mira con disimulo en el escaparate. Un viejo de cuello duro escucha, como es domingo por la mañana la orquesta municipal da allí en medio su concierto. —Menudo follón, Herme. —Esto sí que no lo tenías en el pueblo, ¿eh, Pepe? Mira esas cochinonas cómo enseñan. —Muy bonito. Las mujeres somos siempre las cochinonas y los hombres, ¿qué? —dijo Niceta. —Los hombres más, no te preocupes por eso Nice y atiende al niño, que se nos pierde. Tras dos niñas el niño era el último, la prueba de que a la tercera va la vencida. Le tenían como oro en paño. Ya no querían más hijos y empleaban todos los métodos anticonceptivos que nadie se había molestado en explicarles, con los consiguientes problemas de conciencia, como buenos católicos que eran. —¿Te figuras lo que sería esto con perras en el bolsillo? —siguió Pepe. —No te calientes los cascos, éste es el paraíso de burgueses y capitalistas, a nosotros nos dejan las raspas. —En el pueblo no teníamos ni raspas —dijo Niceta. —El que no se consuela es porque no quiere. —Ya se sabe, mal de muchos… —Epidemia. Discutiendo en tono festivo, pasaron a la playa de La Concha. Hay tanta gente que a veces tienes que pisar un brazo o una pierna. Resultó dificilísimo encontrar arena suficiente para seis personas. La cesta de la merienda se colocó en el regazo de Niceta. —Es que está subiendo la marea. —¿Cómo lo sabes? —preguntó extrañado Pepe. —Lo pone el periódico. La masa humana, ansiosa de hacer bronce, se disputa el terreno necesario para tumbarse panza arriba. Los que quieren una silla, tienen que ir a robarla a los toldos. Alquilar un toldo es un privilegio hereditario, se hace por temporadas y el derecho se transmite de padres a hijos con tanto fervor como si se tratara de un signo heráldico. El alquiler no es caro si se compara con las cosas que se venden en la playa. Las patatas fritas parecen de platino. En Ondarreta, la otra playa que forma la conocida bahía en forma de concha, hay menos gente, aunque en plena temporada da igual. La razón es que como hay que coger otro autobús más, resulta incómoda. Van los de coche y según rumores forman un público más selecto. El espectáculo del Bulevar seguía en la playa, tan interesante que la barandilla del paseo sobre la misma se llena de mirones. Los ingleses, rojos, con la piel cayéndoseles a tiras, son muy graciosos, y no digamos cuando forman corros cambiando cada uno su billete de cien para pagar el duro de su silla, sin ocurrírsele jamás a ninguno pagar la ronda. Pero el atractivo principal son los bikinis, de francesa a ser posible, los españoles son más bien dos piezas. Se hila fino en la barandilla. A Pepe le da apuro quedarse en paños menores delante de tanta gente. En el pueblo se había bañado una noche en cueros vivos, pero con los amigos, después de robar fruta y sin espectadores. Le da rabia el color de su piel. El moreno andamio de brazos y cara recorta perfectamente sobre el torso la ropa de trabajo, denunciando su procedencia. —¡Qué animación! Este no es mi San Sebastián que me lo han cambiao —exclamó Pepe. —Para nosotros mañana volverá a ser el de siempre. —¡Qué mujerío! A Pepe se le van los ojos tras las adolescentes. Niceta le da carta blanca. —Por nosotros no penes, date una vuelta a ver si encuentras algo. —Me gustaría encontrar la chavalita que vi en el baile hace unas semanas. A lo mejor no la reconozco en bañador. —¿No era un bombón? —Para mí sí. No me acuerdo bien cómo era. —Pues el que pierde una mujer no sabe las que gana. Aquí las tienes, elige. —Voy a echar un vistazo. Se ajustó el calzón, se alisó el pelo, muy largo pero sin ningún aire existencialista y empezó a pasear playa adelante poco menos que a ritmo de desfile militar. No sabía qué hacer con los brazos. Le acomplejaba no tener un cuerpo de atleta, por alguna oscura razón hasta los mutilados le parecían más gallardos que su persona. Mujeres de campeonato, eso eran algunas. Y tíos más largos que un día sin pan, a su lado los vascos eran cacereños. Le atraía esa masa abigarrada, palpitante de tanta humanidad desnuda, capaz de vivirlo todo a grandes tragos impacientes. Pero notaba que la masa de descansados pechos lisos y opulentos, vientres abultados y hundidos, piernas gordas y flacas, rostros chupados y regordetes le gritaba: ¡Fuera, no eres de los nuestros! ¡Fuera! Probablemente tenían razón, aunque viviera mil años no se le quitaría el pelo de la dehesa, siempre sería un dominguero que venía a estorbar a los veraneantes. ¿Sería capaz de vivir en uno de los hoteles que daban a la playa y tomar impertérrito, en traje de baño, un vermut servido por un camarero de smoking? No. Ni con el gordo de Navidad, esperanza nacional, sería capaz de salvar la diferencia. ¿Por qué? Se zambulló en el mar. Las olas le hacían tragar agua salada, tosió molesto, pero al estirar los miembros con libertad un dulce relajamiento se apoderó de Pepe y notó el placer de sentirse cómodo dentro del propio pellejo. Cuando se puso el ramo definitivo, señal de que la obra estaba acabada, se armó la marimorena. De un manzano cargado de manzanas cortaron una rama tan enorme que destrozaron el árbol, a su pie colocaron el pellejo de vino que Urbanasa agradecida les regaló. Habían cumplido la fecha con una demora insignificante y esperaban ansiosos el cobro de la prima. El rioja tinto y espeso, a la hora de comer, terminó de animar los corazones, cantaron a voz en cuello aires regionales y los autóctonos, inspirados en la frondosa rama, iniciaron la sagardantza[10]. Agitando pies y manos, cada uno como podía, les siguieron todos los demás. Confraternización etílica. Los de Lizarraga les miraban con envidia, se encontraban en la peor fase de la instalación, no sólo no celebraban nada, sino que estaban empeñados en la lucha feroz del arranque del coloso. Se había instalado un horno eléctrico y ya se habían estropeado dos coladas. El tren todavía no podía laminar ni un tocho producido en la factoría n.º 2. El movimiento de materiales cuidadosamente estudiado, dada la peculiar forma alargada y estrecha de la planta, encontró un cuello de botella imprevisible e insalvable, los administrativos se lanzaron como lobos a la compra de la ladera vecina y el astuto propietario la cobró a precio de solar en la Avenida. La nave de forja se preparaba a recibir las prensas. Aquello tenía que funcionar como la factoría n.º 1 de Mondragón y pronto, para infundir dicho afán allí estaba el mismísimo don José María Lizarraga en persona, silencioso y omnipresente. —¡Guasen! ¡Guasen![11] Si se le escapaban estas palabras, pronunciadas como latigazos, contemplando una maniobra, el técnico que la dirigía temblaba. Se le habían fugado muchas posibilidades de ascender en la empresa. Don José María tenía una memoria de elefante y recordaba siempre los fallos y éxitos de sus subordinados, interpretándolos de una manera muy subjetiva. Por más que dispusiera de una docena de consejeros staff, especialistas para todo y un cerebro electrónico para todo más uno, las decisiones las seguía tomando a su aire. Como la cosa iba bien nadie tenía argumentos en contra, mejor dicho, nadie tenía el valor de exponerlos. Algo tendrá la planta cuando crece. —¡Ya está bien, muchachos, ha llegado la hora del cobro! Con estas palabras cortó el arquitecto la juerga que empezaba a degenerar. Algunos albañiles la dormían plácidamente, demasiado sol para tanto rioja. El arquitecto no había dado señales de vida durante toda la obra, pero ahora se quería marcar el tanto democrático. El pellejo de vino colgaba fláccido, semejaba un animal desangrado con aquellas gotas rojas. —¡Silencio! —reclamó el listero. El arquitecto volvió a coger el tono de arenga que tanto le chiflaba. Esta vez se subió a unos bidones. —¡Gracias, muchachos! Gracias a vosotros ha sido posible lograr este récord en la construcción de edificios industriales, a partir de ahora se hablará de ello como de un milagro o algo parecido. Hemos cubierto la fecha con creces y, conforme se os prometió, vais a percibir un emolumento extra con carácter de prima, a expensas de la bonificación a que se ha hecho acreedora Urbanasa, la cual no duda en repartirlo entre sus empleados. Este reparto es proporcional al sueldo de cada uno. Dado que es voluntario y por si, a pesar de nuestra buena fe, existieran diferencias, debo aclarar dos cosas: Primero, no se admiten reclamaciones. Segundo, yo no percibo ni cinco de esto. —¿Para qué quieres tú más pasta? —dijo uno. El arquitecto simuló no oír la voz estentórea y siguió como si tal cosa. —Ahora se os va a repartir el dinero. Que lo disfrutéis con salud y hasta la próxima obra. —Adiós, hermano —volvió a comentar el mismo de antes. Risas y aplausos. El arquitecto saltó del bidón y desapareció. La espera del sobre fue enervante. Cogerlo. Acariciarlo. Sólo el nombre, sin ninguna cifra. Rasgar el papel y contar el fajo de billetes color verdemil. Siempre menos de lo que se espera, pero no por ello menos bienvenido. No había dos personas que hubiesen cobrado lo mismo, discutían que si tú, que si yo, pero daba igual. No se admiten reclamaciones. Paradójicamente todos se fueron disgustados pensando que, en cierto modo, les habían estafado. Pero se fueron dispuestos a celebrarlo. Pepe se encontró con diez mil pesetas de golpe. No era una fortuna, pero podía salir de deudas con ello, pagar de una vez a la «Coreana» y comprar la ropa que le cambiara la piel de cacereño. Necesitaba gabardina, un traje con aire deportivo, una camisa de cuello recortado para corbata, un jersey para ir a cuerpo y si le quedaba algo camisas y pantalones de veraneante. Demasiado. En todo caso la «Coreana» puede esperar. Aún quedaban algunas cosas por rematar y unos pabellones auxiliares, pero eso seguro que no se incrementaría hoy en un solo ladrillo. Como si fuera fiesta. —¿Te vienes, Pepe? —preguntó el «Abisinio». —¿Adónde? —No sé, por ahí, de picos pardos. —¿Y «Morales»? —Jo, se las ha pirao ya, en cuanto cobra se va a casa echando pipas no sea lo pierda por el camino. Está hecho un Prudencio Segurola. —Hace bien, tiene familia. —Bueno, ¿te animas? Podemos coger unas golfas a la noche y subir a Ulía, hace un tiempo espléndido. —No. Tengo que pensar. Pepe resistió la tentación. Paseó por las calles de Urraenea pensando. Desde el barrio, entre los montes, la noche queda rota por la iluminación de la bahía. El resplandor verde hierba y sepia roca hace fácil imaginar los yates anclados en La Concha. Estamos en plena temporada. Lo consiguió, ya estaba dentro. Los peones más espabilados de Urbanasa habían conseguido quedarse a trabajar en Lizarraga n.º 2 y por eso Pepe se sentía satisfecho. Formaba parte del equipo de Conservación y Mantenimiento, aún no se había instalado del todo la factoría y ya había cosas que reparar. Les meneaban que daba gloria de una punta a otra de la fábrica y pronto se la conoció entera. Tenía la sensación de estar viviendo en un mundo futuro, entre aquella red espesa de cables eléctricos, tuberías, válvulas y movimiento automáticos tan diferente de todo lo que hasta la fecha había conocido. El jefe del equipo era un maestro industrial procedente de la Escuela de Armería de Éibar y guardaba ciertas consideraciones para con sus paisanos. Si era necesario revisar los rodillos de la cinta transportadora de carbón, encerrada en un subterráneo con un ambiente silicótico de carbonilla hasta decir basta, seguro que le tocaba a Pepe o a cualquier otro cacereño. —Somos mantenimiento preventivo —repetía el jefe con la cartilla bien aprendida—, un sistema moderno o así que consiste en no arreglar averías, sino en cuidar que no se produzcan. ¿Entendido? Cuidar el material, ésa te es nuestra obligación, pues. A Pepe le caía muy gordo, pero le admiraba, sabía cómo arreglarlo todo, lo mismo le daba un motor que una grúa. Sin tener idea del porqué siempre sabía cómo. Pepe no sabía ningún cómo ni porqué, así que le dieron una aceitera y un itinerario. Se pasaba el día en grandes caminatas engrasando los puntos que podía del total que le habían asignado, por una parte eran demasiados y por otra, a veces, le echaban sin dejarle cumplir su cometido. —¡Largo! No estorbes, estamos trabajando. —Tengo que engrasar. —Mañana. —Ahora, leñe, mañana no tengo tiempo. —Claro, vas más lento que un limaco en galipot. —Ni te escucho. —¡Cuidado, imbécil, la cabeza! Una tonelada de acero, suspendida de una cadena, atravesaba bamboleante la nave arrastrada por el puente grúa. Le pasó rozando la cabeza y la suya fue la única que estuvo en peligro en toda la trayectoria. Le increparon. —¡Hay que tener ojos en el cogote, estúpido! —¡Morirás joven! —¡Oiga usted! Váyase de mi sección, no quiero que me apunten su accidente —dijo el ingeniero. El accidente era algo más que el letrerón de la entrada: En este mes llevamos, y un espacio recambiable en el que ahora estaba el número siete. No seas tú el, y un espacio con el número ocho. El peligro era algo intrínseco al trabajo. En la colada continua, el «concast» le decían los montadores alemanes, de «continous casting», porque con los directores hablaban en inglés, podía ocurrir cualquier cosa. Una cuchara con no sé cuántas toneladas de acero fundido soltando chispas, sapos y culebras sobre docenas de personas, echaba el caldo en un depósito con un chorro líquido, como el agua de un botijo. Ese depósito era la churrera de tres salidas, tres churros de acero sólido al rojo, fluyendo lentamente hacia el tren, pasando por delante de las narices de los tíos que con un soplete cortaban tochos matemáticamente iguales. Cualquiera de ellos con nada más que extender la mano podía tocar el acero a más de setecientos grados. Dicen que en Asturias una vez cayó la cuchara y pilló a diez obreros y que era espeluznante ver la masa metálica informe, una vez solidificada, sabiendo que en su interior estaban diez seres humanos. Acero al paisano le llaman a eso, una aleación inmejorable que no se puede desperdiciar. Aunque la Iglesia indica que hay que enterrar en estos casos toda la colada, sólo se llevaron al cementerio diez kilos simbólicos. En el tren de laminación los rodillos aplastan y estiran la palanquilla que gime y se queja con un chirrido de dientes en cada pasada, es el reductor y la caja de piñones, algo así como el torturado en el potro. Hay tanta temperatura que los cilindros transportadores se agarrotan, allí hay que engrasar a menudo y cuando pasa la palanquilla al rojo volver la cara, pasa tan cerca que chamusca los pelos del cogote. A los servidores del tren les enchufan ventiladores para que no se queden como el ternasco. Un trabajo de hombres. La piel se reseca y es necesario beber, está prohibido el alcohol porque se necesitan todos los reflejos para sobrevivir, pero no los refrescos, y la dirección, consecuente, ha instalado un tragaperras con naranjada, coca-cola y café, así no se pierde el tiempo con viajes a la cantina. Es un sistema caro, la solución está en rellenar cuantas veces sea necesario la primera botella de zumo a expensas del vino de la comida que no controlan. La satisfacción de Pepe estaba empañada por la dureza del trabajo, y por su incompetencia que procuraba paliar poniendo la máxima atención y disimulando como podía sus meteduras de pata. Además se encontraba solo, otra vez, sin amigos con los que desahogarse. A «Morales» no le había interesado cambiar, ya que era alguien en Urbanasa, y al «Abisinio» no le habían cogido. A éste no le echaba de menos, le consideraba un chisgarabís, sólo servía para armar follones. Terminaba la jornada rendido, en el tren de vuelta a San Sebastián pasaba dormido la media hora de viaje. El autobús, la cuesta y a la cuna en cuanto le dejaban libre la cocina. Ese era todo el programa diario. —¿Cómo va el tajo? —le preguntó Hermelando. —El tajo estupendo, yo cada vez más molido. —La costumbre, dentro de cien años ni lo notas. —Tú sí que has sabido instalarte, Herme, tu mujer, los nenes… —Tres vecinos dentro de casa, treinta años y barrendero. ¿Qué te parece la carrera? —Buena. Estás pagando el piso y duermes a lo confortable con tu mujer en una buena cama. A propósito de cama, necesito una, la plegable me muele los huesos. —Ya sabes que no podemos meter una cama en la cocina, no hay sitio y estorbaría mucho. —La compro yo si me deja meterla en su habitación cualquiera de los otros dos. —Con el soldador no hay nada que hacer, está hecho un señorito, pero con el bollero sí, ya me lo tengo medio maduro, pero ya sabes la condición. —Sí, hombre, sí. Yo te pago lo que tengas que descontarle a él por meterme en su habitación. Tengo que descansar, estar en plenitud de facultades, van a necesitar gente en la forja y figúrate si paso la prueba y me escogen para manejar un trasto de ésos, me hacen un hombre. —Si te acepto la subida es por las letras del piso, Pepe, espero que me comprendas, estoy con el agua al cuello. —Si consiguiese pasar a la forja sería fantástico. —A lo mejor queda un bajo libre, ¿te interesa? —Mucho. Perdona, ¿el qué? El nuevo taller de Forja era inmenso, una tras otra, en dos filas paralelas, se iban ordenando las prensas, pesados monstruos macizos dispuestos a la conquista absoluta del mercado nacional. Semejaban filas de fichas de dominó con una ventana en medio, las guías por donde deslizaría el martillo. Las primeras ya estaban trabajando, silbaba el martillo al caer y el impacto de la estampa contra el tocho a moldear era un bombazo. Vibraba la cimentación amortiguadora de la prensa y el esqueleto del que lo disparaba. Hacía falta gente, no bastaban los veteranos de Lizarraga n.º 1, por eso Pepe pasaba todo el tiempo que podía en la Forja, empapándose en los movimientos de los que allí trabajaban: cómo servían la pieza preformada al rojo, del horno a la prensa de desbaste y de ésta a la de acabado, cómo daban el aceite desmoldeante, qué hacían cuando una pieza se pegaba y cómo cortaban la rebaba. Se convenció de que podía hacerlo igual, por lo menos teóricamente no parecía difícil. Pidieron voluntarios y se presentó el primero. Cuando el de Mantenimiento le pasó al encargado de Forja, lo entregó como un objeto. Pepe estaba algo nervioso, pero seguro de sí mismo. —Toma, se llama José Bajo Fernández, ahí lo tienes —dijo el jefe de Mantenimiento. —Orí da txikien erasoaldia[12] —Aitor Arana, el encargado de Forja, hablaba en vascuence casi siempre. —Langillea da. Erakusten ba’diozu ikasiko du. Arillo[13] —respondió el otro. —Ondo dago[14]. Veamos, cada uno a sus puestos. Se dirigía a Pepe y a un chicarrón del almacén que había venido también a probar fortuna en el cambio de puesto. Quedaron los dos novatos en una pareja de prensas a la misma altura. Pepe lanzó a su compañero de examen una mirada de entendimiento con la esperanza de recibir tan siquiera un apoyo moral similar, pero Iñaqui, buen vasco de caserío, reconcentrado en sí mismo, desconfiaba del posible competidor. Pepe colocó con unas tenazas, en la matriz inferior fija, el paralelepípedo de hierro al rojo que le pasaron, pisó el disparador y la matriz superior móvil cayó como un obús. El ruido le hizo daño en la cara y retumbó en el interior de su cerebro, al mismo tiempo se sintió envuelto en una nube de aceite quemado y plombagina, un segundo después la matriz superior se elevaba y él recogía de la inferior un trozo de hierro convertido en llave inglesa. Una llave inglesa perfecta en cuyo mango podía verse en relieve la palabra LIZARRAGA y un trébol de cuatro hojas, la marca registrada. Él ya había visto ese trébol antes, en el pueblo, en algunas tenazas y guadañas. Repitió el movimiento. Por sus manos pasaron varios tréboles y con ellos le fue entrando confianza. En el momento del impacto sentía vibrar todos los huesos del cuerpo y aunque casi dolorosa era una reconfortante sensación, le recordaba la del martillo perforador de la campana: él manejando una máquina. Los estampidos de cada una marcaban un ritmo monótono, pero el conjunto desacompasado de todas las prensas convertían al taller de Forja en una caja de rudos ensordecedora. La prensa vecina repitió por enésima vez el chasquido del disparo y sin embargo no se produjo el estampido consiguiente, esta ruptura de ritmo le hizo volver la cabeza a Pepe. Se había pegado la pieza a la matriz superior e Iñaqui forcejeaba con unas mordazas para desprenderla, se ponía nervioso, era un fallo. Como el dios tonante de su nombre al momento apareció el encargado, Aitor Arana. —¡Cuidado hay que tener! Lasai, mutil, ezdu garrantzirik ta, lasai.[15] A Pepe le llamó la atención el cambio del tono de voz, amenazante en castellano y calmosa en vascuence. Noto un tirón extraño, se le había pegado también a él la pieza en la matriz superior. Una distracción, me está bien empleado por meter las narices donde no me llaman. Tira fuerte y espera a ver qué dice el encargado. —¡Con cuidado, burro! ¡Si dejas pegar puedes cargarte la estampa y vale muchos duros! Hay que untar aceite, ya te expliqué, ¿no? —chilló Aitor. —No volverá a pasar —dijo Pepe. Al segundo tirón sacó la pieza adelante y todo quedó en unas palabras. Pepe recordó un refrán de su pueblo: cortando cojones se aprende a capar. En cuanto se fue el encargado miró a Iñaqui buscando su complicidad. —Las hemos pasado canutas, ¿eh? El del caserío no quiso comprometerse a dar una opinión, para ello desvió la mirada y siguió trabajando sin darse por aludido. La situación quedaba definida. Pepe la repasó siguiendo un orden jerárquico: Su compañero más directo era un tío zorro con el que no había comunicación posible, no llegarían a intimar nunca, lo dejaría en la neutralidad ya que al ser vasco podía predisponer en su contra al encargado. Su superior inmediato, Aitor Arana, vaya nombre, estaría en contra por principio. Tenía fama de nacionalista podía tragar a los maquetos, tenía prestigio y personalidad en parte porque don José María Lizarraga siempre que pasaba por allí se paraba a charlar con él un rato. El perito, jefe de taller, era casi un chaval, se le veía que no tenía mucha experiencia, aunque según lenguas debía estar muy enchufado, así es que confiaba en Aitor para todo lo del trabajo y éste se lo había metido en el bolsillo por no decir que en un puño. El perito era de San Sebastián, pero se llamaba Ramón Rodríguez o Fernández, no sé, una z larga, cosa que limitaba bastante sus posibilidades en la fábrica a pesar del enchufe. El ingeniero, jefe de la División, estaba tan alto que daba igual que fuera lo que fuera, se llamaba don Fernando y sólo lo había visto una vez y de lejos. Ser ingeniero era una cosa muy importante en Lizarraga, a su lado los demás licenciados y peritos no pintaban nada, en la Residencia tenían un comedor aparte. En el Laboratorio había un químico que debía ser algo extraordinario, era el único técnico asimilado a ingeniero. No le gustaba mucho a Pepe la postura en que se encontraba con relación al personal del taller, pero eso no le empañaba la alegría de manejar la prensa. Ya encontraría compañeros, y si no los encontraba era igual, estaba acostumbrado a pelear solo. Había cogido el ritmo. Untaba con la mezcla de plombagina para que no se volviera a producir aquel agarrotamiento, repitiendo con rapidez una serie de movimientos mecánicos camino del reflejo condicionado. Pensó que si no era lo suficientemente rápido en uno de ellos y el martillo le pillaba el brazo, se lo moldearía en forma de llave inglesa con un trébol de cuatro hojas cerca del codo. Tuvo que ir a las oficinas por algo relacionado con su filiación, sobre si sabía leer y escribir, puesto que eran condiciones obligatorias. Casi se pierde en el dédalo administrativo, eso que había participado en su construcción, ahora no lo reconocía tan lleno de ficheros. El jefe de personal tenía cara de antiguo. Le contestó de mala gaita, siempre le molestaba eso de que le tomaran por analfabeto. —Sí, señor, sé leer. Si me deja un libro se lo demuestro. —Eso no vale, necesita un certificado. ¿Y escribir? —Todos los papeles están rellenos de mi puño y letra. —Tampoco vale, necesita el certificado. Salió de mal humor. En el portal del edificio estaban las telefonistas moviendo clavijas en un tablero, parecía que jugaban a las tres en raya, estuvo contemplándolas mientras encendía un pitillo pues eran jóvenes y bonitas. De pronto la vio, era ella. Se hundió en aquellos ojos y su vida pasó por su mente en un segundó, su vida convertida en un camino para llegar a este instante, que ya había vivido otra vez. Era la chica del baile de Rentería. Ella desvió la mirada y se sumergió en el trabajo, azarada, en un trajín artificial. Él se abalanzó sobre el mostrador de separación. —Hola. ¿Te acuerdas de mí? ¿Cómo te llamas? —Vete, no puedes quedarte aquí, si nos ven de palique nos la arman —intervino una compañera. Pepe, avergonzado, abandonó el edificio. ¿Cómo se había atrevido a preguntar de una forma tan descarada? Él era tímido con las mujeres. Andando no, bailando, se reintegró a la Forja. La había encontrado, trabajaba en la misma empresa, coincidirían más veces y además de guapa era inteligente, era telefonista. No podía pensar en otra cosa. Veía su imagen en el metal. Cuando por un impacto tremendo, el hierro se deformaba, plásticamente y fluía como algo líquido rellenando todos los recovecos de la estampa, era una sonrisa roja de promesas lo que veía formarse y no una pieza. Pero no debía distraerse, ahora eran bielas de automóvil y no sonrisas lo que tenía que producir y en cantidad determinada según tiempos estandarizados. Las distracciones eran peligrosas. La localizaría a la salida. Nunca escuchó con tanto agrado la sirena. Marchó a los vestuarios y no se duchó por ganar tiempo. De todas formas no se duchaba casi nunca. Había pocos grifos y les habían arrancado las alcachofas para que cayera más agua, o para venderlas, el caso es que en seguida rebosaba un líquido maloliente. No lo sentía porque no estaba acostumbrado a lujos higiénicos. Prefirió lavarse la cara y las manos con la mezcla de sosa y serrín que tenían en una caja y sonarse las narices a conciencia, tenía los mocos negros de plombagina. Cuando estuvo listo se dio cuenta de que tendría que esperar. Su turno entraba dos horas más temprano que el de la oficina y por lo tanto salía una antes, los oficinistas tienen una extraña manera de recuperar festivos. Perdería el tren y no había otro hasta las tantas, pero merecía la pena, quería averiguar dónde vivía ella. La seguiría sin que le viera, no podía abordarla con la ropa de trabajo. ¿Le consideraría poca cosa? En adelante traería la ropa nueva de verano que había comprado con los diez billetes de la prima. Allí iba, caminando por la izquierda de la carretera, como buen peatón, charlando con una amiga. Pepe siguió a aquella figura juvenil preocupado porque no le denunciase el tumultuoso latir de su corazón. Se para, se despide de la amiga y tira por un camino lateral monte arriba. Ya no hace falta seguirla, a unos doscientos metros el camino acaba, o empieza, en la puerta de un caserío. Pepe siente un golpe en el pecho. La suponía vasca pero de caserío, casera, cashera, es demasiado. ¿Podré? —Cultura general, eso es lo que queremos darles, gramática, geografía, cosas de ésas. Y nada de política, en cuanto se hable de política se acabaron las clases. Esta fue la información que recibió don Vicente, uno de los tres maestros titulares de Eibain, en las oficinas de Lizarraga n.º 2. Diariamente daría una hora de clase a todos aquellos obreros voluntarios que lo deseasen, siguiendo la pauta marcada por el dinámico señor Aguirregomezcorta que estaba en todo, para ello dispondría del comedor en el que ya habían clavado una pizarra. La idea guía del señor Aguirregomezcorta era que el obrero feliz rinde más porque trabaja contento y encima no tiene ganas de reclamaciones enojosas. Así creó un equipo de fútbol, un programa de excursiones en autobuses de la empresa y ahora, para cuidar también el espíritu, las clases de cultura general. Más adelante seguiría la construcción de pisos. Al primer día de clase asistieron los ingenieros para dar solemnidad al acto; por si los apuntaban y aquello servía para algo, la aglomeración de voluntarios fue tal que el comedor quedó pequeño. Resultó un acto embarazoso, pues los asistentes hacían ruido con la silla o tosían, para dejar constancia de su presencia delante de los jefes. El maestro tartamudeaba nervioso perdido porque nunca había hablado ante personalidades tan destacadas, atacó lo de España es una península que limita al norte con el Cantábrico y los montes Pirineos, que la separan de Francia, ya que era un tema que dominaba. De todas formas don Vicente no se hacía ilusiones, la experiencia le indicaba que no había nada que hacer, que ninguno de los alumnos siderúrgicos elevaría su cultura un ápice sobre su nivel actual, ahora bien, mientras durase la experiencia él cobraría y bien sabía Dios la falta que le hacían todos los extras. Por su parte pondría toda la carne en el asador, nadie podría echarle nada en cara, ni tampoco le remordería la conciencia. Aunque quién sabe, a lo mejor aprendían algo. Pepe, cuyo corazón estaba predispuesto a todos los heroísmos desde que había localizado a su chica, consideró lo de las clases como una oportunidad, su acceso al saber. Le compró al «Periodista» un cuaderno cuadriculado, un bolígrafo, un lápiz rojo-azul y se dispuso al asalto de la cultura. Al segundo día de clase asistieron unas cincuenta personas, aún entremezcladas, pero a partir del tercero empezaron a hacer baja prácticamente todos los autóctonos de Eibain y pueblos vecinos, puesto que tenían trabajo en sus casas, quien más, quien menos, tenía huerta, vaca o tienda. Los foráneos que vivían lejos también fallaban por la dificultad del transporte. A la semana se definieron quince personas como los únicos asistentes habituales, tres vascos y doce cacereños, entre los que se encontraba Pepe. Don Vicente iba ya por lo del Miño nace en Fuente Miña, provincia de Lugo, cuando le interrumpieron. —Por favor, don Vicente —dijo Pepe. Estoy en pie mientras los demás están sentados y expongo mi opinión en público. ¿Pero qué me pasa? Estoy lanzado. —¿Qué hay, joven? —Usted perdonará, pero creo que sería más interesante estudiar algo práctico para la vida. Ya que hacemos un esfuerzo que al menos sirva para algo. —Esto es cultura, el saber no ocupa lugar, da nuevas ideas y posibles nuevas asociaciones de ideas, etc. Pero tienes razón, la rentabilidad es importante, ¿por dónde queréis empezar? —Por las cuentas, es lo más práctico. —De cuentas no nos engañan, pero de escribir ya nos pueden burlar, ya. Yo creo que gramática, ortografía y así, pues —intervino Juan Mari, uno de los vascos. —Eso, lo que vosotros digáis —dijo don Vicente—. ¿Hay alguna otra opinión? —No, no, eso es lo bueno. —Sea, alternaremos gramática y aritmética. Aunque les tomaban el pelo llamándoles párvulos, Pepe no se desanimaba por tan poca cosa. Continuó asistiendo con rigurosa puntualidad a clase, ella, su chica, merecía la pena. Lucharía más, esto era sólo el principio, tenía que ofrecerle algo grande, algo digno, por ella era capaz de cualquier esfuerzo. Cuando terminaba la clase corría para coincidir con la salida de las oficinas, la veía caminar airosa, carretera adelante, hasta el camino vecinal y ése era el mejor momento del día. Compensaba las catorce horas entre que salía de casa con el desayuno en la boca y regresaba hambriento a la cena, fría, pese a los cuidados de Niceta. La pobre no llega a todo, son demasiados parientes y pupilos a cuidar. En el tren de vuelta Pepe hace corro con los otros dos que viven en San Sebastián y asisten a las clases. Páramo, un cacereño de Salamanca que está en laminación, y Juan Mari, un auténtico donostiarra de la Parte Vieja. —Aunque no te lo creas eres el primer vascorro con el que tengo cierta amistad, por lo menos podemos charlar —dice Pepe. —No conocerías muchos. —¿Cómo que no? Figúrate si hay en la fábrica, un cerro de no te menees. —Pero estás contento aquí, ¿no? —Mejor que en el pueblo, pero eso es a pesar de la gente. Es una cosa extraña, no la comprendo bien. Una figura se levantó del compartimento vecino e intervino en la charla. Ciertas personas se excitan con ciertos temas. —Venís demasiados —dijo Aitor. —Caramba, jefe, no le había conocido con esta ropa —dijo Páramo. —Haremos falta —dijo Pepe. —Importantes seréis, pues. Juan Mari, zuri zer iruditzen zaizu?[16] —Sin opinión. No hablo euskera, ¿no sabías o qué? —Parte Zarrekoa eta euzkeraz jakin gabe?[17] —Pero entiendo —Juan Mari cambió la conversación—. ¿A Donosti de juerga? —Fácil me iba a dejar la etxekoandre[18]. Tenemos reunión. —No será para poner una bandera, hace mucho que no aparece ninguna. —Sindicatos y así. Si fuéramos un país independiente, o estado federal al menos, mejor viviríamos. Sin tantas reuniones y problemas, al final papeles. —No me diga que prefiere un País Vasco independiente —dijo Pepe. —¿Por qué no, mequetrefe? Mejor será lleno de cacereños quitándonos el trabajo aquí y Madrid llevándose el dinero —dijo Aitor. —Hombre, yo creo que a Lizarraga, puesto a hacer martillos, por ejemplo, mejor le pinta un país con treinta millones de habitantes que no otro con dos. —¡Qué sabes tú de eso! —Saber, lo que se dice saber, nada. Pero, por ejemplo, si en Madrid tuviera el amo competencia extranjera, para vender… —Si no sabes calla. Al de Rentería no había vuelto. Tras recorrer todos los bailes domingueros populares por fin la localizó, solía ir al de Hernani. Era el más yeyé, hippy, último grito, pero dentro de las buenas costumbres provinciales. Se puso las galas nuevas, pantalón de fondos anchos, camisa a cuadritos y jersey de punto. ¿Dónde va la prima? Delante del espejo ensayó las posturas despreocupadas del galán de anuncio televisivo, corrigió el pelo despeinándose hacia adelante, según la moda, se mordió las uñas para dejarlas por un igual y se sintió seguro de sí mismo, llevaba dinero en el bolsillo. Este era el domingo señalado. —¡Nice! —llamó Pepe—. ¿Qué te parece? —Caray, chico, pareces un figurín. —¿Me sienta bien? —Fenómeno. Si no te hace caso hoy la chavala que elijas es que es tonta de remate. Dirán que el hábito no hace al monje, pero así fardao, a pesar de que no tengo mucha soltura, me siento más, más… Le compraré tabaco a la abuelilla, también tiene derecho a la vida, rubio, con filtro, por si tengo que ofrecerle. No fumará. No me gusta que fumen las mujeres, bueno, la mujer que me guste, las otras sí. Hernani está abarrotado de público, como corresponde a un cielo sin nubes. Desde el puente, al oír la música, Pepe se prepara, hincha el pecho y otea el valle. Es el mismo por el que pasa todos los días en tren, pero al aire libre, con la hierba brillando, parece aún más bello. Demasiada gente para encontrar una persona determinada. Sin haber quedado con ella. Sin saber seguro que está allí. Pasea hasta el arco en el que acaba la fiesta, un pórtico con escudo, probablemente hace años la entrada del pueblo. Los coches evitan pasar por ahí, prefieren la carretera de circunvalación, peor pero menos concurrida. Corre y recorre los grupos de chicas y de pronto su vista tropieza con la de ella. Gira en redondo y empieza a mover las manos, tiene que ocuparse en algo. Estas cajetillas de rubio no hay quien las entienda, ¿por dónde se rompe el plástico? Me estaba mirando, ¿qué quiere decir eso? No te pongas nervioso, Pepe, hoy es tu día. Repite una y otra vez la frase para darse confianza, pero ni por ésas, enciende al revés el cigarrillo. La localiza de nuevo y ya no separa la vista de ella. Está radiante, su piel sonrosada y morena, sin maquillaje, sugiere la idea de una manzana. Se debe sentir perseguida porque se mueve nerviosa entre sus compañeras, parece disimular algo. Voy a por ella. A medio camino las muchachas se vuelven hacia él, una ríe y pone la mano delante de la boca para ocultarlo. La he visto, ¿se está riendo de mí? No es posible. ¿Y si lo es? En esta situación no puedo sacarla, haría el ridículo. Daré una vuelta. Da una vuelta más. Esto lleva camino de convertirse en el domingo de Rentería y eso no puede ser. La saco a bailar aunque toquen un twist, aunque me pongan una pistola al pecho. Estaba muy cerca de ella, no podía volverse atrás, se sentía reflejado en sus pupilas, preparó la frase mil veces elaborada y no le salió. Alargó la mano y ella, sin cogérsela, le siguió a la pista. El contacto físico de la mujer le produjo una oleada de ternura que, avanzando por todos sus miembros, le inundó el corazón. Bailaron las frases ingeniosas que Pepe había madurado para hacerse el simpático, tampoco le salían. No hacía falta, así estaba perfecto, nunca se había sentido tan confortablemente instalado y a ella parecía ocurrirle lo mismo. Bailaron ausentes del tiempo, del espacio, de la gente. El descanso lo estropeó todo. —¿Quieres tomar un refresco? —No, dejémoslo por hoy, por favor —era la primera vez que ella le dirigía la palabra. —Me llamo Pepe, ¿y tú? —Izaskun. Se alejó. Llevaba unos zapatos de medio tacón y con ellos era tan alta como Pepe. Era ancha y fuerte, pero garbosa. Parecía imposible, había sido feliz y toda esa felicidad pertenecía ya al pasado, a hacía un minuto. El descanso del baile es aún más odioso que el del cine. Sin descanso aún la tendría entre mis brazos. ¿Qué habría querido decir con ese no y por hoy? Eran palabras antagónicas. Lo mismo podría ser una negación rotunda, suavizada con el por hoy, que una promesa futura velada por el no inicial. Deshojando la margarita tomó unos vasos de vino, le hacían falta. Izaskun. ¿Eso es un nombre? ¿Un nombre de mujer? A lo mejor quiere decir algo en vasco. No me suena la Virgen de Izaskun, pero ya adoro ese nombre. Metió el dedo en el vaso de tinto y escribió el nombre sobre el mostrador. Mira que si es una palabra corriente en vez de un nombre propio, menuda metedura de pata. No me importa. Mojó otra vez el dedo y rodeó las letras con un corazón, después las atravesó con una flecha. Aún era media tarde y el baile estaba en todo su apogeo, sin embargo para Pepe ya pertenecía al mundo de los recuerdos. La localizó una vez más. ¿Faltaría a su ruego si iba a sacarla? Se miraron a través de multitud de cabezas. Desde luego ella no bailaba, comprobó cómo daba calabazas a varios. No pudo aguantar hasta el final, estaba demasiado nervioso y no quería seguir bebiendo. Lo mejor era el ejercicio. Cogió la carretera de San Sebastián y empezó a correr, sudaba, se remangó el jersey, pero volvió a bajarlo para no dar de sí a las mangas. En la parada de autobús que encontró, se quedó a esperarlo. Echaba el bofe contento, con el sudor se le iban los malos humores. —Vamos a estirar las piernas —le invitó Hermelando cuando acabaron de cenar. —Sí, no sea que si nos acostamos ahora tengamos una digestión pesada de raspas de sardina —dijo Pepe. —No querrás merluza fresca, ¿verdad? —saltó Niceta. —No, mujer, me gustan más las sardinas, a ser posible congeladas. Salieron a la calle. En el América todavía hay alterne. Pepe tiró hacia allí por la fuerza de la costumbre. —Vamos a ca el «Periodista». No le digas esas cosas a mi Nice que le sientan fatal. —Es broma. —Ya sabes cómo se toma ella el asunto de la comida, tal como está la plaza hace milagros. —No me hagas el artículo que ya lo sé. Entraron por la trastienda a El Recreo Instructivo. Lisardo, el «Periodista», como siempre, estaba leyendo, se tiraba así horas enteras después de echar el cierre. A veces se organizaban tertulias muy animadas. —Buenas, ¿qué hay? —¿Qué estás leyendo? —La Geografía del Hambre. Es de un brasileño, tiene cosas muy buenas, espeluznantes. —Estaremos en primera fila, como si lo viera —dijo Hermelando. —¿Has leído algo de los separatistas? —preguntó Pepe. —Cuando se empieza a hablar de los Estados Unidos de Europa esas cosas no interesan, el cantonismo es una cosa trasnochada. —Eso digo yo. ¿Por qué lees tanto? —Hay que ir a la fuente si quieres beber agua fresca. —Bueno, ya sabes para qué le he traído, explícaselo en dos frases y vamos allá —cortó Hermelando. —Una encerrona, ¿eh? —No te lo iba a decir delante del soldador y el bollero para que te pisaran el chollo. Lisardo cerró el libro y empezó a explicar el asunto. Hablaba con calma y en voz más bien baja, probablemente era el único que no chillaba de todo Urraenea y lo que son las cosas, le escuchaban. —Se trata de la «Pelos», Francisca Carmona, la del «Trompa», los que tienen el bajo frente al bar Riojano. Los desahucian, si el día quince no se han ido les plantan los trastos en la calle. No tienen permiso de habitabilidad, ya sabes. —Un momento —interrumpió Pepe—, que yo sepa ningún bajo lo tiene. ¿Qué dice el «Trompa»? ¿Y la gente? Porque desahuciarán a más, ¿no? —Son los únicos. No sé qué habrá pasado porque el «Trompa» es un caso perdido, no habrá pagado la contribución, digo yo. Le colocamos un par de veces, pero en cuanto cobra el primer sábado, se acabó, agarra una castaña de muerte y no vuelve al curre. Está hecho cisco en el Psiquiátrico, no creo que tenga remedio. Mientras tanto la «Pelos», sin saber qué hacer con los críos, se está volviendo medio loca. —Menos mal que sólo le viven nueve de los veinte que parió —dijo Hermelando. —¿Y qué pinto yo en todo esto? —Como la pobre se tiene que largar por fuerza, si le das un traspaso, algún dinerillo, con eso que se encuentra. A ti te hace falta un sitio para vivir, para traer a la familia si quieres, tú sabrás. —Si lo tiene que dejar por bigotes y encima no vale para vivienda, ya me contaréis el porqué de la pasta. —No seas agonía. Si le das algo estarás el primero de la cola, después dirás que vas a abrir una tienda y ya está. Tiene un alquiler bajísimo. —Si te interesa vamos a verla, nos está esperando. A ver si hay suerte y os ponéis de acuerdo —dijo Hermelando. —¿Pero es que tenéis que meter las narices en todo? —Alguien tiene que organizar el barrio. ¿Te interesa el negocio? —Déjame pensar. —Rápido, que a lo mejor te entra dolor de cabeza. Tengo la oportunidad de conseguir un piso. Bueno, no es un piso exactamente, pero se puede transformar en algo parecido a un hogar. No puedo traer a Izaskun a un bajo, no, ¿y a un palacio? ¿Si tuviera un palacio querría ella acompañarme para toda la vida? Puedo traspasarlo y con eso pagar la entrada en un piso de verdad. Las cuentas de la lechera, no tengo ni cinco céntimos. No importa, ya me las arreglaré, esto es negocio. Por ella soy capaz de todo, las clases, los negocios, trabajaré como un burro si hace falta. Si saco alguna tajada hago venir a mis padres y entre todos será más fácil conseguir el piso de verdad. Pero si vienen ya no puedo meter a Izaskun, no cabe. ¡Qué más da! Principio requieren las cosas. Veamos a la «Pelos» y que sea lo que Dios quiera. —Vamos a verla —dijo Pepe. Entraron en una bajera de cinco por siete metros. La única obra que se había añadido a la del constructor era un tabique para aislar las letrinas, las paredes eran de cemento visto y el suelo también, sin enlosar. Los petates, no había camas, estaban separados por cortinas. La cocina de butano era lo mejor de la casa, que por lo demás estaba muy limpia. La cocina quizá estuviera tan nueva de no usarla. La «Pelos», en cuanto les vio entrar, arrinconó a la chiquillería detrás de una cortina. —Hola, «Pelos». —Hola. ¿Habéis encontrado algo? —Este. Está interesado en principio. —¿Tú eres Pepe, el del lío con la «Coreana»? —Oye, tú, yo no tuve ningún lío. Estaba de patrona y lo mismo podía ser ella que otra. —Es un follón tener pupilos. Tenía uno y lo he largao a pesar de lo bien que me venía, pero empezaba a manosear a la mayorcita y no quiero que la saquen palante, es aún muy joven. —Yo no hice nada. —Vamos al traspaso —orientó Lisardo la conversación. —No querrás mucho, ¿verdad? —insinuó Pepe. —Lo más que me des. —Sí, claro, pero yo no gano mucho. —¿Cuánto me das? —¿Dos mil? —¡Estás loco! En cuanto abra el pico por ahí me meten el doble en el bolsillo. —De boquilla sí, después veríamos el pago. —Ya veremos el tuyo. Es poco de todas formas. —¿Cuatro? —Es poco. —Pues di tú, leñe, no voy a estar adivinando. —Quince. —Y un jamón con chorreras. ¿Te das cuenta en dónde vives? En una pocilga, esto no vale nada. —Pepe, no desbarres, estás insultando. Si no te interesa corta y a otra cosa —intervino el «Periodista». —Seis. —Es poco —resistió terca la «Pelos». —Siete, ni una cala más. —Es poco. No volvieron a abrir la boca. Se miraban fijamente, como gallos de pelea, intentando vencerse de ese modo. Tuvo que hablar el «Periodista» para salvar el punto muerto. —Partamos la diferencia. Nadie le contestó, tuvo que seguir hablando para convencerles, parecían estatuas. —Siete y quince, veintidós, la mitad once. ¿Hace? Yo creo que está bien para las dos partes. —¿Hace? —rompió Pepe su mutismo. —Hace —contestó ella—, sois tres contra una. —Eso no es verdad, «Pelos», intentamos ayudarte. Once está bien —dijo Hermelando. Se dieron la mano para firmar el trato. Lisardo sacó una bolsa de caramelos y la repartió entre los críos que ya asomaban las narices por la cortina. —Siento no ofreceros una copita, ya sabéis cómo ando, con esa desgracia de marido en el hospital… No te olvides de pasarme lo de Cáritas que me prometiste, «Periodista». —¿Qué? —exclamó Pepe—. No me dirás que también eres de eso. —Les oriento. También soy A. A., Alcohólico Anónimo, por si necesitas mis servicios. —«Pelos», te dejamos, es tarde. Si nos necesitas ya sabes dónde nos tienes —dijo Hermelando. Salieron. La calle era más confortable que el bajo, no había tanta humedad. Los bares seguían animados. —Te crees capaz de arreglar el mundo, ¿eh, Lisardo? —dijo Pepe. —Soy soltero y me aburro. —Podías meter mano a las chavalas del América, es entretenido. —¿Todos los días? —A mí qué me cuentas. Pepe iba cabizbajo. Total, ¿qué iba a hacer con esa’ porquería de vivienda? Encima tenía la sensación de estafar a un inocente. —Estos sí que son requetecacereños. —A todo hay quien gana, ¿ves? —¿Le servirán de algo las once? —De poco. El problema es el «Trompa», no tiene solución. —Problema de dónde saco yo esas once. Ya en la cama Pepe hilvanó su espiral de pensamientos. Buscar piso, labrarse una situación, conquistar a Izaskun. Suponiendo que no me larguen de la Forja, claro. Quien mucho abarca, poco aprieta. En Lizarraga funcionaba un Departamento de Organización y Control todopoderoso, de tentáculos infinitos, que tocaba desde el modelo de una nota de régimen interior al estudio de movimientos de masas en expediciones por ferrocarril. Lo normalizaba todo científicamente. A los de este Departamento les pagaban para que se les ocurrieran cosas. A uno se le ocurrió la idea de actualizar costos de amortización y se encontró con que la vida de estampas, en la nueva Forja, no estaba calculada. La pelota empezó a rodar cuesta abajo. J.D.O.C., jefe del Departamento de Organización y Control, llamó a I.J.F., ingeniero jefe de Fabricación. Se enfrentaron los dos rivales. —Supongo que tendrá datos concretos sobre la vida media de estampas con las nuevas prensas. ¿Puede facilitárnosla para nuestros cálculos de amortización y rendimiento? —Están en estudio, casi a punto, pero llevamos poco tiempo fabricando en la factoría n.º 2 y necesito manejar cifras estadísticas. Quizá dentro de quince días le pasé el informe. —De acuerdo, es urgente. Le interesa a don José María. Me quieren achuchar el perro estos teóricos de oficina, pues están listos, si hace falta se tragan un globo más grande que el terráqueo. Aunque verdaderamente deberíamos controlar esto. Encima ponen por delante el santo nombre de don José María, eso es lo que más me indigna. Llamó a A.I.J.F. La A es de Ayudante. —¿Sabemos la vida media de estampa en el actual régimen de trabajo? —Creo que sí, más o menos viene a ser… —Con exactitud, esto no es una tómbola para ver si acertamos con el número. —Así no lo tenemos, como no dijo nada… —¿Es que todo tengo que decirlo yo o qué? Tiene siete días para obtener cifras concretas, usted verá lo que hace, pero no voy a quedar mal delante de don José María por esta simpleza. —Sí, señor. Como en el ejército. Así le pareció la orden a A.I.J.F., Ramón Rodríguez, perito recién acabado. Llamó a E.F., Encargado de Forja. Lo malo es que a este Aitor no le puedo forzar jerárquicamente porque necesito de su experiencia, me interesa más su amistad que su subordinación, por lo menos de momento. —Tenemos un problema, Aitor. —Dime, pues, veremos si es problema o así. —Nos piden el número de piezas que hacemos con cada estampa. Un informe completo en cuatro días. —Poco tiempo te es, pero no preocupes, los nuevos por cuenta que les tiene de quedar fijos ya contarán, ya. —Ten en cuenta que don José María está interesado en el asunto. No sé si tendremos tiempo. Aitor Arana, como zorro viejo, no se preocupó demasiado, ¡había facilitado tantos datos de fabricación en su vida! Pero puso entre la espada y la pared a los novatos. De su opinión personal dependía en gran parte que quedaran como fijos y con ello les extorsionó. —Nos quedan tres días. Vamos a contar las series que nos dé tiempo, el número de piezas que sale con una matriz hasta que se rompe, hay que rectificarla o tirarla. Si habríais preocupado antes de contar, ahora todo fácil sería. Pepe se regocijaba interiormente, había empezado a contar el número de piezas que duraba un juego de estampas por curiosidad, había notado diferencias según tamaño y relieve de las mismas. Continuaba con esa afición por medir el tiempo que le quedaba hasta la salida con una unidad más entretenida, diferente a los minutos. Incluso con algunas piezas podía clavar el número nada más verlas. Con otras, sobre todo si eran nuevas, como le ocurría con la que estaba trabajando ahora, bielas para el Seat-1500, no tenía ni idea. —¿Sabes número de piezas que haces con cada matriz? —preguntaba Aitor, uno a uno. El encargado tenía una idea aproximada, pero quería confirmarla antes de abrir él la boca. Mojaba el lápiz con la lengua y apuntaba en la libreta de notas. Así le llegó el turno a Pepe. —¿Tú sabes, listillo? —No se oye nada. Oía, pero aunque eso era jugar con fuego, se dio el gusto de pararle los pies. —Si no te acostumbras ruido, mal forjador serás. ¡Las piezas! —Las llaves del otro día perdieron forma a las tres mil y los aros a los cinco mil. Del casco aquel con forma rara dos mil quinientos y el cigüeñal grande pocos, quinientos. —Zirin[19]. ¿Estas bielas? —Es la primera vez que las hago, a lo mejor salen dos mil. —A ojo, ¿no? Hay que saber exacto —se volvió hacia Iñaqui—. Zenbat biela egin al’ditekez bere ortzak amostu baño len?[20] —Bi milla ateratzen dira.[21] —Ondo, ondo[22] —dirigiéndose a Pepe—. ¿Ves? Así hay que fijarse y tenlo presente, dos mil bielas, pero no digas nunca a bulto. Los datos válidos fueron los facilitados por Pepe, a través de Aitor hicieron el recorrido ascensional. De E.F. a A.I.J.F. en una hojita arrancada del bloc con manchas de grasa. De A.I.J.F. a I.J.F. en una cuartilla bajo la forma de cuadro sinóptico. De I.J.F. a J.D.O.C. en varias cuartillas cosidas con unas tapas de plástico. De J.D.O.C. pasaron a unas fichas llenas de siglas misteriosas, y esas fichas se utilizaron para sacar unas hojas a imprenta y otras fichas perforadas para hacer los cálculos en el cerebro electrónico. Se habían convertido en cifras oficiales e inamovibles. Pepe se había apuntado un tanto, pero también se había significado delante de Aitor. De ese nivel, por supuesto, no había trascendido. A la larga podría ser un inconveniente, pero de momento consiguió el objetivo que se había propuesto al abandonar Torrecasar: La notificación de que quedaba fijo, un trabajo con cartilla del seguro y toda la pesca. El revés de la cartilla, donde pone beneficiarios, estaba en blanco. Desde luego él no mantenía a sus padres y tampoco estaba casado, era un índice más de su extraña soledad. No importa, el programa se está cumpliendo y continúo en forma. Así disfruto de cierta holgura de movimientos, aunque no llega a la categoría de libertad, puesto que para eso se necesita dinero. De todas formas sería fantástico llegar a casa y encontrar a Izaskun esperándome. En la cama. Para la cama nada más no la quiero, para eso prefiero a la Soraya y eso que está más buena la Izaskun. Nunca me había pasado nada igual. Me atrae más el estar con ella que el echarle un rabo, bueno, las dos cosas mejor. La sirena. Parece el disparo de salida de los cien metros libres, final olímpica. Pepe sigue asistiendo a las clases, ahora no pasan de cinco los alumnos, Páramo, Juan Mari y él son los puntos fijos. Ya van por los quebrados y se le resisten, pero no importa, la cosa marcha y merece la pena. Al final de la clase corre de nuevo. En la carretera para y simula un paseo tranquilo hacia la estación mientras contempla como por casualidad, porque coinciden, a Izaskun. La muchacha se da cuenta y su paso erguido nerviosea. Esta vez la localizó rápido. Al son de la música un radar mágico le guió de modo infalible hacia ella. Ella, embrujada en la misma música, intuyó la venida y aguardó quieta el momento. —Hola, Izaskun. —Sí, quiero —aceptó instintivamente la invitación a bailar que aún no se había formulado. No se dieron cuenta de la omisión. La barahúnda de vendedores, gamberros coreando la pieza, coches pidiendo paso y la orquesta soplando fuerte en el kiosco, impedía cualquier conversación en tono normal, sin embargo se decían mucho, tanto que de nuevo se sintieron felices uno en brazos del otro. No les hacía falta pronunciar ninguna palabra, la timidez de ambos se sentía a gusto mirándose a los ojos. Cuando uno sonreía, el otro encogía un poco los hombros. Bailaban agarrados a la distancia reglamentaria, etéreos, sin que los codazos y pisotones de la multitud que asaltaba la pista callejera les hiciera descender a la realidad. Pepe sentía un temor, la hora del descanso, el domingo último la había perdido en la nefasta pausa. Sonaron los compases habituales que preceden al descanso y se preparó a retenerla. —Fin —dijo ella. —De la música. Vamos a tomar algo fresco. —Me esperan mis amigas. —Pueden esperar, si vamos por aquí las despistamos. —No, en serio, me esperan. Pero no se va. ¿Me atrevo? Hay que decidirse. Pepe la coge de la mano y tira hacia el bar indicado. Izaskun obedeció. ¿Retuvo la mano? ¿Me lo habré imaginado yo? Pepe, por encima de las cabezas que los separan de la barra, chasquea los dedos para que le atiendan. Le cuesta trabajo conseguirlo; en el Triana no tenía más que atravesar la puerta. —Una naranjada y un chato, un chiquito, es lo mismo. —No eres de aquí, ¿verdad? —preguntó Izaskun. —No. ¿En qué se nota? —En el acento. —¿Y tú? ¿Si eres de aquí? —Sí, ¿no se nota, pues? —Sí, en el habla, ¿eres capaz de hablar ese trabalenguas de vasco? —Bai. Badakizu euskeraz?[23] —Es muy difícil. Antes aprendería un idioma rentable, que sirviera para algo, el alemán, por ejemplo, sí me interesa. —¿Por qué alemán? Aquí hablarías con más personas en vascuence, conmigo sin ir más lejos, yo no sé alemán. No le podía decir de entrada la autopromesa que se había hecho de no decir una palabra en vasco así le torturasen. Para los guipuzcoanos el idioma vernáculo es sagrado. —Ya estoy hablando contigo en castellano. El alemán me vendrá muy bien por si me largo a Alemania. —¿Te vas a ir? ¿Tembló la pregunta? ¿No será una ilusión mía? No parece curiosidad, ni ganas de mantener la conversación porque sí. Hoy tengo que averiguarlo, no puedo resistir la duda por más tiempo. Con que me quisiera un poco sería capaz de dar la vida por ella. —Antes sí lo pensaba —la miró significativamente—. Ahora creo que no. —Tiene que ser duro marchar solo al extranjero. —Así estoy yo. —Estás en Guipúzcoa, es diferente. ¿De dónde eres? —De un sitio al que le tenéis mucha rabia. —¿Andaluz? —Cacereño. De Torrecasar. —No lo había oído en mi vida. —Tampoco había oído yo los lugares en donde vivo. Hernani, Eibain, Rentería, Urraenea. Para mí esto es como el extranjero, otras costumbres, otro idioma. —No exageres. Será distinto, pero al fin y al cabo se vive mejor aquí, ¿no? —Sin duda. ¿Te dejarían salir con un cacereño? —¿Y por qué no, si yo quisiera? —Me gustaría salir contigo. —Ya estamos saliendo, ¿no? La orquesta, tras repostar con generosidad, atacó los bailables de moda cortando la conversación. Bailaron sin decir nada, esta vez muy juntos sin que lo provocase ninguno de los dos. Se dejaban llevar por la música, al moverse sus muslos tropezaron, Izaskun se abandonó tierna y cálida, Pepe, que sentía los senos de la mujer apoyados en el pecho, pegó su mejilla a la de ella. Si fuera por él podría estar así hasta el día del juicio final. No existía nada fuera de su rítmico abrazo. Cuando quiso darse cuenta, ya estaba Pepe a mitad de su declaración de amor. —… sin ti nada vale nada. Para mí. Me gustaría explicártelo, pero si no lo sientes tú es imposible. Cuando estamos juntos arranca un motor de optimismo dentro de mí y todo es bello, ríe, salta, es amable, no sé, la monda. Soy capaz de comerme el mundo y me lo voy a comer si me quieres, si te gusto tan sólo una pizca. Izaskun, te ofrezco mi vida, todos los esfuerzos que voy a hacer para construir un mundo feliz y más sano para nosotros dos. Tendremos problemas, soy casi un pobre, pero si me aceptas aquí tienes dos brazos que ni cortados dejarán de protegerte ¡y cómo! Izaskun, te quiero. Esto no se lo había dicho nunca a ninguna mujer, te lo prometo… ¿Me quieres? La pregunta concreta rompió el éxtasis en el que estaban bailando, Izaskun calló azarada, no se lo esperaba de pronto. La gente volvió a ser la gente, incluso se daban cuenta de los tropezones con otras parejas. —Tengo que irme —dijo ella. —Contéstame. —Ahora no, por favor. La muchacha se soltó y abandonó la pista. Cada vez con paso más vivo. Pepe la seguía insistiendo en una contestación. Ella terminó corriendo. —¡Espero la respuesta el domingo que viene! ¡Aquí mismo! —gritó Pepe. La dejó marchar, era mejor que lo meditase serena. Su noviazgo tendría muchas dificultades y, para él al menos, era una cosa tan seria que no admitía una contestación a la ligera. El desahucio de doña Francisca Carmona fue un triste espectáculo. Los municipales, nerviosos, no veían la hora de acabar a pesar de los pocos bártulos que debían poner en la calle. Aunque ellos no eran los culpables, estaban avergonzados y disimulaban ocupándose de detalles sin importancia. Todos los huecos, balcones y ventanas que daban a la calle, estaban llenos de mujeres vociferantes. Se hablaban unas a otras, pero en realidad se dirigían a los guardias, por eso gritaban como energúmenas. —Si yo hiciera una cosa así, me sentiría cagá pa toa la vía. —Sólo lo hace un mal bicho sin entrañas. —O cobrando comisión, ¡qué oficio Virgen de los Remedios! —Encima a una preñá. —«Pelos», di que estás esperando a ver si te dejan. Porque estás preñá, ¿verdad, di? —¿No va a estar? Si hace casi medio año que parió la última vez. —Si el marido no estuviera en el hospital, veríamos valientes. La algarabía de ventana a ventana contrastaba con la postura resignada de la «Pelos». Contemplaba la acumulación de chiquillos y cachivaches, a su alrededor, en medio del asfalto, como si no fuera con ella la cosa; se abandonaba al destino puesto que ya había perdido la confianza en lo que en un tiempo creyó su salvación, las curas que le hacían al marido, el «Trompa», en el Psiquiátrico. Era la tercera y no habían conseguido que dejara de empinar el codo ni un vaso menos, los que nacen marcados no tienen remedio. Las bajeras de Urraenea en pleno, también contrastaban con la animación agresiva de los pisos, estaban cerradas a cal y canto. Ni la clásica maceta con geranios, ni los niños jugando delante de la puerta abierta, ni la viejecita tomando el sol, nada, nadie. Tenían que guardar las apariencias de su no existencia oficial, por eso aguantaban la respiración en el fondo del teórico comercio y si hacía falta le apretaban la boca al crío con ganas de llorar. El «Periodista» se encargó de colocar a la «Pelos» y familia en un piso provisional, cuyo alquiler pagaría Cáritas hasta que el «Trompa» cogiera el alta y tuviera un tiempo prudencial para buscar empleo. Era prolongar la situación en balde porque el «Trompa» es un caso perdido. El hombre no está hecho para trabajar, la prueba es que se cansa, solía decir el muy vago. Después, el mismo Lisardo esperó a Pepe para concretar lo del traspaso. —¿Ya? —Sí, chico, menudo trago —dijo el «Periodista». —Entonces el bajo es mío. ¿Puedo hacer con él lo que me dé la real gana? —preguntó Pepe. —Primero paga y luego veremos. ¿Tienes la pasta? —No, pero tengo un plan. —No me vengas hoy con trucos que estoy de un café pésimo. —¿Conoces al «Vivo»? —Sí, el que era enterrador en su pueblo. —El mismo. Con su hijo, el «Vivín», llevan la tira trabajando en Sanse y me consta que han ahorrao, están como locos por traer a sus dos familias y no pueden porque no tienen piso. Entre abuelos, hijos y nietos son casi veinte ¡figúrate! Les he ofrecido el bajo y me dan el doble. —¡Cerdo! ¡Comerciante! ¿Para eso te lo hemos ofrecido a ti? Les estás robando a la «Pelos» y al «Vivo». —Echa el freno, magdaleno. El «Vivo» está como chico con zapatos nuevos, la «Pelos» quedará tan contenta con mi dinero puesto que está de acuerdo y yo hago un pequeño negocio en vez de quedarme empeñado. ¿Por qué conformarse con una alegría pudiendo ser tres? —Porque actúas de jodio intermediario —escupió Lisardo— por eso es, coño. A Pepe se le ofuscó la mente con los recuerdos de Torrecasar y la campana de Pasajes. Se disparó. —¡Maldita sea la leche que mamé! Toda mi vida he sido un tirao, explotado por unos y otros, no he sido nada, no he tenido nada y para una vez que se pone a huevo un chanchullo resulta que soy un sinvergüenza. ¿Sabes lo que te digo? Que lo voy a hacer y veremos quién es el guapo que tiene pelotas para impedirlo. —Por lo mismo que dices, si no queremos que nos exploten, tampoco lo debemos hacer nosotros. —Hablas como un libro. Cerrao y sin hojas. ¿A que no le dices nada al Herme, patriarca de los cabezas esos, por tener tres realquilados que pagamos cada uno la renta total del piso? Si hace bien, cada uno vive como puede. —Eso es distinto, tú podías alquilar camas. —Déjame de monsergas. Tengo por primera vez en mi vida un trabajo fijo y he encontrado la mujer soñada. La voy a conseguir por todos los medios y no voy a enterrarla en un bajo, es una chica de aquí, acostumbrada a otras comodidades, lucharé por ella y un piso. ¿Me ayudas o te opones? Lisardo, el «Periodista», se calmó, no merecía la pena. Además Pepe no tenía la culpa. Como siempre, procuró sacar el máximo partido a las circunstancias, era lo único constructivo. —Te ayudo, pero con una condición. —Suéltala. —Que le des mil más a la «Pelos». —¿Desde cuándo cobras los favores? —Desde que hacen negocios con ellos. Si llego a figurarme esto no te aviso, palabra. —De acuerdo, menudo negocio hago, macho. Lisardo sacó unos papeles y preparó la solicitud para abrir una tienda a nombre del señor Bajo Fernández, así se justificaba el propietario ante la autoridad, de haber por medio alguna denuncia, y el inquilino del bajo cargaba con responsabilidades. Era el inquilino el que infringía la ley de arrendamientos. —Oye, ¿qué tienda te gustaría poner? —Una librería —dijo Pepe. —No querrás hacerme la competencia, ¿eh? —Entonces pon cualquier cosa. —Algo que no haya en el barrio, así tiene más visos de realidad la bola. Es un decir. —Una joyería. —Muy gracioso. Pondremos ultramarinos y coloniales, eso va bien para un fulano como tú. —¿Qué quieres decir con eso? —preguntó escamado Pepe. —Nada, hombre, que como has demostrado un gran espíritu comercial estarías en lo tuyo pesando lentejas. —Menos coña, «Periodista», que te tragas un libro de éstos. ¿Los vendes a peso? Terminaron la solicitud. Firmó Pepe con cierto trabajo y ya tan amigos como de costumbre salieron a dar una vuelta. La calle había recuperado la normalidad, no quedaban rastros del temor al desahucio. Día del santo patrón de Eibain y por lo tanto fiesta. Como era el primer aniversario de la factoría n.º 2, el gran cacique, don José María Lizarraga, decidió celebrarlo con una merienda popular. Una especie de romería con carácter social en el sentido de que alternarían, o por lo menos coexistirían, jefes y obreros. La intención era crear buen ambiente para el próximo convenio colectivo. En el patio central de camiones instalaron las mesas con bebidas y una abundante cena fría para tomar a pie firme. Si la gente se sienta ya no hay quien la mueva. De la otra forma la animación es mayor pues deambulan de una esquina a otra buscando la tajada favorita, algunos hasta corren cuando descubren algo interesante. Anima el cotarro una pareja de chistu y tamboril. A pesar de los pesares había una decantación, por grupos, significativa: jefes, mujeres, obreros vascos y cacereños. Sólo algunos elementos jóvenes coexisten mezclados. Se habían preparado juegos populares y allí salieron los más decididos con los ojos vendados y una estaca en la mano dispuestos a romper el botijo de la suerte. Sobre sus cabezas, colgados de una cuerda, se colocó una ristra de botijos, todos con agua, pero uno en su interior llevaba mil pesetas en monedas. Golpean el vacío con la estaca, o se duchan al romper el botijo. Sólo uno se duchó con duros, entre aplausos y risas. Poco a poco, según la sangría va haciendo efecto, las personas se hacen más espontáneas, participan en mayor número en los concursos y se sueltan la lengua. Lizarraga, antes de retirarse, aunque sea su fiesta siempre se retira el primero por la sencilla razón de que nadie se atreve a retirarse antes, le tiró de la lengua a Aitor Arana. En un tiempo habían sido muy amigos, ahora sólo hablaban de ciento en viento, en ocasiones como la presente. —Joshe Mari, eres un zorro astuto, pero no vas a tapar boca con comida, venir ya te veo o así —contestó Aitor. —¿Tú estás vascongado, pues? Fiesta de santo patrón, siempre fiesta y nada más —salió por las ramas Lizarraga. —¿Tú, fiesta? Si estás más viejo que la isla. —Pero en años mozos ya hemos sido malos, ¿eh? —Y lo que serás aún. —¿Tú, no? —No, soy propietario, ya sabes. —Deus eztuena, balu emaile aundi[24] —don José María soltó el refrán y se marchó murmurando por lo bajo. Los mozos competían a recoger mazorcas según las reglas de la locoktxa, juego que consiste en colocar en el suelo, cada cierta distancia, una mazorca de maíz y correr, recoger una, dejarla en un cesto, volver a correr, recoger la siguiente y así a ver quién acaba antes con su fila. Es cuestión de cintura y sprint corto. Unos andaluces se admiraban de la fiesta, pero no del vino. —¿Te imaginas a un señorito de los nuestros en semejante alterne? En la recogida de la oliva, tendría gracia. —Hombre, estos tíos son como los americanos, racistas, pero demócratas. A mí me gustan, lo que me da coraje es el vinillo. Aparecieron los cocineros con unas cazuelas hasta arriba de pollos asados. Pasaban las aves de mano en mano y se descuartizaban con habilidad medieval. Las chicas hacían remilgos y así los muchachos se excitaban al servirlas. Los ingenieros descorcharon el champán que se habían reservado, escondiéndolo a tiempo bajo la mesa, ya que no había para todos. Conforme avanzaba el jolgorio, desaparecían inhibiciones. Llegó la prueba de fuerza. Sacaron una soga tremebunda y se planteó el dilema de formar equipos para la sokatira. —¡Forja contra Fundición! —¡Solteros y casados! —¡Fábrica contra Oficina! —¡Que tiren los jefes! Ninguna proposición tenía suficiente gancho como para incitar a los interesados. Sin embargo sí que existía una con suficiente garra. —¡Vascos contra resto provincias! Un clamor de circo acogió la propuesta. Los inmigrantes ya no se podían evadir, por bigotes tenían que formar el equipo cacereño, negarse sería un signo de debilidad. Se interrogaron con la mirada. No estaban muy bien enterados de las reglas del juego, pero los más fuertes se dispusieron a lo que fuera. Pepe aceptó el reto con júbilo, por lo menos le serviría de desahogo, la oposición que sentía a su alrededor se personalizaría en alguien concreto con el que pelear. No es que fuera de los más fuertes, pero tenía fama de nervio. Los eibaitarras seleccionaron el equipo, así como el orden de los miembros a lo largo de la cuerda, con una seriedad de profesionales. Se tomarían una pequeña revancha por la invasión a que se veían sometidos, demostrando quién es quién. Un equipo de sokatira consta de ocho hombres, uno es el hombre poste que se sitúa el último, debe ser el de más peso. Este gordo, pero fuerte, sujeta la cuerda pasándosela por todo el cuerpo y entrepiernas, su resistencia marca la del equipo. Los otros siete sólo tirarán con las manos, se colocan la mitad en kilos a cada lado de la soga para que quede tensa y recta. Cada equipo se sitúa a un extremo de la soga y en el punto medio de ésta se ata un pañuelo, después, en el suelo, se trazan dos señales equidistantes. Cada equipo empuja para su lado, el que consiga que el pañuelo llegue a su señal gana. Los cacereños imitaban como buenamente podían a sus oponentes. Pepe, por ser el más menudo, quedó el primero frente al enemigo. Tremendo error táctico. ¡Preparados! Manos enormes, como zarpas, empuñaron la soga. ¡Ya! Los brazos musculosos, peludos, se pusieron en tensión. El primer envite fue tan brutal que el equipo resto provincias se tambaleó y algunos de sus componentes cayeron de rodillas hacia adelante. Se rehízo poco a poco y recuperó terreno volviendo a la posición inicial. Durante unos segundos la tensión dinámica se igualó en ambas partes, la soga quedó inmóvil. Los gritos de ánimo, encontrados, llegaban al cielo. —¡Fuerza! —¡Os movéis menos que el salario base! Tiraron fuerte los vascos. Pepe veía con terror cómo la soga se le escurría, no quería soltar y la fricción le arrancaba la piel, los pies que tenía clavados en el suelo también se le iban a pesar de destrozar los zapatos intentando agarrarse al menor relieve. Veía las caras de sus oponentes como si fueran monstruos, Iñaqui era el tercero de enfrente, de vez en cuando, coincidiendo con algún tirón, se miraban rabiosos. No quería, no podía perder, pero el pañuelo se le iba, intentó un tirón desesperado. Resbaló. Cayó al suelo sin soltar la cuerda y fue arrastrado más allá de las dos señales. Clavó las uñas en la tierra hasta hacerse sangre, sin querer mirar a su alrededor. Habían ganado los vascos. Sonó el chistu con aire victorioso, vivas, algarabía, baile por lo suelto. Los jefes felicitaban a ambas partes, para evitar secesiones, comentando que más mérito habían tenido los de fuera por resistir tanto tiempo sin tener idea de la técnica del juego. Los ganadores saboreaban las mieles del triunfo. Los compañeros les golpeaban la espalda, les levantaban los brazos como a los boxeadores y les pusieron unas txapelas grandes como paraguas, de campeones. Izaskun corrió hacia Iñaqui, se abrazaron y se besaron en la mejilla. Pepe, maltrecho, sentado en una banqueta porque no se tenía en pie, creyó morir al verla. —¡Puta! —¿Quién? —preguntó Páramo a su lado—. ¿La chavala esa? —Sí. Me gusta a mí. —Pues la tienes soltera y sin compromiso. —Si lo llega a tener…, mira cómo se agarra. —Es su hermano, son del Caserío Jáuregui, de ahí al lado. —¿De veras? —De veras. No te voy a engañar por semejante chorrada. —Me acabas de devolver la vida, chico. —No sé qué intenciones llevarás con ella, pero te advierto que estas mezclas no suelen cuajar. Ni por lo formal, ni por lo cachondo. Tras la sokatira la fiesta se desató en un éxito rotundo. Las mozas impusieron su ley y el chistulari tuvo que improvisar ritmos más trepidantes. Hacía calor y la sangría entraba fácil. Marichu, una de la oficina de Compras, que tenía fama de cascabelera, montada en la uva, sacó a bailar a Aguirregomezcorta. Este no se pudo negar por aquello de la democracia y empezó a lamentar no haberse retirado a tiempo con su suegro. Se convirtió en la atracción principal del baile. —Es usted un tío guapo… Aguirrito, te puedo llamar así hoy… ¿Sabes una cosa que no entiendo…? —Está curda, Marichu, no diga cosas de las que mañana tenga que arrepentirse. —¿Amenazas? —No, por favor, no es eso. —No entiendo cómo un hombre tan guapo como usted, se ha podido casar con una mujer tan fea… porque la hija del patrón es fea, no me lo puede negar… La gente sonreía maliciosa. Aguirregomezcorta localizó al practicante con la mirada y le hizo señas imperiosas. Le cedió la chica, la cual, por otra parte, ni se enteró del cambio de brazos. —Coja un coche y llévela a su casa, no nos vaya a ofrecer un número especial. Está borracha. —No la escuche, es que tiene mal vino. La espabilaré con amoníaco. —Aquí no, en su casa. Pepe continuaba sentado. Sin fuerzas para más se contentaba con contemplar a Izaskun en sus evoluciones, no paraba de bailar pero cambiando siempre de pareja. Parecía que tuvieran miedo de hablarse o un acuerdo tácito de no hacerlo allí. Quisieron organizar otra competición y sacaron alquilados, de los caseríos vecinos, burros y caballos, todos mezclados, para hacer una carrera. Los que se instituyeron como jinetes no parecían dominar demasiado el asunto y no conseguían alinearlos para la salida. Una galopada sin control interrumpió el baile. Sustos y broncas. Cayó un caballero y la caballería asustada le arreó una coz en el pecho, el esternón crujió lúgubre y hubo necesidad de llevarle al hospital a toda velocidad, ondeando un pañuelo al aire y sin levantar la mano del claxon. Con tan desagradable incidente se suspendió la carrera de caballos. Pronóstico reservado. Como el vino es mal consejero, cortaron el suministro. Así, sin carburante, el festejo se fue deteniendo por su propio peso. Los beodos se largaron en busca de nuevas fuentes y los demás a sus casas. Los vigilantes nocturnos empezaron a recoger las mesas y ahí acabó la fiesta patronal. La cuadrilla de chicas paseaba por la carretera haciéndose confidencias. Estaban en esa hora que surge sin ser llamada, cuando existe amistad y la abundancia del corazón reclama ser compartida para no perderse estérilmente. Su aspecto fresco y lozano rejuvenece a los jubilados que las ven pasar. Izaskun descubrió su secreto, al fin y al cabo, a la larga, tendría que ser del dominio público. Más valía que sus amigas se enterasen por ella misma. —Se me ha declarado. —¿El manchurriano bajito del baile? ¿Ves? Ya te lo decía yo, por darles confianza. —Es lo correcto puesto que se gusta de mí. —¿Y tú de él? —preguntó Iciar preocupada. Iciar es la íntima de Izaskun. —Me gusta. —¿Ese? Estás loca. No te atreverás a darle el sí, menudo ambiente tendrías en el pueblo. —Lo importante es estar seguros de que os gustéis —dijo Iciar. —Es más que gustar, nos queremos. Las muchachas callan sorprendidas y un tanto asustadas. Las experiencias de matrimonios mixtos no son numerosas, pero suficientes para ver que no prosperan. Además siempre es al revés, la forastera es ella. —Chica, no es por desanimarte, es que quiero abrirte los ojos. No es de aquí. ¿Qué dicen en tu casa? Yo sé de chicos de Eibain que están por ti, nunca te dije nada, pero sin ir más lejos mi hermano siempre me anda preguntando… ¿Qué le ves a él que no tengan los nuestros? —Comparaciones no, por favor. Para mí es un héroe, sabe lo que quiere y lucha por ello, nunca le he visto humillado ni en la derrota, me ha ofrecido su vida y la compartiré, juntos conseguiremos lo que se propone. —Pero si apenas le conoces. —Cuando se siente esto, sobran los conocimientos. —¿Ya lo saben en tu casa? No le va a gustar nada a tu amatxo[25]. —¿Pero es que a ti y a mí nos puede gustar la vida de la amatxo, la amona[26] y la amona de la amona? Un objeto más de la casa al servicio del gizon[27]. No, los tiempos cambian, yo seré la compañera del hombre, no su criada. —¿Cómo anda de dinero? —Obscena. —Muy romántica, Izaskun, pero ya verás cómo vuestras familias no se entienden en la vida. No me gustaría presenciar una conversación entre mi padre y tu futuro suegro. —Ni sé si vive, pero la cuestión, si me caso con el manchurriano, como tú dices, no es que tu padre y mi suegro sean diferentes, sino si tus hijos y los míos pueden ser iguales. —No pueden serlo. ¿Les hablarás en vascuence? —Claro que sí. —Ya veremos si aprenden. —Si me quiere también aprenderá él con los niños. Por lo menos un poco. —Te hará una desgraciada. —El amor no desgracia a nadie, es el ambiente que le rodea. En el pueblo me pondrán a bajar de un burro, no más que le pondrán a él en el suyo. ¿De qué lado vais a estar vosotras? —Mujer, si te digo estas cosas y tan desagradables es porque te quiero, por prevenirte. Te defenderemos mientras podamos. —Cuenta conmigo. Siempre —dijo Iciar. Izaskun está preocupada. Va a tomar una decisión que marcará el principio de una etapa de su vida muy diferente a la anterior, va a dar el primer paso de mujer. No será jugar a novios precisamente. Unos críos juegan a carreras de ciclo-cross por el arroyo negro. —¡Cacereño el último! Estoy decidida, pero ¿me atreveré cuando llegue el momento? Hace falta valor para romper con el medio. Izaskun se despide de las amigas y vuelve al caserío. Hace un aparte con la madre y se lo suelta seguido, sin respirar. No se ponen de acuerdo, se repite el secular conflicto entre generaciones calcado a sí mismo siglo tras siglo. —Todos esos son iguales, hija. Encima dicen, mi pueblo, mejor pueblo, pero todos se quedan aquí. No te conviene y por tu bien no te lo consiento. —Se lo he dicho para que lo sepa, no para pedir su consentimiento. —¿Qué harás sin él, pues? —Lo que decida mi corazón. —Entonces se lo diré a los hombres para que no te dejen. Eres mala. Kalean uso, etxean otso.[28] Llegó el domingo en el que Pepe, más bailarín que un flan de huevo, esperaba la respuesta a su declaración de amor. Si le decía que no, lo mandaba todo a paseo. Fundiría la pasta obtenida con el traspaso del bajo en una juerga descomunal y a Alemania, a Vietnam, al culo del mundo, le daba igual. El corazón le daba que sí, no se puede querer tanto a una persona sin ser correspondido, la naturaleza no crea sentimientos estériles. Por la mañana ayudó al «Vivo» y al «Vivín» a transformar la bajera en un cubículo habitable. Calmaba los nervios y la conciencia, si había hecho negocio con ellos también es cierto que estaba dispuesto a ayudarles. Pepe trabajaba acelerado porque así le parecía que el tiempo marchaba más rápido hacia su cita con Izaskun. Su anterior oficio de albañil le venía ahora al pelo, tiraba ladrillos como churros, y así pudieron cerrar la fachada, colocar una puerta y empezar a guardar cosas en el interior. Con excepción de la chabola, esta forma de construir es la más elemental del sistema castor, el castor es ese laborioso animalito que se construye él mismo su casa individual, la forma más evolucionada del sistema lleva a las cooperativas, pero necesita una mente rectora con estudios superiores. Pararon a la una en punto, aunque no sonó la sirena, por la fuerza de la costumbre. Tras echar un trago, Pepe fue a casa y se atrevió con la complicada aventura de darse un baño: sitio libre, calentar el agua, toalla limpia y recoger el piso. Quedó impecable salvo los rebordes de las uñas, mordisqueándolos con cuidado terminó por desaparecer el yeso. Pidió el visto bueno una vez más a la mujer de la casa, Niceta, y marchó a Hernani dispuesto a todo. Pepe flotaba por el baile ajeno al mundo, tenía miedo de que ella no acudiera a la cita. ¿Si no viene? Me muero. Pero sí, estaba allí. Sola. Qué extraño. Se acercaron y cogidos de las manos iniciaron una pieza, no bailaban, se contemplaban sin atreverse a hablar. —No me has seguido esta semana —comenzó Izaskun. —Cuando te vi abrazar a Iñaqui, creí que me daba algo. —Es mi hermano. —Ya lo sé. —Te portaste bien en la sokatira. —No me avergüences. —Llevamos tres domingos de suerte, con buen tiempo, ya es raro, ¿no te parece? —Izaskun, no me hables del tiempo, por favor, te hice una pregunta y espero la respuesta. —¿Te interesa de verdad? —Por eso estoy aquí. —¿Tú qué crees? —No sé, no me hagas sufrir. —Me da apuro. —Dilo con los ojos cerrados. —Sí. Se apretaron uno contra otro en silencio. Hicieron mutis por una calleja retirada y salieron a un recodo solitario junto a la vía del tren, poco antes del apeadero. Pepe intentó besarla en la boca, pero ella desvió la cara y ofreció la mejilla. Fue su primer beso. —Ahora somos novios —dijo Pepe—. ¿Has pensado lo que eso significa? —Y tanto. He venido sólo para contestarte, Joshecho. Nunca le habían llamado así y le sorprendió tanta ternura en su propio nombre. Pepe estaba más allá del séptimo cielo. —Repite lo de Josechu. —Joshecho. —Izaskun, mi vida. —Tendremos problemas con mis padres. —Muchos. Nuestras familias no se entenderán, pero nosotros sí. En esto las familias no cuentan. —Van a pasar cosas terribles —explicó ella—, ¿oíste hablar de la huelga? Ten mucho cuidado con todos, siempre hay despidos. —Mi vida, pase lo que pase, digan lo que digan, ten confianza en mí, desde ahora entras en todos mis planes. —No deben vernos juntos. —No somos criminales. —Aunque me separen de ti a la fuerza te querré siempre, espérame, pronto seré mayor de edad. —No digas tonterías, yo lo arreglaré antes. —Te quiero, Joshecho, dímelo tú a mí, me gusta oírtelo. —Te quiero, Izaskun. Un tren de cercanías se detuvo en el apeadero. Izaskun corrió para cogerlo, había salido sin permiso de casa y tenía que estar de vuelta pronto para que no notaran su ausencia, por lo menos los hombres. —No vengas conmigo, es peor. —Entonces, ¿hasta cuándo? —preguntó Pepe. —Procura verme a la salida de la fábrica. Nos veremos aunque sea de lejos. —No será para tanto. —Qué va, es para más, no los conoces bien. Arranca el tren. Sólo quedan las vías, indiferentes en su paralelismo, y Pepe saltando de traviesa en traviesa. Silba una canción romántica. La vida es de color de rosa. A Pepe le brinca dentro la rosa, la vida, la felicidad, el corazón y las tripas. Regresó al barrio silbando la misma canción cursi. Los «Vivos» ya se habían retirado de la obra, así que aprovechó para encerrarse en su habitación. Tenía unas horas de soledad pues el compañero de dormitorio, el bollero, no volvía hasta tarde, quedó pensando en sus planes y escribió a Torrecasar una carta poco menos que ordenando el traslado de la familia. Estaba en marcha y nada lo detendría. Decían que si la construcción estaba parada, que si el automóvil seguía fallando sería la crisis definitiva, que si los americanos estaban haciendo una cosa muy fea llamada dumping o algo por el estilo y el Estado sin enterarse, que si tal o que si cual, pero la verdad era que en Lizarraga ni con horas extraordinarias se daba abasto. ¿Entonces por qué no suben los sueldos? La vida sí sube. Hasta la factoría n.º 2 marcha a tope, luego todo eso de la coyuntura adversa y demás son pamplinas. Los jurados de empresa no cejan en su cometido de correveidile, pero no se llega a un acuerdo. Empezó como un rumor que fue tomando cuerpo, saltando de nave en nave, nadie sabe cómo, pero que se concretó en un acuerdo común de recurrir a la huelga si las negociaciones se prolongaban demasiado. Don José María clarificó la posición de la empresa. —No nos dejemos impresionar, no harán nada, además, nunca debemos negociar sometidos a presión alguna. Si recurren a la huelga algunos pagarán las consecuencias, procuren que sean los cabecillas o los ineptos profesionalmente. La resistencia pasiva fue la decisión que tomó nadie sabe quién y con la que todo el mundo estuvo de acuerdo. Trabajar a cámara lenta, cumplir con lo estrictamente obligatorio, no suplir nada con celo, como dicen en la mili, eliminar las horas extraordinarias. Pepe, en la cola del comedor autoservicio, escuchó cómo Aitor daba la última consigna a uno de Forja. Le llamó la atención oírles hablar castellano entre ellos, por eso alargó la oreja sin querer. El plan comienza hoy, la jornada normal y fuera, ni un minuto más. —¿Oíste? —pregunta Aitor. —A la fuerza, no soy sordo. —Pues ya sabes, pásalo al siguiente. Se volvió Pepe hacia atrás, procurando guardar el inestable equilibrio de su bandeja en la que un plato de judías rebosaba. Tropezó con unas cejas hirsutas, ojos acuosos, nariz de cartabón y barbilla puntiaguda. Vasco puro. Si no me entiende peor para él. —Nos plantamos hoy, pásalo al siguiente. El mensaje atravesó toda la cola. Pepe se acordó de la escuela, de críos jugaba a una cosa parecida llamada «sigue la bola». Casi con el postre en la boca iniciaron la jornada de la tarde. El ruido de los martillos golpeando el hierro, obligándole a adoptar la forma prevista por el hombre, rebotaba en el techo y se desplomaba sobre los forjadores. Se necesitaba temple para aguantarlo. Hoy Pepe necesitaba recurrir a todo su temple ya que con la huelga sólo tiene que perder. Laboralmente es un recién llegado a una meta y por muy intermedia que la considere, primero tiene que asentarse en ella. ¡Es tan fácil retroceder al punto de origen! Por las ventanas colocadas en lo más alto, a modo de respiraderos, se ve un cielo cargado de nubes apretadas y oscuras, se acabó el corto verano cantábrico. Siente con dolor cómo pasan los minutos. En el último tiene que decidirse, no quiere ser traidor a su clase por nada del mundo, pero si alguien rompe la conjuración y se queda a meter horas, él también se queda. Es una situación complicada porque por encima del sentido de clase social, está la absurda división entre inmigrantes y autóctonos. Llegó el momento. Fue el mismo encargado, Aitor Arana, el que con gesto melodramático de director de orquesta marcó el final. Algo así como cuando una película se detiene en foto fija. Se hace un silencio impresionante, tan impresionante tras el ruido habitual que casi se puede palpar en el ambiente. Duró sólo unos segundos. La explosión de un martillazo aislado sonó siniestra y ridícula al mismo tiempo. La produjo Pepe pisando de modo instintivo el pedal de disparo, ni siquiera le habían pasado la pieza recocida del horno. Golpeó en el vacío, por hacer ruido, una reacción de su subconsciente contra el silencio que marcaba el principio de la huelga. La explosión subrayó un silencio aún más impresionante si cabe. Los hombres que permanecían inmóviles junto a sus máquinas, giraron la cabeza para verle. —¿Qué? —preguntó Aitor. —Nada, se me escapó —contestó Pepe. —Pues el que no se quede a meter horas, a casa. El ruido normal de los obreros corriendo hacia los vestuarios, disminuyó la tensión nerviosa. Pepe se duchó con calma, casi nunca lo hacía, pero hoy sí, a conciencia, tenía tiempo de sobra. Subió al comedor para la clase diaria, pero estaba cerrado. Le esperaba Páramo, el salmantino del tren de laminación, con cara compungida. No había nadie más. Don Vicente tampoco había asomado las narices. —Esto se acabó, chico. —¿El qué? —preguntó Pepe. —Por lo pronto las clases y como prospere la huelga, el empleo. Ya verás cómo somos los cacereños los que pagamos el pato. Apareció Juan Mari, el de la Parte Vieja, el tercer y último alumno. Les chistó con el índice en los labios. —Eso que decís no es justo. Tenemos reunión en el Cinema Leontxo, ¿sabéis dónde está? —En Eibain, junto al frontón, ¿no? —Sí. Ir por separado y disimular, hasta luego. Pepe, carretera adelante, contempló el caserío Jáuregui, con el jaleo de las horas hoy no podría ver a Izaskun ni de lejos. El pueblo, entre la huelga y las nubes, estaba tristón, apenas había gente en las calles, el musgo se hacía notar más que otras veces sobre las tapias. El caserón viejo, destartalado y sucio del cine parecía abandonado. Estaba dudando en qué puerta llamar, cuando se abrió una. —Pasa rápido, leche. Ni antes de inaugurarse en Eibain el moderno Salón Perurena, con un juego de proyector, altavoces y pantalla tan bueno, o mejor, que el del cine Astoria de San Sebastián, el veterano Cinema Leontxo había logrado reunir jamás tanto público en su patio de butacas. Parecía un estreno de campanillas. Había una especie de presidencia en la plataforma de la pantalla, pero Pepe, aunque todos eran de la fábrica, sólo conocía a Aitor Arana. Se sentó en el suelo del pasillo central porque no había butacas libres, en seguida llegó Páramo sentándose a su vera. Estaba hablando uno de la presidencia. —… eso quiere decir que palabras y buenas ya nos darán, ya, cantidad. Pero hechos nada y pesetas, ¿tú has visto?, pues yo tampoco. Pesetas menos que nada. Consecuencia: huelga de cumplir lo justo y nada más, dentro de la ley, pero lento, sin esmero o así, no meter horas, sólo cumplir. ¿No tragan? Pues huelga general. Este es el motivo de la reunión, ponernos todos de acuerdo para la huelga general, si hace falta. Cuando acabó el orador, además de aplaudir, todo el mundo comenzó a hablar a gritos, sin orden ni concierto, lo mismo con el vecino de butaca que con un amigo situado al otro extremo de la sala. —¡Silencio! —Lo impuso Aitor golpeando con el puño la pared del escenario—. Levantar la mano para pedir palabra, no hay quien se aclare con este follón. Muchos callaron, pero los impulsivos siguieron hablando, eso sí, con la mano levantada. Sus opiniones eran radicales. Huelga general. Estamos todos de acuerdo, ya verás cómo pasan por el aro. —Se están forrando y no pueden parar la fabricación. ¡Huelga! —Nos tienen que hacer caso por pelotas. Si Lizarraga sale a la calle, salen todos los talleres de Eibain y eso no les interesa. Por fin dejaron hablar a uno mayor, de pelo blanco, que se mantenía muy serio en pie, con la mano en alto sin decir nada. Esperó hasta que se hizo el silencio completo. —La huelga de no eficiencia buena huelga ya te es. Será suficiente, según mi opinión. Pero si la mayoría insiste en el segundo paso, huelga absoluta, yo no me voy a oponer, ahora bien, Lizarraga n.º 2 es mucho Lizarraga para esta zona. Si fuera Bilbao o así ya disimularíamos entre tantos, aquí nos armarán pitote político y habrá despedidos. ¿Qué haremos entonces? ¿Quién cargo se hace de ese personal? Esta es la cuestión. Le costaba trabajo hablar en castellano, pero lo hilvanó todo seguido y muy sensato. Era el más veterano y le escucharon con respeto, cuando terminó se podía oír el vuelo de una mosca. —Gracias, Chomin —dijo uno de la mesa. —¿Vosotros qué decís? —preguntó Aitor al público en general. —¡Huelga! ¡Sí! ¡No! ¡Bai! ¡La huelga! Un rugido al que hubo que tapar la boca de nuevo. Parecía afirmativo. Fue difícil recuperar la calma. —Lo que dice Chomin es verdad, pero si el convenio colectivo es un fracaso, no veo otra salida más que la huelga total. ¡Cargando con todas las responsabilidades! —dijo Aitor. Los más violentos se llevaban el gato al agua. Pepe estaba inquieto por ello, peligraban sus planes de prosperar. Se decidió a pedir la palabra y cuando se la concedieron sintió más miedo que vergüenza al emitir su primer sonido en público, tenía que levantar la voz y destacarse de la masa, algo que nunca había hecho. Eligió el vocabulario para quedar bien. —Creo que estamos desviando la polémica del cauce principal, si merece o no la pena correr el riesgo de despido. Porque yo, a estas alturas, todavía no sé lo que pedimos. —Estás tú fresco, ¿dónde te has metido? No se habla de otra cosa en toda la fábrica. Aumento de salario en un diez por ciento, de horas extras en un veinte por ciento —contestó Aitor. Una vez más Aitor y Pepe quedaban frente a frente. —Bueno, ¿y eso merece la pena? —No te aclaras, chocholo, eso es lo que ha subido la vida desde el último reajuste, tenemos derecho a ello y vamos a conseguirlo —metió baza un desconocido. Se levantaron muchos interlocutores contra Pepe, cada uno más airado que el anterior. Si había alguno de su opinión, desde luego no se atrevió a decir ni pío. Contestó cuando le dejaron. —Por lo visto vosotros estabais reajustados, pero ¿y yo?, ¿y la mayoría de los que somos de fuera? En la vida nos habían pagado ni tan siquiera el salario mínimo. Ese aumento no me dice nada, lo que me importa es conservar el sueldo que tengo. —Tienes sangre de esclavo, cagueta, no te atreves a luchar por tus derechos. Pepe en la vida había aguantado eso, se le subió la sangre a la cabeza, ¿él, un lacayo? Aunque la multitud adversa le imponía más que respeto, cerró los puños con ganas de pelea. —Eso me lo dices de hombre a hombre cuando salgamos, so imbécil, será más macho el que haga como tú, decir que sí a la masa. Los riñones hay que tenerlos para decir que no. Aquí hay muchos que piensan como yo, por lo menos los cacereños que llamáis vosotros. —¡Alto! —dijo el que hacía las veces de presidente—. Aquí no hay cacereños ni historias, aquí todos somos obreros. —Eso no te lo crees ni tú. —Naturalmente —saltó un espontáneo—. No me vas a confundir con semejante individuo. —¡Está bien! ¡Está bien! Entonces, ¿cuál es tu opinión? —preguntaron a Pepe. —Lo de la huelga pasiva me parece bien. Pero nada más, lo otro es muy peligroso, empezarán a echar gente y los forasteros no están fijos todavía. ¡Conste que yo sí estoy fijo! Nos largarán echando virutas, antes que a vosotros. —Con tanta iniciativa no me extraña que pase lo que pasa en vuestra tierra. —Allí te quería ver yo, espabilao. En caso de paro tenéis vuestra huerta, vuestras amistades, pero nosotros, ¿qué? Ni siquiera familia la mayoría de las veces. —Sin familia mejor, hombre —rieron la gracia. —¿Qué vasco ayudará a un cacereño sin empleo? —insiste Pepe. —Tranquilo, ya te pagaremos el billete de regreso al pueblo. —Lo más justo es una votación, hay mucha gente que opina como yo, pero que quizá no se atreve a hablar en público. Los de fuera no queremos la huelga general. —Votemos, pues —dijo el presidente—. Los que estamos de acuerdo con la huelga ¡levantar la mano! —¡Alto! —gritó Pepe—. A muchos les dará reparo, vergüenza, yo qué sé, miedo a contrariar a sus compañeros. —Aquí no nos comemos a nadie. —Mejor será escribir una papeleta cerrada. —Sí, rico, si quieres compramos unas urnas en la ferretería y avisamos a los grises para que lo organicen. —Entonces escucharme, los de otras provincias por lo menos. La mayoría de nosotros está ganando más del doble que en su pueblo, estamos en una empresa importante y podemos asegurarnos los garbanzos de por vida, sin embargo pueden deshacerse de nosotros con facilidad, somos eventuales, extranjeros. Si propusieran una cosa así en Torrecasar, mi pueblo, iría el primero, de cabeza; pero aquí, ahora, no. Dentro de un año será otra cosa. Cada uno sabe lo que le conviene. Ahí va mi voto: ¡No! —Oye, pico de oro, ¿tú eres de la JOAC, el PC o algo así? —¡Quita de ahí! ¿Qué es eso de la jo y el pez? Los que estén conmigo, con el no, que levanten la mano. Para dar fuerza a la frase, Pepe levantó enérgico los dos brazos, a Páramo le cogió de la muñeca tirando de él hacia arriba. Poco a poco se fueron levantando muchas manos, casi todas cacereñas, pero también vascongadas. Se originaron nuevos comentarios y discusiones. Gritos y más gritos. Pepe vio la ocasión de retirarse del primer plano sin llamar la atención y se sentó otra vez en el suelo. —¡Los de sí, levantar la mano! ¡Bai, danak![29] —se impuso el vozarrón de Aitor. Aunque armaron más jaleo, no se levantaron muchas más manos que antes. Algunos no las levantaron ninguna de las dos veces. Las discusiones degeneraban en peleas. —¡Sí! ¡Han ganado los sí! —Hay que respetar la opinión de la mayoría —explicó Aitor— la huelga, si hace falta, se llevará hasta sus últimas consecuencias. A ver, tú, el cabecilla de la oposición, ¿qué dices? El dedo señalaba directamente a Pepe. Este lo sintió apoyado en mitad del pecho a pesar de la distancia. Se levantó con pereza. —Varias cosas. No soy cabecilla de nada. No creo que haya habido mayoría por ninguno de los dos bandos. Si llega el momento de la huelga general haré lo que crea conveniente, esto lo quiero dejar bien claro, no me siento obligado a una mayoría falsa. Se armó el follón padre. Los gritos se oían desde la calle, ya no cabía posibilidad alguna de recuperar la calma. —¡Silencio! ¿Queréis que se enteren hasta en el periódico? Salir de uno en uno y no hacer grupos. Ya sabéis la decisión de la mayoría. Se acabó. —Muchacho —le advirtieron a Pepe—, si nos fallas y te ocurre algo, no te quejes de tu suerte. En el vestíbulo las fotos de las estrellas cinematográficas, a pesar de los humillantes puntitos que habían depositado las moscas sobre ellas, sonreían displicentes a la multitud de trabajadores que intentaba ganar la salida. Había comentarios para todos los gustos, muchos ponían cara de circunstancias, según el grupo en el que se encontraban. Fuera no se veía ni una estrella, habían comenzado las lluvias. Eleuterio, el «Magnífico», se habituaba a lo que fuera, su exuberante vitalidad absorbía los ambientes como quien toma un vaso de agua. La estancia en Martutene la tomó como unas vacaciones pagadas, parecía haber nacido en la cárcel. Como no hay dos sin tres, formó cuadrilla con un tipo de Irún y otro de Badajoz detenidos por contrabando de portugueses. Facilitaban a los lusos la salida de Portugal y la entrada ilegal en Francia, en turnos programados con la regularidad de una agencia de viajes turísticos. Les detuvieron por imprudentes. Un día se encontraron cortado el paso habitual de la frontera y por no perder la carga, como decían, hicieron pasar a los portugueses el río Bidasoa un poco más allá, fronterizo, sí, pero entre las provincias de Guipúzcoa y Navarra. Cruzaron con grandes precauciones y aspavientos y cuando los infelices creyeron que ya estaban en tierras francesas aparecieron los carabineros. Se armó una buena, querían matar a los dos estafadores, pero por fortuna para ellos pudieron refugiarse en la cárcel. Ahora la pareja, convertida en trío, estaba tramando la continuación del negocio. Paseaban cachazudos por el patio de la cárcel. De una barraca de feria, al otro lado del muro, llegaba la musiquilla ganadora de cualquier festival. —Mañana fuera, ¿no te olvidarás, verdad? Tienes que contratar a uno de confianza para cuando salgamos nosotros el mes que viene. —Tengo pensado un chaval que vale más que las pesetas. En cuanto salgáis estaremos listos para el primer viaje —dijo Eleuterio. El «Magnífico» y el nuevo de confianza, se encargarían del autobús y los detalles. Los otros dos establecerían los enlaces, aprovechando la anterior experiencia, sin dar la cara. Eran demasiado conocidos. —Recuerdos a la calle. —No te líes con ninguna moza, salimos a trabajar por lo fino y hay soplones a manta en este oficio. —Tranquilos como el abuelo —dijo Eleuterio— yo sé hacer cada cosa a su tiempo. —Si no es así, en vez de adiós, hasta luego. El «Magnífico» cogió la libertad y el autobús hacia Urraenea. Pensaba en la «Coreana», eran unas relaciones cómodas, pero no la entró directamente. Tanteó antes la situación a través de Hermelando, lo encontró barriendo. —¿Sigue con el Lolo? —Como que es su marido. Tienes más cara que un saco de perras, Eleuterio. —¿No hay nada que hacer? —Sí, dejarlos en paz, parece que ahora se llevan de primera. —La he echado de menos, ¡qué tía más caliente! ¿Sigue contigo el Pepe? Tengo que proponerle un asunto. —No le enredes, está muy formal. Pepe se llevó una gran sorpresa al encontrar de repente a su viejo camarada. Abrazos y palmeo de espalda. —¡Chico, Terio, te sienta de miedo la chirona! Si hasta has engordado y todo. —Cuéntame cómo te va. Se contaron las vidas respectivas. Uno lo de la novia y otro lo del negocio de portugueses. Eleuterio urgía una respuesta de colaboración inmediata. —Siempre andabas buscando una oportunidad para ganar pasta, aquí la tienes. Y conste que te he reservado el puesto, hay muchos esperándolo, es teta pura. —Tan magnífico como siempre, pero no puede ser. —¿Miedo? —¡Amos anda! Es que ya tengo suficientes líos con la huelga y demás. Si me lo llegas a proponer cuando estaba en la construcción no te digo que no. —Anímate, no me forniques. —No puede ser, lo siento, y ten mucho cuidado no te enchiqueren otra vez. —De acuerdo, tú te lo pierdes. Por favor, punto en boca y de esto no hemos hablado nunca. Para cambiar de disco vamos a emborracharnos, tengo que celebrar mi salida, te invito. —Perdona, pero tengo que madrugar. El sábado, ¿quieres? —Este no es mi Pepe que me lo han cambiao. Ya sabes dónde dejas un amigo. Adiós. Eleuterio no se decepcionó por este fracaso inicial. Siempre hay gente dispuesta a lo que salga. De momento lo único que le preocupaba era recuperar el tiempo perdido con las mujeres, ya que la «Coreana» no estaba a tiro pensó en la Marisol. Su entrada en el América fue un acontecimiento. Encontró el bar prosperado, con luces indirectas como en los americanos de verdad, y a la moza en su sitio tras la barra. La echó el guante rápido. —¡Qué manos traes, «Magnífico»! —Para cumplir con lo mandao. La guitarra y la mujer las hizo Dios pa tocarlas. Invitó ronda tras ronda a todo el personal presente, estaba dispuesto a fundir la pasta de los contrabandistas en una sola noche. Lo consiguió. La huelga de resistencia pasiva transformó la fábrica en un gigante sin reflejos. El tiempo entre que llegaba un pedido y se cumplimentaba era la desesperación del Departamento de Organización y Control. Las posturas se endurecieron y, como ninguna de las dos partes daba su brazo a torcer, el convenio colectivo no se firmaba. Empezaron los rumores. Pensaban reventar la huelga metiendo eventuales y despidiendo a los que aún no estaban en plantilla, la mayoría de los cuales eran cacereños. Se anunció de boca en boca la huelga absoluta para el día siguiente. El jefe de personal empezó a leerle la cartilla a unos cuantos. En seguida le llegó el turno a Pepe. —Tengo entendido que usted es uno de los que han dejado radicalmente de meter horas, ¿correcto? —Sí, señor, así es. —Naturalmente es un trabajo libre para hacerlo o no, pero quiero llamarle la atención sobre el hecho de que su conducta perjudica seriamente a la empresa, ¿se da cuenta de ello? —¿Mi conducta? ¿Qué quiere decir? ¿Que por mi culpa marcha mal la empresa? —Lo entiende bien, no disimule, y esto lo va a entender mucho mejor aún, ¿sabe que le falta un documento imprescindible? Sin el certificado de estudios elementales nos va a ser muy difícil dejarle fijo. —¡Pero si ya lo estoy! Oiga, ya sabe que lo pedí al pueblo, pero han cambiado de maestro y es una lata, me tiene oreja y lo que pasa, se está haciendo el remolón por perjudicarme. —Se necesita acreditar un mínimo de cultura, es la ley. —¡Por eso han cerrado la clase que dábamos en el comedor! —No se sulfure. Le agradeceré reserve su agresividad para convencer a sus paisanos de que se reintegren a una postura normal, sé que tiene más ascendiente sobre ellos que el enlace sindical. —Yo sólo mando en mí y ya tengo bastante. —Lo que quiera, pero dese prisa, no tenemos tiempo. Pepe salió furibundo del despacho, se sentía cogido en una trampa estúpida, precisamente ahora, cuando se le iban poniendo las cosas de cara. Era un conflicto en el que sólo podía perder. Encima se habían puesto todos de acuerdo en cederle una jefatura que maldita la gracia que le hacía. Todo por hablar en público, ¿quién habrá ido con el soplo? Al pasar por la centralita de teléfonos le hizo una seña a Izaskun, hacía un siglo que no se veían a solas. —Necesito hablarte esta noche. —¿Pasa algo malo? —Nada, chata, pero tenemos que hacer planes. —En la carretera, junto al camino del caserío. —No faltes aunque jarree. —Cuídate, no hagas locuras, están los ánimos muy excitados y ya me han contado tu intervención. La esperó durante mucho tiempo, no la dejarían salir y seguramente tendría que aprovechar un descuido para escaparse. Aunque estaba bajo un frondoso castaño y se había hecho un cucurucho para la cabeza con una bolsa de plástico, el sirimiri era constante y le traspasó la gabardina. No era tan buena como dijo el dependiente que se la vendió. Miró hacia el caserío, se recortaba su silueta negra sobre el borde de la ladera, destacando el ojo encendido de una ventana. Los días habían acortado mucho, apenas se veía. No se dio cuenta de que estaba ella a su lado hasta que le llamó. —¡Joshecho! —¡Izaskun! Vida, creí que no llegaba nunca este momento. Se abrazaron. Esta vez ella no se opuso al beso. Hablaron medio abrazados, medio protegiéndose de la lluvia. —¿Estás bien? Tengo miedo de la huelga —dijo Izaskun. —Miedo nunca, lo que sea sonará, de eso quería hablarte. Mañana empieza la cosa. —¿Qué vas a hacer mañana? ¿Entrarás? —Te quiero por encima de todo y voy a luchar por nuestra felicidad. He escrito a mis padres, van a venir a Sanse, con el dinerillo que consigan vendiendo lo que tenemos allá y mis ahorros pagaremos la entrada del piso. Después nos casaremos, entiéndelo bien, se oponga quien se oponga. Ahora júrame que vas a tener confianza en mí, pase lo que pase mañana, ¿me lo juras? —Sí, Joshe, lo que tú digas, te lo juro, ¿entrarás? —Mañana voy a entrar en la fábrica, solo o acompañado, me da lo mismo. Si no entro me largan y nuestros planes a la eme. No soy un traidor, ni un cobarde, necesitamos mi sueldo y lo conservaremos, eso es todo. Los maquetos, como nos decís, estamos en las peores condiciones, esta huelga para nosotros es un lujo demasiado caro, ¿me comprendes? —Joshe, cuando se enteren en casa no me dejarán casarme contigo nunca. Jamás te lo perdonarán. —De eso me encargo yo, ten confianza en mí, cariño. —Sabes que la tienes, Joshecho, te querré pase lo que pase. Calla, alguien anda por ahí. —¿Quién está ahí? —preguntó Pepe. En efecto, se oía un ruido sospechoso. Rodeando a los novios surgieron de las sombras tres figuras corpulentas. Una aparición teatral y amenazadora. Iñaqui se identificó al hablar. —¿Cerdos o así sois para revolcaros juntos? Veremos si luchas como dices y resistes paliza. —¡Iñaki! Jotzen badezu aitari esango diot dana. Miñik ematen badiozu ilko zaitut[30] —dijo Izaskun a su hermano. —Zoaz etxera. Orrek baño zer ixildu geiago dezu,[31] so furcia. —¡Eso no se lo consiento ni a San Apapucio! —Pepe se abalanzó contra Iñaqui. —¡No! ¡No! —Izaskun se interpuso entre novio y hermano. —Arreba eraman zazu etxera. Guk azalduku diogu txotxolo oni huelgan gausa[32] —dijo uno de los desconocidos. Aunque Izaskun se resistía, su hermano la cogió de las muñecas y la arrastró fuera del escenario. Pepe quedó frente a las dos sombras, bastante desconcertado por la sorpresa y el idioma, no sabía contra quién arremeter. —¿Quieres reventar huelga? Defiéndete porque vamos a ver si tienes fuerza para ello —continuó el desconocido. El error de Pepe, además de no echar a correr como un galgo, fue intentar quitarse la gabardina para estar más ágil, al tirarla hacia atrás le sujetó los brazos, momento que aprovechó uno de sus agresores para aplastarle las narices. Logró desembarazarse de la gabardina. De todas formas daba igual, eran más fuertes y le golpeaban a placer. Pepe creyó que se le rompía la tabla del pecho, el cajón de los mecanismos o algo por el estilo, como le ocurrió al tío «Miserias» cuando le apalearon los gitanos que sorprendió robando gallinas. Chilló de dolor antes de desmayarse. Izaskun escapó de las garras de su hermano y se precipitó sobre Pepe con los brazos abiertos, hecha una furia, protegiéndole. —Asesinos, os conozco, Juancho y Josema, no me olvidaré nunca de esto. Me las pagaréis. —Bastó. Espero que se le pasen los humos, si entra uno, entran todos los cacereños —dijo Iñaqui. —Izaskun, guapa, tu chiquitín sólo tiene chulería, más hombre necesita una mujer como tú. —Por si acaso tú has venido acompañado —dijo ella—. Tres contra uno, cobardes. —No te hagas ilusiones, para ese con la izquierda me basta. —¡Cobardes! Me las pagaréis. Se fueron los tres hombres. Pepe se recuperó gracias a la ayuda de Izaskun, no le habían roto nada de lo que sospechaba, y a trancas y barrancas pudo llegar a Urraenea. Medio muerto, se acostó con la firme voluntad de no faltar a la cita del día siguiente. Nunca sonó el despertador de una forma tan siniestra, ni la cama sujetó tanto. Tenía el cuerpo molido, cardenalicio, y tan mala cara que Hermelando se vio en la necesidad de llamarle la atención. —Pepe, no estás para muchos trotes, yo que tú me quedaba en la piltra. —No soy un lacayo y voy a demostrarlo. —Te han puesto la jeta temerosa. —Es cuestión de huevos, no de jeta. Los kilómetros de carretera que desde Eibain serpentean por el valle hasta Lizarraga n.º 2 están concurridísimos. Se ha taponado el tráfico y todo el mundo espera nervioso que den las siete. Suenan las bocinas de los que circulan accidentalmente y desconocen la causa del embotellamiento. Faltan pocos minutos. Camiones esperando carga, coches de jefes y oficinistas, jeeps de policía, motos y bicis de obreros, un carro de bueyes de un casero despistado. La expectación ha atraído al personal de las fábricas y talleres vecinos, los de Lizarraga se miran inquietos, ni ellos mismos saben si van a entrar o no, ninguna opinión ha obtenido mayoría absoluta. En medio del maremágnum está Pepe, renqueante, agotado, haciendo esfuerzos inauditos por aparentar firmeza. Cada movimiento es un martirio. Ningún compañero, sea cual sea su origen geográfico, pregunta por los cardenales que le deforman el rostro. El mira al infinito para no encontrarse con nadie. A las siete en punto toca la sirena, se abrieron las puertas y los camiones, rodeados de gente, iniciaron la peligrosa maniobra de entrada. La masa humana, con un escalofrío congelado en los huesos, se mueve dubitativa. Pepe se abrió paso entre ellos, los ojos de Aitor le taladran y más de un puño se alza amenazador. Atraviesa el umbral en solitario, pero cuando llega al panel de fichas horarias son muchas las manos que coinciden y ya no puede fichar el primero. Entró toda la plantilla, lentamente, con orden, el último fichó con diez minutos de retraso, En conjunto la entrada más puntual del año. Al cuarto de hora la carretera aparecía milagrosamente despejada. La Forja cogió el ensordecedor ritmo habitual. Iñaqui y Pepe sostuvieron la mirada en un duelo suicida, pues podían pillarse una mano si no andaban atentos. Intervino Aitor. —Esquirol. —Fanático. —Prometiste aceptar la mayoría. —No prometí nada. Con la resistencia pasiva conseguiremos lo mismo y no es tan peligrosa. —Como vuelvas con hermana, no te dejo hueso sano, cacereño —escupió Iñaqui. Pepe no se molestó en contestar. Por un momento temió que volvieran a golpearle, pero no era probable que lo hicieran delante de todo el mundo. Resistiría hasta la muerte, si era necesario, pero ya se darían cuenta de que no era tan sencillo hacerle entregar la cuchara. A Nacarino y Agatángelo aquel viaje les sabía a derrota moral, por eso andaban lúgubres. Salvo ellos dos, el resto de la familia Bajo lo tomaba con optimismo, era un acontecimiento que rompía la monotonía de sus vidas y por esa sencilla razón merecía la pena vivirse. Iban a prosperar por el Norte, según decía el cabeza loca de su Pepe, y lo gracioso era que le hacían caso porque, en efecto, a peor no cabía posibilidad de ir. Terminaron de colocar en una camioneta los pocos enseres que constituían su hacienda. Sobresalía un jergón, símbolo de chatarra famélica. Los muebles no valían lo que tenían que pagar por su transporte, pero así les salía a ellos el pasaje gratis, no cobraban a las personas. Ya estaban todos acomodados, los varones en improvisadas banquetas de madera dirigieron una última ojeada llena de melancolía al pueblo, a su calle en la que unos patos de secano rebuscaban en la basura, y a la casa que ya nunca jamás sería suya. SE VENDE ESTA CASA Una tabla escrita con letras temblonas de tinta azul. El letrero, tantas veces visto sin mayor emoción sobre otras fachadas, lo tenía el Nacarino grabado a fuego en el fondo de su cerebro. Imborrable. Aún no se habían ido las manchas de tinta de los dedos. Nacarino apretó contra su pecho el delgado fajo de billetes que le había dado por la casa el «Alfalfo», un muerto de hambre que ahora manejaba cuartos sin que nadie supiera de dónde los sacaba. La había comprado para revenderla y había hecho changa el muy cabrito, porque la casa estaba bien construida por el abuelo. No había opción a regateos, faltaba tiempo y sobraba necesidad. Con ese fajo de billetes ayudaría a Pepe a pagar la entrada del piso de San Sebastián. Para evitar futuras envidias entre los hijos pondría el piso a su nombre, Nacarino, el padre. ¿Aún el jefe? Arrancó la camioneta y formó una nube de polvo tal que apenas dejaba ver, agitándose en adioses, las manos de los desocupados que habían ido a despedirles, de los chavales, de la señora María, la curiosona de enfrente, del untuoso «Alfalfo», del párroco, de todos. La camioneta no iba cargada de muebles desvencijados, su carga era más importante y complicada que eso, era mano de obra barata, posibilidad de consumo, un pequeño aporte de capital y un gran problema de integración. Tras el fallo de la huelga general, la de cumplir con lo estrictamente obligatorio perdió virulencia, pero como a la empresa no le interesaba sostener una crisis camino de convertirse en crónica, inició las negociaciones. Se partió la diferencia: un cinco por ciento de aumento de sueldo y un diez por ciento en las horas extras. Se firmó el convenio colectivo y aunque ninguna de las dos partes se sintió derrotada, tampoco ninguna de ellas quedó satisfecha. La firma del convenio alivió la tirante situación de Pepe en la Forja. Aunque procuraron hacerle el vacío, en definitiva salió con más amigos que antes de la huelga. Una minoría, bastante numerosa por cierto, de tímidos y pobres de espíritu, le tomaron por el hombre fuerte de los cacereños y le hacían objeto de sus halagos y confidencias. Aitor le encajaba sistemáticamente los trabajos más duros, pero eso no le preocupaba, de la actual situación de Lizarraga lo único que lamentaba de veras era la suspensión definitiva de las clases. Con Izaskun se tenía que ver a escondidas, pues descubiertas sus relaciones no la dejaban salir los domingos al baile, ni a ningún sitio. Utilizaban para citarse un método medieval. Ella, con la complicidad de una amiga, inventó la muerte de un pariente remoto y así por la tarde podía salir, siempre acompañada por la amiga de teórico luto, a una novena extraña, larga y complicada, llena de rosarios y exposiciones del Santísimo. Izaskun se sentaba en el último banco de la iglesia y salía furtivamente. Al otro lado del río, detrás de la fábrica de papel, en el bosque de pinos de repoblación forestal, la esperaba Pepe. Tenían que soportar los olores de las lejías que la papelera evacuaba al río y si hacía viento las espumas volanderas del mismo origen, pero no les importaba porque lo fundamental para ellos era estar juntos. —Joshecho, ¿qué vamos a hacer? —suspiró Izaskun—, así no podemos seguir. —Casarnos, mi vida. —Si apareces por el caserío te matan. No consentirán nunca en nuestra boda. —Nunca no, cuando seas mayor de edad tendrán que tragar, quieran o no quieran. —Esta situación es terrible, no resistiré tanto. —Lo que vamos a hacer es que nos obliguen a casarnos. —¿Qué dices? —temblaba la voz de la mujer. Pepe había madurado la idea hacía tiempo, no tenían más que seguir una costumbre muy frecuente en toda tierra de garbanzos y aprovecharla a su favor. Le daba apuro exponerla. —No te escandalices, ni me juzgues mal, pero si te dejo embarazada, tu padre, por aquello del honor familiar y demás, me lleva al altar aunque sea encañonado. —¡Burro! ¿Cómo se te ha ocurrido una cosa así? Lo más fácil es que me maten antes a golpes. —Mujer, quizá te sacudan algo, pero el honor es el honor. Tu padre nos casa, seguro. —No podemos hacer eso, es pecado. —Para un matrimonio no. —No estamos casados. —¡Por los clavos de Cristo! ¡Eres mi mujer desde que el mundo es mundo hasta que la muerte nos separe! Antes de que ella protestara, Pepe le tapó la boca con un beso, así acabó la conversación. Ya estaban tumbados sobre la hierba, él colocó la gabardina debajo para protegerse de la humedad. Sus manos no se estaban quietas y, aunque torpes, excitaron a la mujer. Izaskun, ruborosa, se dispuso al sacrificio. —Joshe, por favor, no mires. ¿Sabes una cosa? —¿Qué, mi vida? —No sé hacerlo. Tengo miedo, pero enséñame. —No tengas miedo, yo tampoco sé, aunque no te lo creas es mi primera vez, pero si nos queremos es suficiente. Los dos eran vírgenes y juntos descubrieron el sacrificio del amor. Pepe ni se acordó de sus aventuras fallidas con la titiritera del pueblo y la cabaretera de Madrid. Nunca un hombre trató con tanta ternura y delicadeza a una mujer en su primer acto matrimonial, lloraron de dolor y alegría y se sintieron uno, un ser complejo y feliz. Abrazados casi se duermen, los pinos se cerraron sobre ellos para protegerlos del mundo y el tiempo se detuvo. Las voces de Iciar, buscándoles, rompieron el encanto. Izaskun recuperó de golpe todos sus temores. Se sentía perdida, sucia, trataba de limpiarse la falda como si fuera el alma. —¿Qué hemos hecho, Joshe? Pensarás que soy una cualquiera. —No vuelvas a decirlo. Nos hemos convertido en marido y mujer, eso es todo, en mi vida me he sentido más puro. —¡Es un pecado mortal! No podré ir a comulgar y cualquiera confiesa esto a don Ramón. —Tú. Tranquilamente. Lo nuestro es un sacramento, confiesa y comulga cuanto quieras. —Si me muero ahora, voy al infierno. —No vas al infierno, ni a ninguna parte, porque no te vas a morir. Ten confianza en mí, todo saldrá bien. Ahora seamos prácticos, tenemos que comprobar si te falta la regla y demás síntomas. Tenme al corriente. —¡Oh! ¡Qué vergüenza! —Anda, vete con Iciar y no tengas miedo, eso sí que es un pecado, el tener miedo. Izaskun se arregló las ropas y salió al encuentro de su amiga. Iba enferma de terror por si se le notaba algo, tenía la sensación de llevarlo escrito en cartelones de pecho y espalda como los hombres bocadillo que anuncian restaurantes económicos. En casa aguantó el tipo contándole a la madre inventados cotilleos del rosario. No mintió muy bien porque su imaginación estaba en otra parte, pero de momento pasó. No paraban de trajinar por el piso, así cada uno contenía su carga emocional diferente a la de los demás. —Le da a la llavecita esta y pasa el gas, arrima el mixto y se enciende, ¿ve qué fácil, madre? —explicó Pepe. —Parece cómoda esta cocina. ¿No será peligrosa? —Con un poco de cuidao no hay peligro, son las cosas funcionales que llaman. En cuanto pueda le compro un calentador de agua que es la repera, de gas, se enciende como la cocina y ya está, agua caliente a barullo. —Ese chisme de calentar sí que es práctico. Me salen en este tiempo unos sabañones de aúpa y aquí va a ser de miedo. —El otro día en Cáceres reventó una bombona de butano y se cargó una manzana entera —intervino Agatángelo. —Vaya, hombre, tan optimista como siempre. —¡Madre! No tengo sábanas para la abuela, ¿qué hago? —preguntó Marta desde otra habitación. —Qué inútil eres, hija, ya voy yo. Pepe se derrumbó en una silla, un cansancio feroz le cerraba los párpados, ¿cuánto tiempo llevaba sin parar? Meses en continua tensión, el amor, el trabajo, la vida a chorro en comparación con el nunca pasa nada de Torrecasar, le hacían pegar saltos de a metro en la cama. Entonces se despertaba inquieto, desasosegado, era mucha tela el tinglao en que estaba metido. Había embarcado a toda la familia en la aventura. Por un lado para que prosperaran, por lo menos los pequeños tendrían otra vida más llena de oportunidades, por otro lado para que le ayudaran a pagar la entrada del piso. El traspaso de la bajera no era suficiente, esta era la auténtica causa egoísta del embarque. En este piso estaba invertida toda la fortuna de la familia Bajo, el ático del último bloque construido en el Barrio Urraenea, parte de una calle sin nombre. Aun sacando la pelusa de los bolsillos, entre todos los miembros de la familia no reunirían mil pesetas. Había creado ocho cacereños más. Pepe y Agatángelo, sentados en sillas de patas flojas por avatares del traslado, descansaban. Acababan de subir a puro brazo todos los muebles que habían traído en la camioneta. Agatángelo era una trabajador honrado, sin imaginación, le asustaban los imprevistos. —Pepe, ¿te das cuenta de que estamos sin blanca? —El sábado cobro. —Somos muchos y tardaré en encontrar trabajo. —Mañana empezamos a buscar, no te preocupes. —Aun cuando empiece a currelar pronto, tardaré bastante en cobrar sólido. —¿Y qué? ¡Carajo! El pan es barato y habéis traído una ristra de chorizos, no nos moriremos de hambre. Hay que dar tiempo al tiempo, ¿o esperabas que te recibiera el alcalde con un cerro de verdes en una bandeja de plata? —Tengo que ayudarte, somos una tribu. —Ya ayudarás, coño, no te lamentes. Nacarino, el padre, en cuanto subieron la mesa camilla se instaló en ella junto a una ventana, haciendo y rehaciendo un interminable solitario. A veces, ajeno al juego, una carta se le eternizaba en la mano. —¿Te gusta la casa, padre? —preguntó Pepe. —Este paisaje me puede, mires donde mires tropiezas con un monte, no se ve extensión. —Mire al cielo. —Es una buena casa, hijo. Ahora es el turno de las mujeres, a ellas les toca el colocar los muebles. En cierto modo disfrutan haciendo distribuciones de cuartos, las ropas, los cubiertos, todo danza de un lado para otro. Se corrigen posiciones sobre la marcha. El armario ocupa aquí menos sitio. Estorba el paso. Pero está más a mano. No deja abrir la puerta, hay que cambiarlo. La abuela trabaja como un autómata, desde hace mucho ni siente ni padece, vegeta. El cambio no le produce ni sonrisas, ni lágrimas, ¿estará hueca? Eulalia, la madre, es diferente. Está contenta, tiene un piso de verdad con cuarto de baño y todo, es capaz de ser optimista si le dan un punto de apoyo. —Voy a tirar la plancha de carbón, aquí me parece un trasto viejo —ha prendido en ella la fiebre de los electrodomésticos. —Véndala a un museo —dijo Pepe. —Ríete, pero te dejaba las camisas mucho mejor planchadas que esa que llevas puesta. —Lo que vale es su mano, madre, no la plancha. —Menos coba. Me tendréis que comprar una eléctrica. —¿Con qué? —pregunta Agatángelo. —Con dinero, cenizo. Marta está eufórica como un cascabel, se siente liberada de la rutina. Es su primer viaje, ve otras gentes, otro mundo que cree mejor porque se parece más al de las películas, quizá se equivoque pero de momento la novedad la compensa con creces. —¿Podré trabajar en una fábrica? —Con el tiempo sí, de momento puedes hacer de interina, de asistenta, es más práctico. —¿De chacha? —Por horas, como los taxis. Ya buscaremos otra cosa con calma, aunque no sé si ganarás más con el cambio. —¡En verano iremos a la playa! Quico, el gemelo niño, está haciendo de las suyas, juega a ayudar y ya ha roto una taza. Le mandan quitar el polvo de las sillas, es lo menos peligroso para el patrimonio familiar. Sacude el trapo con furia deportiva. —Padre dice que soy un hombre y que debo colaborar, ¿me escuchas, Pepe, machote? —Sí, hombrazo. —Podría trabajar en tu fábrica. En la Ligazarra esa necesitarán pinches. En cuanto digas que tienes un hermano tan listo como tú, me cogen, ¿a que sí? —Se dice Lizarraga. —Ligazarra es más fácil. Me cogen, ¿di? —No es tan fácil como parece, se necesitan estudios. —No intentes liarme, a la escuela no voy, padre dice que soy un hombre. Por cierto, ¿qué es maqueto? —¿Quién te lo llamó? —Nadie, un chaval en el atajo. —Para los vascos un maqueto es algo así como para los gitanos un payo. —¡Ah, bueno! Por si acaso yo le di recuerdos a su madre. Finita, la benjamina no esperada a estas alturas, pide pis. La atiende Quica, la gemela niña, y las dos se divierten de lo lindo en los relucientes cacharros del cuarto de baño, aunque es pis gordo la coloca en el bidé pues es lo que considera más a su medida. Como siempre, haga lo que haga, una oreja la dedica a su hermano gemelo. —¡Si Quico no va a la escuela, yo tampoco! Puedo ir a trabajar con Marta, es mejor. —El estudio es la redención de la mujer obrera. —No quiero ser redención, quiero ser normal, como mamá. —A la escuela van muchos niños y podréis jugar con todos los del barrio, son la tira. —Este barrio es muy feo, prefiero ir a trabajar a otro. El piso va tomando un aire familiar, al fin y al cabo los muebles son los mismos de Torrecasar, salvo la cama plegable que compró Pepe. La cocina sigue siendo el cuartel general. Las tres habitaciones se dividen en dormitorios: uno para la abuela, Marta, Quica y Finita, otro para Agatángelo, Pepe y Quico y el mejor para el matrimonio. Cuando se case Pepe, lo ha previsto con tiempo y en su día lo puso como condición del plan, los padres pasarán a la habitación de los hombres, quedándose con ellos Quico y pasando Agatángelo con la cama plegable al pequeño recibidor de la entrada. Pepe y su futura mujer ocuparán el actual dormitorio de los padres, el mejor por tamaño y la ventana a la calle. Ya están instalados ocho cacereños más. ¿Se adaptarán? ¿Serán asimilados? Pepe, aunque inquieto, tiene la conciencia tranquila, lo habrá organizado más o menos egoístamente, pero hay una verdad inamovible, peor que en el pueblo no pueden estar. No le han dicho nada, pero no hay más que mirarle a la cara para adivinar que su padre es un parado desde hace tiempo. Su padre, un hombre capaz de convertir las tablas de una caja de pescado en un armarito, un parado. Algo no funciona como es debido. El de la camioneta se marchaba tras dar más vueltas que un tiovivo para encontrar un porte de regreso. —¿No te animas a instalar la industria por aquí? —preguntó Pepe. —¡Quiá! Ahora tenemos un buen negocio con el trasiego de emigrantes —respondió el chófer. —¿Tanto? —Más. Nos vamos a asociar el Paco, tu amigo, ¿te acuerdas?, ¿el del taxi? Vamos a hacer tres o cuatro recorridos mensuales de ida y vuelta del pueblo a las Vascongadas, se están viniendo todos y no damos abasto. —Si viene por aquí el golfo ese que no deje de visitarme. Dile donde vivo ¿eh? —Ya lo creo que se lo diré. Adiós y suerte. —Buen viaje. Cuando despidieron al chófer de la camioneta, rompieron el cordón umbilical que les unía a su tierra, si la aventura donostiarra salía mal, Torrecasar sería el peor sitio del mundo para refugiarse. Pepe movilizó todos sus conocimientos para proporcionar trabajo a la familia. Hermelando poco podía hacer en este sentido, bastante tenía con localizar sus chapuzas fuera del horario de barrendero municipal que le ocupaba casi todo el día. Lisardo, el «Periodista», se portó de primera, pegó en la luna del escaparate las ofertas de trabajo que él mismo redactó y además, para cuando se presentara la ocasión, prometió introducir a Nacarino, como carpintero, entre la clientela que ya tenía en el barrio con su segundo oficio de electricista para servicios domiciliarios. Así salió el primer asunto. En Toki Orive, una villa de Alto de Miracruz, en la carretera general, cerca de Herrera, necesitaban una interina y para allí se fue Marta. Era un caserón decimonónico enorme, con una preciosa verja, un camino de grava para los coches trazado con tiralíneas, un mimado césped inglés y una vivienda adjunta para los guardas, una vivienda que para sí quisieran muchos, los Bajo, por ejemplo. En el interior de la villa contrastaban unas habitaciones de estilo indefinido, entre vasco y español, con grandes muebles de caoba, y otras habitaciones de un moderno rabioso con muebles nórdicos. El salón comedor calculó Marta que sería vez y media su casa entera. Aunque no solía ver a casi nadie, aquella casa constituyó para Marta el mirador por el que desfilaba un mundo soñado, el mundo de las películas en color y cinemascope que tanto le gustaban. No le hacía falta ver a los protagonistas, se los imaginaba en medio de aquellas fantásticas habitaciones utilizando los objetos que ella limpiaba. Esbeltas copas de champán. Ceniceros de plata. Alfombras persas. Teléfonos interiores. Espejos en los que se veía una entera y favorecida. Alicia en el País de las Maravillas. Durante todo el año, aparte del mayordomo, cocinera, jardinero y chófer, sólo vivía un matrimonio mayor algo cascarrabias, pero sin más inconvenientes. En la temporada de verano venían de Madrid los hijos con sus respectivas familias y servidumbre, entonces sí que había trabajo. Y fiestas. Unas fiestas espléndidas, el jardín se llenaba de coches y los rezagados tenían que aparcar en la carretera sin importarles la multa, porque les sobraba el dinero e incluso resultaba divertido hacerse el duro a la salida rompiendo el papel. A Marta no le importaría el exceso de trabajo con tal de que la dejaran ver algo de la fiesta, le sería suficiente a través del ojo de una cerradura. En el comedor había un cuadro hechizante, el retrato de una joven en traje de noche. Marta, siempre que tenía que fregar el comedor, se transfiguraba sistemáticamente en aquella joven y mientras daba vueltas a la bayeta restregando el suelo, se veía a sí misma dentro de aquel traje dando vueltas, bailando, sobre el mismo suelo que restregaba. Le preocupaba el escote. ¿Sería capaz de ponerse uno tan amplio? No era honesto enseñar tanto, en el cuadro hasta habían pintado la canal, el principio de dos senos hermosos, rotundos y erguidos. Sus pechos aún no estaban tan formados, quizá fuera eso lo que la preocupaba, más que la moral. Una vez, mientras ensayaba lo del escote desabrochando un par de botones de la bata, entró en la habitación el chófer, estaba a sus espaldas y se quedó observándola sin hacer ruido, con mirada de fauno veterano. El chófer abandonó el comedor sin dar a conocer su presencia y prometiéndoselas muy felices para mejor ocasión. Ahora tenía que sacar de paseo a los viejos, a las cinco en punto tomaban el té en Otaegui y ya eran menos cuarto. El ánimo de Marta, al pasar de la villa al barrio, a la realidad, descendía un poco, pero poco porque regresaba con dinero fresco, contante y sonante. Estaba ganando a la hora lo que en una jornada completa’ en la recolección de higos. El martilleo de los clavos y el olor del serrín que se le metía en las narices, desataron la lengua a Nacarino, estaba en lo suyo. El «Periodista» aguantaba impertérrito el aluvión de anécdotas entrelazándose hacia la autobiografía, Lisardo era un hombre que sabía escuchar. Los de la relojería Hora y Oro estaban arreglando el piso y le encargaron a Lisardo la instalación eléctrica, como el balcón de la cocina lo querían transformar en un armario fresquera, Lisardo avisó a Nacarino y allí estaban los dos, uno dándole a la lámpara y otro al armario, charla que te charla. —¿Le aburro? —Al revés, tiene usted una vida más interesante que una novela, le aburriré yo que no digo ni pío —contestó el «Periodista». —No, no, mejor para mí, ya tenía ganas de darle a la sin hueso, ¿sabe? Desde que llegamos sólo hablo con la familia, no conozco a nadie, no salgo del poblado este, me parece que estoy en la cárcel, puñetas. —¿No le gusta San Sebastián? —¡Si no lo conozco! La gente parece muy cerrá, ¿no? —Sí son, pero cuando se hace una amistad es de veras. —Toma, es que si no serían unos cerdos. Un amigo es un amigo, más que un compadre. Lisardo inspira confianza. Nacarino se decide a preguntarle por su segundo hijo, tiene sus dudas. —Quisiera hacerle una pregunta, usted parece una persona cabal y es amigo de mi hijo, Pepe siempre ha sido un tipo rebelde y me preocupaba su estancia en un sitio tan extraño para él, ¿qué tal se porta? Lisardo detiene su quehacer, pone la mano en el hombro del viejo, sonríe y responde. —Su hijo es un buen muchacho, todo un hombre. —Gracias. No sabe cuánto me alegra y tranquiliza el saber que es usted amigo suyo. —Es una amistad que me honra. Entró la relojera, campechana y salerosa, con una botella de tinto y un par de bocadillos. Sirvió tres vasos. —Vamos a tomar un trago, no quiero que luego me llamen explotadora y tal. —Es usted un ángel, señora, nadie puede llamarla nada feo, por lo menos si estoy yo delante —dijo Nacarino. —Menuda compañía finolis te has marcao, «Periodista». Se agradece el piropo y ahí va un bocadillo de chorizo, ¿es bueno? —Del de antes de la guerra. —Matanza propia, casi nada al aparato. Siguieron trabajando. Nacarino cuidó los detalles, aserró con esmero los resaltes, disimuló con cera los fallos de la madera y dejó un armario, como él decía, de 3 B: bueno, bonito y barato. Consultó al «Periodista». —¿Cuánto cobro? No tengo ni idea de lo que se estila por estos parajes. —En Cáceres ¿cuánto cobraría? —Hombre, el trabajo es fino y valer, vale. Sin el material, que lo ha puesto la señora, yo pediría sesenta duros. A lo mejor no me los daban en el pueblo, pero valer vale eso como poco. —¡Y tan poco! Pida quinientas pesetas. —No me las pagan. —Eso por lo barato, para ir haciendo clientela. —No me gustaría estafarles. —No sea tierno, estos son de los pocos pudientes del barrio y encima me parece barato. Cuando llegó el momento de pasar la cuenta, Nacarino se puso nervioso, le salió un gallo y azarado del todo, se sonrojó trabucando las palabras. —Quinientas pesetas porque le parece mucho trabajo… pero dicho, es mucho trabajo… si no le parece mucho trabajo… precio… —Está bien. ¿No podría hacerme alguna rebajilla? —preguntó la relojera. —Vamos, mujer —intervino Lisardo— quinientas por ser para ti, pero ¿qué te has creído? Nacarino llegó a casa con el billete latiéndole en el bolsillo. Se alegró de que no estuvieran los hijos mayores, así pudo abrazar a su Eulalia sin reparos, la abuela no se enteraba y los gemelos jugaban con Finita en otra habitación. Puso el billete sobre la mesa, lo alisó con su palma callosa y se le saltaron las lágrimas al contemplarlo. —Mira, Eulalia, es tuyo. Hace años que no gano esta cantidad en un día. ¿Habré terminado de ser un parao? ¿Será la racha buena? Desconfía, Nacarino, desconfía, cuando se gana tan fácil es que se gasta más fácil aún. —¿Lo ves? —dijo la mujer—. Aquí cambiará nuestra suerte, en cuanto terminemos de poner el piso saldré yo también de asistenta. Si Dios quisiera hasta podríamos estudiar al Quico. —No sueñes, los pobres siguen siendo pobres toda su vida, este dinero nos vendría bien en Torrecasar, aquí todo cuesta más y no veas cuando empecemos a pagar las letras. —Esta es nuestra tierra prometida, podemos trabajar y ganar. —A pesar del billete, echo de menos aquello. —Pues vete apuntándolo para que no se te olvide, no volveré allí ni atada. De visita, puede. —Tira mucho la tierra, mujer. —A mí nada. —No te confíes, Eulalia, puedes hacerte mucho daño. Izaskun esperaba su fecha con una extraña mezcla de miedo y esperanza. Se retrasó veinticuatro horas pero tuvo el período, una hemorragia normal. Sin embargo guardó cama un día, lo que no había hecho nunca, quizá por el desasosiego que le producía el no empezar de una vez su aventura hacia el matrimonio. Tenía un cuerpo raro, un hormigueo que la desconcertaba. En la cama, sola, contemplando las vigas de madera del techo, sin poder comunicar a nadie su preocupación aparentemente absurda de no tener un hijo de soltera echó terriblemente de menos a Joshe. Si estuviera junto a él en la cama, ya no le daba vergüenza pensar esas cosas, se tranquilizaría. Por nada del mundo renunciaría a Joshe, imaginar el futuro sin él, es un absurdo. Tenía sed y llamó a la madre. —Amatxo, agua, por favor. —Así son mujeres ahora. Cuando tu amona me tuvo a mí estaba arando, me dejó en el caserío y volvió a la faena. Ni cama, ni vitaminas, ni higiene, ni tanto cuento. —Eso no puede ser. —Más o menos, pregunta al aitona y verás. Su madre se dejaría cortar la cabeza por ella, pero nunca la comprendería, por eso Izaskun no le dijo nada. Sabía que en el momento decisivo estarían enfrentadas, no podía contar con ningún miembro de la familia. Pasó el arrechucho. Reincorporada a la fábrica, como ya no podía mantener el truco de la novena, había sido la más larga de toda la historia de la parroquia, Izaskun intentó conectar con Pepe entregándole una nota por medio de la cocinera del autoservicio de obreros. Aitor se había encargado de bloquearle a Pepe, con prohibiciones si hacía falta, el acceso al edificio de oficinas en el que se encontraba la centralita de teléfonos y como no coincidían a las horas de salida, ya que la clase había sido definitivamente anulada, los novios no tenían posibilidad alguna de hablarse. Si Pepe se quedaba a esperarla, Iñaqui se encargaba de coger a su hermana del brazo impidiéndoles el menor diálogo. Cuando Pepe retiró su bandeja, la cocinera le hizo señas. De momento creyó que se había equivocado cogiendo un menú de régimen, los que andaban del estómago tenían un menú más sabroso y por eso en cuanto se descuidaban les daban el cambiazo, pero era otra la razón. —Mira debajo. Debajo del plato, léelo. Sobresalía una nota escrita a lápiz, con letra de cultura general monjil. Aunque no se habían escrito nunca no hizo falta que le dijeran de quién era. Al intentar cogerla, la manchó de sopa. —Gracias, coci. —Por ti no, desgraciao, por ella lo hago. —Hoy sí que te ha salido bien el potaje, mujer, no lo estropees que no te van los enfados. Le citaba cerca del caserío. Era peligroso, pero no quedaba otro remedio, no la dejaban salir hasta el pueblo ni con recomendación del obispo. Pepe no conocía la vaguada de la cita, pero tanteando y ocultándose de posibles miradas indiscretas, con los mismos movimientos camuflados que le enseñaron en la mili, dio con el lugar sin ser visto. Por lo menos eso creía. El corazón se les puso en la boca. Cogidos de las manos se aseguraban que no era un sueño, estaban juntos, hablaban en un susurro para no hacer ruido, de hecho se entendían sin necesidad de mover los labios. Al mismo tiempo escuchaban para no ser sorprendidos como la otra vez. —¿Cómo estás? ¿Estás bien, nena? —Demasiado bien, no he tenido falta. —Mala pata —Pepe decidió sobre la marcha—, tendremos que repetir fortuna. —Lo dices así, en frío, no sé si tendré valor de repetirlo. ¡Y pensar que otras se quedan sin querer! —No en su primera vez, de un abrazo a palo seco sólo paren los conejos. —Por Dios, Joshecho, no digas burradas. —Perdona, vida, mira, he estudiado lo de los ciclos y todos esos jeribeques con un compañero, el Hermelando, tiene tres hijos y no quiere tener más, pero por lo católico. —¿Entonces? —Pues hacemos al revés que ellos y ya está. —No puedo repetirlo, aún no me he atrevido a confesarme. No me lo pidas que no puedo. —Estás en día fértil, si lo hacemos hoy tendremos un hijo. —¿No te da miedo? Criar un hijo. Educarlo. —Miedo si vienen muchos y no hay pan para todos. —Vienen con un pan bajo el brazo. Educarlo. ¿Hablará euskera? Porque será vasco y no te opondrás a que hable su lengua, ¿verdad? —Será de donde quiera ser él. Si tú le enseñas hablará vasco, yo no sé y ya sabes que no pronunciaré una palabra de eso en mi vida, pero no me opongo a que mis hijos lo aprendan. —¡Qué va a ser de nosotros! —Depende de lo que luchemos. Ten confianza en mí. Una vez más, el niño es nuestra salida. Como perros acorralados hicieron el amor, pero esta vez no fue maravilloso, fue un acto mecánico con mucho de sacrificio, una etapa más de un plan que había que cubrir poco a poco. Con el temor de ser descubiertos el asco sustituyó a la ilusión. Izaskun lloraba y Pepe se sentía un canalla. —Perdóname, mi nena, te prometo que algún día me lo haré perdonar. Te haré feliz. Seremos felices. Crearé un mundo feliz para nosotros dos. Repetía lo de feliz en frases incoherentes de alucinado. La muchacha, tambaleante, se marchó a casa sin contestarle. Agatángelo entró con el pie izquierdo en Guipúzcoa. Acudía a todos los reclamos de la prensa, pero siempre llegaba tarde. Estuvo una temporada en una tapicería ganando una miseria, con la esperanza de coger el aire al oficio, pero sólo cogía el aire de la calle, le tenían para chico de los recados y él no tenía edad para empezar con tanto retraso. Entró en una Fundición de eventual, se chamuscó los pelos del pecho como el primero, pero le largaron en cuanto se normalizó la producción. Al final acabó en Urbanasa gracias a los buenos informes de «Morales». El andamio le comía la moral y él mismo se comía los hígados. Agatángelo tenía una mente lineal, inefable protección de la que no puede prescindir todo el mundo, y en Torrecasar no tenía problemas, estaba encasillado en un nivel y en él se desenvolvía, pero ahora se le había complicado la vida, tenía que colaborar al progreso de la familia y a la periódica pesadilla de la letra del piso. El sueldo de peón no llega. El cubre sus propios gastos en la casa, pero no puede colaborar a los de los demás. Pepe es la base. Que haya pasado por encima del padre lo ve natural, pero que se haya saltado a la torera al primogénito lo considera un despojo. Los pequeños adoran a Pepe, es a él a quien piden permiso cuando quieren hacer una barrabasada. No puede aguantar en el andamio. Aguanta porque no hay otro remedio. Por eso, cuando por mediación de Juan Mari, el de lo Viejo, el compañero de Pepe en Lizarraga, le ofrecen la posibilidad de ir a la mar, acepta. —Es de tierra adentro. —No importa. Una cuadrilla entera de Valladolid está saliendo hace tiempo y bien —contestó «Franchés», el patrón. Al día siguiente, a las cuatro de la mañana, inicia Agatángelo su experiencia marinera, el Puerto parece tan dormido como el resto de la ciudad, pero no es así, se mueven los pesqueros preparando la salida, sus focos resplandecen en la oscuridad, por ellos se orienta el neófito. El Nuevo Virgen de la Plaza, matrícula de San Sebastián, mide doce metros de eslora, es el trabajo y hogar de los seis hombres que componen la tripulación. Salen todos los días que les deja la mar y a veces aunque no les deje. Viven de la pesca del día, o sea, unas veces bien y otras mal. Lo que sacan lo dividen en dos partes, una para el patrón, que es el dueño del barco, y otra para el resto. Los gastos que tienen son pocos, ellos se encargan del mantenimiento, pintura y demás. El patrón pone el dinero para comprar lo que haga falta y el combustible, pero no gasta mucho. Tiene un motor de 85 CV, no marino sino de un camión inglés, adaptaron la maquinilla de arrastre y el embrague para que no se rompiera el cigüeñal y así tira. Agatángelo salta a la cubierta y recibe la primera sensación desagradable, aquellas maderas no se están quietas, ve oscilar por encima de su cabeza las luces de posición y pierde el equilibrio. Se apoya en lo primero que encuentra, una especie de barreño, con una luz en el fondo, lleno de peces diminutos. Es el cebo vivo. —¡No escoñes las lunitas! Sólo nos faltaba eso, para un día que llevamos el cebo en verde. —Perdón, me caía. —Tranquilo, tranquilo, pasa aquí —dice «Franchés» desde el puente—. ¡Suelten la estacha que nos largamos! El barco se pone en movimiento. Agatángelo camina hacia el patrón, va espatarrado y se agarra con la mano a cualquier saliente antes de levantar un pie, le parece que de un momento a otro se caerá al agua de cabeza. —¿Qué desea? —Puedes bajar a dormir con los otros, si quieres. Aún nos queda para llegar. —Si no le importa prefiero quedarme arriba, así me despejo. —Como quieras. Tú tranquilo, todo es la costumbre. «Franchés», le llaman así porque es de origen francés, agarrado al timón, parece la estampa clásica del lobo de mar. Tiene fama de buen pescador en la Parte Vieja. Conoce el punto exacto donde los submarinos alemanes hundieron un convoy aliado y este es su secreto profesional, por lo visto entre los cascos retorcidos se crían unas merluzas de miedo. En la temporada se hace el amo. Agatángelo prefiere el aire libre, le cohíben un poco sus compañeros, guipuzcoanos de pura cepa, pero de momento lo peor es el balanceo del barco. Es muy marinero, se mueve mejor que las olas. Atraviesan la bahía, está tan oscura que impresiona, sólo adivina el panorama cada once segundos que el faro de Igueldo barre a su alrededor. Pasan junto a la Isla, su cara al mar abierto está lisa como la pared de un frontón por el continuo golpeteo de las olas, no es raro que salte la espuma hasta la cima. De pronto desaparece todo en la noche, oye el rumor del agua contra el casco, pero no ve nada. La humedad y el viento le entumecen. Pasan las horas. Demasiado tiempo para pensar, Agatángelo se cansa de su inmovilidad física. La maravilla del amanecer no le llama la atención. —Ya estamos en la playa —dice el «Franchés»— avisa a los demás. Playa es el sitio del Cantábrico en el que se paran a pescar. En la cabina del puente llevan un sonar para localizar la pesca, para grandes bancadas va bien, para bichos aislados lo mejor es el ojo clínico. El patrón adivina una barbala y comienza la faena. Los pescadores suben adormilados del pequeño camarote de popa, preparan los aparejos y Agatángelo maneja la caña como ve hacer a los otros. Uno de ellos, el más esmirriado, se encarga de las funciones domésticas, hace café y lo reparte. Es agua chirle. —Perdona, pero la mujer dio el cambiazo el otro día, me dejó el bote de achicoria. No están de buen humor. Llevan varios días de malas y es que con el cimarrón nunca se sabe. Ayer cogieron sólo dos atunes y de unos quince kilos. Llaman cimarrón al pez de cola corta como el atún. «Franchés» le explica rápido a Agatángelo. Prefiere hacerlo él, para después no aceptar disculpas. —Pones la bita así y el cordón del seis, ese del ocho es muy gordo y los peces ven el nylon. Larga cordel. Agatángelo tira el anzuelo y sujeta el mango de la caña entre las piernas al modo de sus compañeros. —Tienes mala cara, ¿te mareas? —Todavía no, pero encima ese café… —¡«Franchés»! ¡Pica uno! —gritan de la otra punta de babor. —Ven y aprende. «Franchés» se planta de un salto junto al que dio la voz de alarma, coge el hilo con la mano y tantea la pieza. Parece buena. Siempre es el patrón el que la saca, se necesita habilidad y fuerza, si te falla el cálculo son muchos duros los que se escapan. Está muy fuerte, le da carrete, recoge poco a poco, vuelve a soltar, el juego se prolonga hasta que el hombre gana terreno y lento, pero seguro, recoge el nylon brazada a brazada. —¿Le ves, nuevo? Sube blanco, blanco, ya está ahí. —No veo nada. —Los terrícolas tenéis la vista jodida —el «Franchés» sigue halando una brazada tras otra. —¡Ya lo veo! —grita Agatángelo. —No te joe, si ya está a bordo, sólo faltaba que tampoco lo verías ahora. El cimarrón se debate entre dos aguas, refleja unas aristas y ángulos plateados que no tiene, es curvilíneo. Le obligan a saltar por el aire. El lomo se pone a tiro y un pescador le clava el bichero, lo sube a pulso. Cae el atún a cubierta y el cocinero, con un mazo de madera, le golpea en el cráneo hasta que cesa de dar coletazos. Escurre mucha sangre por la madera, es un ejemplar de más de treinta kilos, lo meten en el depósito de proa y el cocinero baldea la cubierta. Agatángelo está impresionado. —¡Patrón! ¡Otro! Corre el «Franchés» y se repite la carnicería. Y otra vez. El hilo de Agatángelo se pone tenso. Menuda faena, el patrón no puede acudir a él, tiene que sostenerlo hasta que acaben con el anterior. Intenta maniobrar el hilo con la mano y se la corta, si no suelta a tiempo se queda sin un dedo. También capturan su cimarrón. Es una racha fabulosa, en media hora seis ejemplares. —Nos trae suerte el turista. —Venga, mover la bota. De la matrícula, en la que figura el nombre del barco, cuelga una bota siempre llena de tinto, de eso se encarga el cocinero. Como la falsa moneda pasa de mano en mano y ninguno se la queda, ya no cesa de circular en todo el día. A Agatángelo se le mueve demasiado el vino en el estómago. Está mareado, se sienta contra la borda y aguanta como puede. La buena racha, lo mismo que vino, se fue. Pasan horas muertas en balde. Hasta el mediodía toda la actividad se reduce a un cimarrón que entre tacos y blasfemias logró escapar enderezando el anzuelo, y una conchita, escualo de medio metro de largo, de carne no vendible aunque algunos se la comen, liquidado con saña. Lo cogió uno por la cola, lo volteó y le aplastó la cabeza contra la cubierta. El patrón intenta localizar por la radio alguna zona más propicia, se interfieren conversaciones en castellano, vascuence, gallego y francés. Nadie suelta prenda, si le das una pista a un amigo, se te plantan los escuchas en la playa y se acabó la fiesta. —Vamos a comer, leñe. Después iremos frente a Motrico, está por allí «El Pirata» y ese tiene vista. Por un momento se desentienden de las cañas. En el espacio comprendido entre dos bancos preparan la mesa, una cubierta de automóvil, de las que utilizan como parachoques al amarrar en el muelle, en la que se incrusta la olla común, así se reducen al máximo las oscilaciones y el potaje no tiene escape. Los cubiertos que utilizan son un trozo de pan y una cuchara de madera. Comen por el sistema de cucharón y paso atrás. Agatángelo intenta comer a ver si se le paran las tripas, pero ni por esas. Mira fijo el horizonte pues le han dicho que eso es bueno. Ya lleva consumidos dos sobres de pastillas contra el mareo. El esmirriado cocinero vuelve a preparar su potingue de achicoria. Enjuaga los vasos metálicos con agua marina, así está de salado todo lo que beben, y reparte el falso café. Los pescadores lo enfrían con vino, para matar el sabor dicen. Se lo hacen probar a Agatángelo. El vomitivo cumple su misión, Agatángelo asoma la cabeza por la borda y suelta las potas, cae rendido, ve revolotear unas gaviotas y para de contar. Por la tarde mejora un poco la faena, caen tres cimarrones más, no muy grandes, pero se escapan otros dos. Hay mucha competencia, a diez millas de Motrico la playa parece una verbena, hay barcos de todas las matrículas y una pareja con red. No se puede rematar el día que empezó espléndido. —Media hora más y a casa —ordena el patrón. —San Antonio bendito, haz que pesque un bonito —dice uno, poniendo el último cabo. No pica ninguno. Giran en redondo y ponen rumbo a San Sebastián, se acabó el trabajo. «Franchés», cansado, se retira a dormir, le deja el timón a su hombre de confianza. Son varias horas las que lleva el regreso, el sol se pone. Agatángelo está destrozado, se estira sobre la inclinada popa, al socaire, y se duerme. Con los balanceos del barco su cabeza golpea la madera de cubierta, pero no despierta, la frente se le llena de chichones. Enfilan la entrada de la bahía, un paisaje que muchos donostiarras no han visto desde tan lejos. La gente se prepara para desembarcar y descargar la pesca. —No traes tanta suerte como parece, turista. —¿Mal día? —No se ha perdido del todo, pero los hay mejores. Cuando Agatángelo salta a tierra, vuelve a perder el equilibrio. Las casas no se están quietas, el muelle brinca al ritmo de las olas. Sigue mareado. —¿Vuelves mañana, tú? —pregunta el «Franchés». —Sí —traga saliva antes de contestar. Agatángelo se siente humillado en lo más profundo de su ser, ha fallado, no resistió la prueba. Pero su situación en la familia es insostenible y le empuja a probar de nuevo. A la mañana siguiente, nada más pisar la cubierta del barco, se da cuenta de que no será capaz de resistirlo. Es absurdo intentar ser pescador, siendo de Torrecasar. Un día infernal. Acurrucado en una de las literas, que parecen nichos, del sofocante camarote de popa, pasa las horas más interminables de su vida. Entre náuseas y arcadas, reza y ofrece la intemerata por llegar a tierra firme. La experiencia ha sido definitiva. Se reconcome el alma. ¡Con qué cara vuelve a la construcción! Terminaré odiando a mi hermano. Lo odio ya. Odio a mi familia por admirar a Pepe. Esto no puede seguir así, no puedo odiar tanto a los que quiero. Lo mejor es acabar de una vez. ¿Y la pistola? Me puedo tirar desde el último piso de la obra. Con una pistola es más fácil. No tienes valor. No, no lo tengo. ¿Seré un fracasado hasta para suicidarme? Lo intentaré. Soy un fracasado. Intentaré una machada, superar a mi hermano con su propio método. Es la única salida… si está cerrada, siempre habrá una pistola a mano. Una mañana, sobre la cama plegable de Agatángelo, amaneció esta nota: Queridos todos: Como no sirvo para nada me voy. Me voy a Alemania y muy de veras, no como otros. Me da más miedo que tirarme al ruedo de espontáneo, por eso digo lo de El Cordobés: Te compro un piso o te visto de luto. Lo del piso es casi imposible por lo que a lo mejor no nos volvemos a ver. Os quiere con toda su alma. Agatángelo. Estaba escrita con un dramático temblor en la letra, más allá del semianalfabetismo. La madre, indignada y sin pensarlo, arreó dos bofetones seguidos a Izaskun, la cual encajó el dolor con alegría, era una penitencia moral que compensaba en parte su culpa y encima le daba coraje para reaccionar. Llevaba dos faltas, estaba segura del embarazo, y sacando fuerzas de flaqueza había planteado la batalla final. Intentó hacer la cosa lo más suave posible. Primero habló con su madre, pero la reacción de ésta fue tan extrema, que tras las bofetadas abandonó el cuarto y se lo adelantó a los hombres a gritos. —¡Izaskun está encinta! Estaban jugando a cartas, la baraja se desparramó por el suelo. A Iñaqui se le fue la cabeza, le temblaba el mentón de ira, parecía que le habían violado a él. Le sujetó el padre. —¡La muy zorra! Me lo estaba temiendo. —Cabeza loca. Sal Izaskun —dijo el padre—. Sé valiente y cuenta. Te defenderemos. Izaskun salió muy serena dispuesta a enfrentarse con la familia en un trance por el que ya había pasado muchas veces imaginativamente. La interrogó el cabeza de familia, haciendo visibles esfuerzos por contentarse y tratar de ser justo dentro de su desconcierto. —Explica, pues. —Espero un hijo. —¿De quién? —Del hombre que quiero. —El cacereño ese, claro. —De Joshe. —Pues ese, el cacereño. —No es un cacereño, es de Cáceres. —Es lo mismo, ¿de cuánto estás? —De dos meses. —¿Quieres conservarlo? La de Añorga puede echarte un remiendo, tan temprano no será peligroso. —Mataré a quien intente algo. —Tienes razón, hija, lo que llevas dentro es sagrao. ¿Quieres casarte con ese hombre? —Quiero. —¿Te das cuenta de la deshonra que has traído a la familia? Los Jáuregui nunca dimos que hablar en diez generaciones que llevamos en el caserío. ¿El qué dice? —Está dispuesto a cumplir conmigo. Una pausa en el interrogatorio. Uno de esos silencios opresivos en los que el objeto vulgar, olvidado de puro visto, una olla de barro, cobra tal importancia que se convierte en centro de atención vital. Iñaqui, que desde el principio estaba taladrando a la hermana con una mirada aviesa, no pudo contenerse más y saltó. —¿Pero no se da cuenta, aita? ¡Lo han hecho a propósito para casarse! A ese le sobo yo el morro. —Pues por desgracia lo han hecho muy bien —cortó el padre la explosión del hijo—. ¿Te haces responsable del hecho? ¿No has sido forzada? —En absoluto. —¿No le acusas de nada? —De nada. —¡Qué estúpida! Estás desheredada. —No me importa. —Todo quedará para el mayorazgo. Desaparece lo antes posible de casa, no me vuelvas a hablar y tu desgracia de amante, si tiene dos dedos de frente, que no asome los morros por aquí en la vida. —¿No te opones a la boda? —¿Oponer? Es la única solución. —Gracias, aita. —No des gracias. Ahora tendrás que soportar un castigo, purificar la carne o así, diría el cura. —Bueno, no me importa. —Diez zurriagazos. El padre juez se quitó el cinto con el que más que los pantalones lo que sostenía era la barriga. El padre verdugo alzó la correa y asestó un cintazo terrible sobre la espalda de Izaskun. Un castigo medieval que pocas veces había aplicado. —¡Uno! La joven cayó de rodillas con un gemido, este dolor superaba el papel de penitencia. La madre intervino impetuosa, lo de las bofetadas había pasado a la historia, arropó a Izaskun y saltó contra el marido. —¡Si le pegas el segundo te arranco los ojos! —¡Tiene que purificarse! —¡Purifícala otra vez y te arranco los ojos! —Está bien, mujer. Se acabó, para mí como muerta. —Para mí no y oídme bien todos. Es mi hija y estará aquí cuanto necesite, ésta es su casa, la abandonará el día de la boda. —¿Podré venir a verte, madre? —Cuando quieras, pero él no, por favor, sería demasiado. —Hazles prometer que no le pegarán si lo encuentran. Que no le busquen tampoco. Que le olviden. —Nadie le tocará, te lo prometo yo, hija. La madre se llevó a Izaskun a la cama haciéndole mimos y carantoñas como cuando era una cría. El padre se quedó hablando con Iñaqui, seguía desconcertado. —Tú le conoces, ¿qué tal es? —Un chulín de esos bajitos que no tienen media torta. —¿Como persona? —Malo, va a lo suyo, sin importarle los demás. —¿Como trabajador? —Eso sí, me cago en la mar salada, muy bueno. —Por lo tanto nos casamos en cuanto acaben las amonestaciones. Ya lo sabéis —anunció Pepe. —Con tanta prisa, ¿eh? —preguntó Nacarino. —Vais a ser abuelos. —¿No podías aguantarte? No estamos establecidos aún y los gastos de boda y una boca más no hay que echarlos a barato, ¿te das cuenta? —Ella seguirá trabajando de momento. —Con lo de tu hermano tan reciente. —Se ha ido a Alemania, no se ha muerto. —Con lo católicos que dicen ser los de por aquí y hacer semejante cosa, ¿será buena chica? —preguntó Eulalia. —Buenísima, no se preocupe, madre, en Torrecasar también van a misa todas las mozas y la mayoría se casan en penalty. —Pero no se podrá casar de blanco —metió baza Marta. —¡Y tú tampoco como no te dejes de rascar tanto en ese sitio! —saltó Pepe irritado. —No discutamos, si no queda más remedio habrá boda. ¿Qué tal andan de fondos? —preguntó Nacarino. —¿Quién? —Tus suegros. —Ni lo sé, ni me importa. —Lo digo porque los parientes lo mejor es que tengan más que uno, así, si no dan, por lo menos no piden. —La han desheredado y no quieren ni verla, así que es igual. Asistiremos nosotros a la ceremonia, que ya somos bastantes, y nos ahorraremos el convite. —¿No habrá baile? —preguntó desilusionada Marta. —Ya tenemos bastante festejo, sin necesidad de músicas. —Por lo menos traerá algunos arreos la chica, ¿no? —preguntó Eulalia—. ¿No estaba preparada? —No lo sé, a lo mejor no se estila eso, aquí son muy modernos. Si lo trae bien y si no también. —Ojalá no te hayas equivocado, hijo, pero mucho me temo…, en el pueblo, aunque ocurra el percance, las familias se van preparando con anticipación al parto. —Por favor, madre, ya hemos pasado bastantes apuros. Vamos a forjarnos nuestra propia vida. Nuestra, propia, no calcada de otra. A Pepe se le llenó la boca con la palabra «forjarnos». Soy un forjador auténtico, oficial ya, nada de aprendiz, sé muy bien cómo forjar mi propia vida, de un golpe seco. Quizá tenga que ser una vida marcada con un trébol de cuatro hojas, pero en cualquier caso yo me la forjo y yo me la como. Yo e Izaskun. Le regaló a Izaskun algo que hacía tiempo tenía ganas de regalarle, un sombrero de cacereña, alto, empingorotado, con cintas de colores, las chavalas solían estar muy guapas con este sombrero. Las solteras en la punta llevaban un espejito, símbolo de virginidad, las casadas no lo llevaban. Dudó ante la sutileza, pero como se iban a casar en breve quitó el espejito, daba igual, en Guipúzcoa nadie conocía el significado. Izaskun le regaló a él un monedero con dos escudos, el de San Sebastián y el de la Real Sociedad, el equipo de fútbol. Sin saberlo cumplieron con el rito de los regalos de pedida. El de la boda fue un día triste. Los negros nubarrones proporcionaron una penumbra deprimente a las naves de la iglesia. Para colmo de ambientación el espacio interior de la iglesia de Eibain, catedralicia y severa, es tan amplio que a duras penas lo llena un buen funeral, por eso, a pesar de celebrarse el sacramento en un altar lateral, los asistentes a la ceremonia tenían la impresión de ser cuatro monos mal contados y mal avenidos con el Supremo. Con Pepe había acudido toda la familia. Con Izaskun tan sólo la madre. Eran dos facciones separadas por la desconfianza, no se cruzaron ni una palabra, se miraban con recelo y nada más. Ningún amigo. Los bancos solitarios. Precisamente lo celebraban de madrugada para evitar presencias molestas, a pesar de todo, al fondo, pegadas a la puerta, unas cuantas enlutadas disimulaban la curiosidad con la beatería. La ceremonia fue breve y el sacerdote se ahorró el discurso. Tuvo una pequeña discusión por lo de la alianza, pues Pepe quería ponérsela en la mano izquierda alegando que un anillo en la derecha es peligroso, lo puede pillar la herramienta y desgarrar el dedo, pero sin importancia. El cura lo puso en la derecha, después Pepe se lo pasó a la izquierda y en paz. A la salida muchas mujeres coincidieron en pasar por allí de causalidad, iban a la compra. Las tiendas no habían abierto. Tras los visillos de ventanas también cerradas, se adivinaban ojos asaeteadores. Desde el atrio de la iglesia la comitiva nupcial marchó a la estación, un camino interminable para los novios, tenían la sensación física del peso de mil críticas sobre sus hombros. Sólo un alto en tan largo y penoso itinerario. Iciar corriendo con un ramo de flores en ristre, la única felicitación. Besó a la novia, al novio no podía hacerlo en medio de la calle. —Toma, Izaskun, que seas muy feliz. Dame una ramita, trae suerte, a ver si me caso pronto. En la estación tiene que esperar. El exprés trae dos horas de retraso y han suspendido los trenes tranvía para que recupere algo, una crueldad del destino. Pepe espera y aguanta a pie firme los comadreos que le rodean. Los suyos no dicen nada, la suegra está muda, a lo mejor reza. Cuando por fin se sienta en el banco de madera de un vagón titulado segunda, respira, ha pasado lo peor. Pasan por delante de Lizarraga n.º 2, el techo de la fundición resplandece, están colando. Izaskun le coge la mano. Prepararon la maleta en un decir Jesús, no había mucho que guardar y además se iban cerca y por poco tiempo. El viaje duró quince minutos de taxi y costó cuarenta y cinco pesetas, una carrera de Urraenea al Hotel de Londres y de Inglaterra. Pepe había reservado ya una habitación mirando al mar, sobre la playa de La Concha ahora desierta. Estaba decidido a pasar su luna de miel a lo grande y en San Sebastián. Ellos sólo conocían las migajas de la ciudad y sin embargo allí mismo, por donde él había arrastrado y arrastraría su problema del mínimo vital, había gente que vivía a lo grande. Si hasta venían de Madrid a pasarlo bien a esta ciudad ¿por qué entonces ir a otra? Había calculado cuatro días, pero si se acababa el dinero antes era igual, prefería una luna de miel de un minuto, pero a tope, a todo trapo. Es una vez en la vida. Había elegido el hotel por el nombre, con un nombre tan largo y rimbombante tenía que ser bueno a la fuerza. No se había equivocado, el hotel era muy elegante, daba gusto ver aquellas lámparas, aquellas chorreras brillantes, aquel saber estar de todo el mundo. Les achicó el portero y no digamos el recepcionista, iban mejor vestidos que ellos a pesar del traje nuevo de la boda. A Pepe se le iban y venían los colores por culpa de la maleta, la había comprado de cartón imitando piel, pero allí se notaba en seguida, máxime contrastando con el elegante uniforme del botones que se la había cogido. Una vez en la habitación le dio un duro al botones, elegante pero con cara de golfo, sin saber si hacía el primo o el roña. Soltó la frase universal. —¡Por fin solos! —Hijo, qué apuro con esta gente tan estirada —dijo Izaskun—. ¿Tú crees que lo pasaremos bien aquí? —Fantástico. Nuestra pasta es tan buena como cualquiera y si no tenemos sus costumbres repipis, se tragarán los comentarios porque para eso pagamos y el que paga siempre tiene razón. Actuaremos con naturalidad y sobra. —Tienes razón, además en todas partes cuecen habas, ¿te has fijado la porquería que tienen los bordes de la alfombra de la escalera? Menuda barrida le hacía falta. —No te fijes en esas cosas. Mira. Salieron al balcón. Estaban justo en el centro del fabuloso espectáculo que es la bahía. El mar remansado entre el monte Urgull, el monte Igueldo, las playas de La Concha y Ondarreta y la isla de Santa Clara, la Isla, de tan conocida no necesita nombre. Las olas morían a sus pies, cuatro pisos más abajo, con un ruido rítmicamente monótono. Iban a saborear las mieles de un mundo feliz, apenas intuido. El lujoso baño y la confortable habitación protegían su intimidad, la llave de la puerta era el compinche que les aislaba del medio, deseado y hostil. Cayeron en la cama como en un éxtasis. Los pinos tras la fábrica de papel, con sus olores y espumas, quedaron muy lejos, pertenecían a otro planeta. —No me dejará dormir el ruido de las olas —dijo ella. —Es una canción de cuna para ricos, ya verás como a eso nos acostumbramos pitando. Durmieron tanto que se saltaron el desayuno. Bajaron directamente al comedor con un hambre de lobo. El comedor también les impresionó, era tan amplio que se sentían abandonados en un escenario con el público pendiente de sus menores movimientos, si les llegan a enfocar con un reflector no se hubieran extrañado. Los peores son los camareros de etiqueta, parecen mirarles con desprecio llamándoles farsantes. Sois lacayos como nosotros. ¿Qué hacéis ocupando el puesto de los señores? Los hombres, con grandes carteras repletas de documentos importantes, hablan en idiomas extraños. Las viejas sí que tienen pinta de millonarias, se las entiende menos todavía. Hasta el menú viene en extranjero, les costó trabajo dar con la columna en español. Tienen hambre y no saben qué elegir, además el camarero, con cara de sibarita francés, lápiz y papel a punto, les pone nerviosos, no hay forma de quitárselo de encima. —¿Qué comemos? No entiendo ni lo escrito en castellano. —Habla bajo, si nos oye este individuo va a pensar de nosotros cualquier cosa —respondió Izaskun. —Si fuéramos turistas… —Podemos presumir hablando algo que no nos entienda —Izaskun ordenó sus pensamientos en voz alta—. Ta artez, janari-txartelari begiratu, gabe zuku on bat, legatza ta xerra aundi baña eskatu gendun[33]. —Bai, andrea, ondo dago, ez kezkarik izan[34] —dijo el camarero. Se llevaron una sorpresa, pero agradable. El camarero, un vasco de pura cepa a pesar de los modales afrancesados, el oficio es el oficio, se dio cuenta de la situación de su paisana y la echó un cable. Desde entonces contaron con él para todo. Traducía sus deseos al argot de la clase alta y además les reservaba los mejores bocados. Se lanzaban miradas de inteligencia y se divertían con ello, estaban jugando a engañar al resto de los comensales. Fue un gran puntal para la felicidad de aquellos días, entraban en el comedor como Pedro por su casa y disfrutaban como chiquillos con cualquier ventaja que su plato llevara sobre el de los demás. Dada su predisposición, cualquier cosa les hacía gracia. Despreocupados, reían por nada. Ante el rótulo de una botella: «Agua científicamente tratada. Con sabor a agua. No contiene gérmenes». Ante un letrero mural: «Rizos de maíz asados al queso». ¡Si sabrá lo que es necesidad el que coma esa porquería! Ante la locura colectiva del consumo por el consumo. Se levantaban tarde, comían a la carta, iban a cines de estreno, paseaban, tomaban aperitivos en las cafeterías de la Avenida, bailaban y todo sin hacer una cola de autobús o trole. Descubrieron una población totalmente nueva, pero con una sociedad demasiado coherente y armónica para caber en ella. Oscilaban entre la atracción y la repulsión. No se mezclaron, el inmigrante es un proletario que siempre corta la mahonesa, ni quisieron, ni tuvieron opción a ello. De todas formas lo pasaron en grande, tanto que cuando se quisieron dar cuenta no es que se hubieran pasado los cuatro días previstos, es que se les habían acabado los fondos. Invitaron en su habitación al camarero vasco, el único amigo que habían hecho, y se acabó. —Bueno, chata, llegó la última escena de la película. Fin. —Ha valido la pena, Joshecho, pase lo que pase, sea de nosotros lo que sea, nunca nos podremos olvidar de estos días. —¡Que nos quiten lo bailao! —¿No dirá nada tu familia por habernos gastado el dinero de una forma tan tonta? —Que digan misa. —Lo malo es el siguiente plazo del piso, ¿no? —Espera hasta mañana para preocuparte. Sería fantástico si algún aniversario futuro… Acuérdate de la habitación, el número, si algún día hacemos dinero volveremos. Un mes. O más tiempo si nos place. —¡Loco mío! —No me abraces que nos quedamos. Bajaron. La última vez. En el hall unos jóvenes se comían las uñas nerviosos, no se miraban a la cara, cada uno era para otro la competencia, el enemigo a vencer, les habían citado, a través de un anuncio en la prensa para una entrevista personal, en la que cederían al más apto la representación para Guipúzcoa de un importante laboratorio farmacéutico internacional. La maleta les azaró de nuevo, a los jóvenes no les llamaría la atención ni un elefante que atravesara el vestíbulo, pero al portero no se le va ni una. Llamaron a un taxi. Los taxistas están inmunizados contra las cosas más raras, éste ni siquiera pestañeó cuando la pareja, desde la puerta del Hotel de Londres y de Inglaterra, le ordenó ir a Urraenea. Fueron las últimas cuarenta y cinco pesetas que les costó su luna de miel. Izaskun se sintió desplazada nada más entrar en el piso de la familia Bajo, a pesar de que el recibimiento no pudo ser más cordial. Comenzaba la lucha contra la rutina cotidiana. Resultó un tanto embarazoso eso de nada más llegar desplazar a los suegros de su habitación, la mayor, pero Pepe lo había propuesto como requisito imprescindible y la verdad es que sus padres no se ofendieron por ello. Tras la marcha de Agatángelo, todo el mundo aceptaba tácitamente la jefatura real de Pepe. Las mujeres colaboraron al traslado, al mismo tiempo se estudiaban, se notaban diferentes y hacían esfuerzos por salvar esa diferencia. Izaskun empezó a colocar sus vestidos en el armario, siempre había tenido buen gusto y dentro de sus posibilidades seguía la moda, colores alegres y faldas cortas. —¡Qué monada de trapos! —exclamó sincera Marta—. Tenemos que ser muy amigas. Si me sientan bien y tengo que ir a una fiesta, ¿me dejarás ponerme alguno? —¡Niña! —reprendió Eulalia— no seas descarada. Te tendrás que hacer algo más serio, ¿no, hija? Izas… Ikaza… —Izaskun. —Perdona, hija, estos nombres se me resisten. Digo lo de la ropa porque como ahora estás casada, ya sabes. —¡Mira qué bañador, mamá! Parece de artista de cine —Marta extendía el maillot sobre su cuerpo, mirándose al espejo. —Ese sí que te lo dejo, cuando llegue el verano no entraré ni en uno doble —Izaskun trazó con la mano el perfil de su futuro vientre de embarazada. —Tienes razón, Izas… Izaskun… es muy descarado para ti ahora —dijo Eulalia. —Es un bañador adorable, más peligroso que tocar a un hombre —insistía Marta en las pruebas. —¡Niña! Deja eso y no digas majaderías. Por fin quedó terminado el cuarto. Izaskun se abrazó aliviada a Pepe, sentía una terrible falta de intimidad, todos sus actos serían públicos, las paredes no eran de cristal, pero sí de papel. —Quiero llevarme bien con tu familia, Joshe, si alguna vez discutimos por mi culpa perdóname desde ahora. —No tengas miedo. Es lógico que existan algunas diferencias, cuando tengamos piso propio todo irá sobre ruedas. —Eso es. No tengas miedo, forastera —dijo Quico. El gemelo niño seguía con la devoción de un perro faldero a su hermano, el héroe. No habían cerrado con pestillo la puerta y allí estaba el pequeño haciéndoles compañía sin que ellos se dieran cuenta. —¡Oh, Joshe! Este es mi miedo. —Largo, Quico, no entres nunca más sin permiso. Sé un niño bien educado, ¿eh? —Está bien, no las píes. —Y no es una forastera, es tu nueva hermana, recuérdalo. Pasaron a la cocina. Eulalia ya estaba guisando, pero le ofreció de inmediato los trastos a la cuñada. Cada proceso de la vida familiar parecía un examen. —Si quieres, puedes hacer algo a tu estilo. —No es necesario, señora, yo como de todo. ¡Uf! Qué frase más tonta, perdón. —Llámame de tú y mamá, ¿quieres? Y nada de perdones. Tenemos alubias, podemos ponerlas como te apetezcan. —No se preocupe, madre —intervino Pepe—, Izaskun es una buena cocinera. Aquí se comen mucho, entre los dos las haremos. —Que conste que yo no sé preparar una fabada asturiana, unas habas con chorizo y vale —dijo Izaskun. —Eso, eso, como en el pueblo, yo iré preparando la pescadilla. ¡Si supierais! La pesca anda por las nubes —dijo Eulalia. —Eso sí que no lo sabíamos —bromeó Pepe—. A lo mejor las vacas son los animales submarinos. La pareja enredó con los cacharros estorbándose mutuamente, si llegan a estar solos se divierten de lo lindo. La suegra observaba si su nuera dominaba el asunto o no, en la cocina se conoce a la mujer de su casa. No estaba mal, pero faltaba un detalle. —Ahí tienes el laurel, Izaskun. —¿Para qué? —Para el punto. —No lleva especias. —Bueno, bueno, ponlo a tu estilo. La mesa, sin querer, una nueva prueba. Todos los comensales estaban lo más simpático que podían. No la dejaron hacer nada, servir y cosas así, alegando que ya la habían explotado bastante obligándola a cocinar. Con el plato lleno, Izaskun se persignó mecánicamente, esperó en vano que el mayor de la colectividad iniciara un padrenuestro. Miró a Nacarino y éste le devolvió una sonrisa. No tenían la costumbre de rezar en las comidas. Para romper el hielo charlaron de cualquier cosa, del tiempo. —Tienes que llevarla a Torrecasar —explicaba Nacarino, siempre añorante— para que se hinche de sol. Sol a manta. Allí siempre hace bueno. —Será lo único bueno. Demasiado sol, se sumen hasta las personas, mira lo chiquitajos que somos tos nosotros, aquí, con tanta agua, salen tiarrones como regaos —dijo Eulalia. —Es más sano el clima seco —opinó Izaskun. —Di que sí, hija, llevo una temporada que no me quito la reuma de encima, eso que me han regalao una pulsera de cobre de las que ha inventao el médico de la gracia, don Servando, el de Trujillo, que por lo visto estuvo aquí de consultas. Y mira que yo en la vida tuve ná de reuma, ni cosa alguna de las bisagras, que en el campo me doblaba como el primero —dijo Nacarino. —Será la costumbre. —No, ni hablar, a mí cuidao que esto me gusta, pero la humedad es la humedad. ¿Te has fijao lo que tarda en secarse la ropa? —dijo Eulalia. —Cómo se va a fijar, si siempre ha vivido aquí —defendió Marta. —No, si tiene razón —dijo Izaskun— aquí son muy prácticas las lavadoras con secadora centrífuga. —Esos armatostes estropean la ropa —opinó la suegra. —No sea antigua, madre —dijo Pepe. —No funcionan bien todavía esos aparatos, quizá con el tiempo, con más inventos. Pero de lo que no me apeo es de la humedad, mira Quica el despeñe que ha pillao. —Pero si se le atajaron los cursos de radical —puntualizó Marta. —¿El qué? —La cagalera. —No hablar de esas cosas en la mesa, caramba. —Pero queda claro lo de la humedad. Mira qué friegas más enormes me salen —Eulalia cerró el tema enseñando sus sabañones. Terminaron de comer. A Izaskun, a pesar de la abundancia de verdura, le parecieron raciones pequeñas para los hombres. Se le escapó la pregunta hacia Pepe. —¿Te quedas de hambre? —Es suficiente, chata, ¿y tú? —Yo no, pero tú haces un trabajo muy duro, tienes que comer más. —No es conveniente atracarse, el señorito fino se levanta de la mesa con su poquito de hambre —dijo Eulalia. —El que se levanta con hambre es el pobre, madre. Los recién casados salieron a pasear, así Izaskun conocería el barrio. Acostumbrada a la vivienda unifamiliar del caserío, aquella promiscuidad que trascendía hasta la calle le repelía. Estoy haciendo una estúpida discriminación, pero no es eso, yo sólo quiero defender la intimidad de mi matrimonio. No tengo por qué compartirla con esta gente. No es esa la verdad. La verdad es que no me gustan y que tengo pánico de convertirme en una de ellas. Quiero a Pepe, ¿será suficiente? Eran el centro de todas las miradas, conocían su historia como si la hubieran publicado las revistas especializadas en chismes. En seguida les localizó Hermelando. —Felicidades, pareja. Ya tenía ganas de echarte la vista encima, golfante. —Te presento a Izaskun, mi esposa. —Enhorabuena, señora, es usted muy nueva. —Gracias, Herme, ¿y la familia? —Bien, gracias. No quiero estorbaros estos días, así que sólo te lo recuerdo, ahora sí eres un cabeza de familia y debes meterte en la Asociación. Se puede hacer mucho, el chaval ese, Juanma, pita de miedo, pero necesitamos gente como tú. —Pero si soy analfabeto, firmo con ésta —mostraba el pulgar—, con la Parker 21. —Presumes de tonto y eso no está bien. —Nos largaremos de aquí lo antes posible. —No importa, hasta entonces hay tiempo. Piénsalo. Siguieron paseando. Cada vez que oía un grito en andaluz o gallego, Izaskun se agarraba más fuerte al brazo de Joshe. Tenían un plan trazado, de momento trabajarían los dos, después del parto les concederían un piso en la fábrica y entonces ella se podría quedar en casa. Me dan escalofríos de pensar que el plan pueda fallar, si tengo que quedarme a vivir para siempre en este sitio, no lo resisto. ¡Que nos den el piso y subo descalza a Aránzazu! Daba pereza regresar a la fábrica tras los maravillosos días pasados en libertad. La vida es así, lo bueno, breve. Izaskun soportó como pudo el bombardeo de la centralita. Señorita, con la delegación de Barna, urgente. Reclame la de Barreiros. ¿Qué pasa con Astilleros de Cádiz? Con mi domicilio particular, por favor. ¿Lizarraga? ¿Por qué no contesta? Cuando llame Mondragón póngale con la secretaria de gerencia, París pásemelo a mí directamente. El teléfono le mordía las orejas con rabia, encima sentía cierto mareo significativo y las compañeras se daban cuenta. Aguantó el tipo. ¿Está dormida? Hace media hora que he pedido la delegación de Barna. También era mala pata que no sintiera nada hasta justo reanudar el trabajo, si flaqueaba daría lenguas a los comentarios y a la extendida opinión de que la mujer casada, en casa. Estaba muy mal visto en Eibain que una casada trabajara fuera del hogar, esto aumentaba la mala fama de Pepe. A Pepe también le mordía en los oídos el estampido de la prensa, apretaba los dientes para encajarlo, pero ni así, ni de ningún modo. Era un ruido brutal que entraba por las orejas, nariz, boca y ojos, aplastando los sesos contra el fondo del cráneo. El runruneo de las olas muriendo en la arena de la playa. —Oye, Iñaki, ¿apuestas a que tu hermana tiene un sietemesino o algo así, pues? La broma de mal gusto estaba destinada para provocar a Pepe, afortunadamente éste no la oyó. Iñaqui respondió con una mirada tan asesina que ahí acabó la intentona. Al mediodía, antes de reanudar el trabajo, el matrimonio fue a la Oficina Administrativa. Tenían papeleo, entre otras cosas no habían cobrado la prima del sindicato por boda. Las paredes del despacho sostenían una colección de carteles máximas, tan honestos como antipáticos. «El Tiempo es Oro. La Puntualidad es la Primera Virtud del Empleado Concienzudo. Nótese que siempre son los mismos los que llegan tarde». «Sed Breves. Vuestros minutos son tan valiosos como los nuestros». Se imaginaron esto otro: «Amaos los unos a los otros». —Enhorabuena, pareja —dijo el jefe de personal. —Venimos a arreglar los papeles para lo del seguro y dejar las cosas en orden —dijo Pepe. El jefe de personal tomó unos datos, revolvió unos libros y terminó dando la receta. Siempre la daba. —Si la mujer no trabajase cobrarías cinco puntos y ella estaría más a gusto en casa, además en cuanto tengáis familia no os va a quedar más remedio, en mi opinión Izaskun no debería trabajar en la fábrica. —Pero tiene derecho, ¿no? —Sí, claro que sí, pero sin cobrar puntos. —O sea, que si fuera millonada y no tuviera necesidad de dar golpe, encima nos darían dinero. —No es por ese lado, muchacho. Vale. —Quisiera otra cosa, verá usted, nos hemos enterado de que la empresa va a construir pisos en Eibain para los empleados y quisiéramos saber si podemos contar con uno. —Hombre, eso de contar con uno son palabras mayores. Nadie lo tiene seguro. Os apuntaré, pero tardarán un año o más y se repartirán según méritos y necesidades. —Creo que méritos tenemos, en fin, los dos somos de la casa. Apúntenos, por favor. Salieron. El tío aquel era un cenizo y eso que conocía a Izaskun desde niña, lucharían por su derecho al piso, si pedían la luna como requisito para ello la darían. El amor es invencible. Las olas seguían runrureando sobre la arena de la playa. En Toki Orive se celebraba una fiesta diplomática, un hijo de los patrones había sido nombrado embajador en Bujumbura, capital de Burundi, 2 780 000 habitantes e independiente desde 1962. A sus años eso significaba iniciar una brillante carrera y había que difundirlo, bastante le habían tomado el pelo durante los diez años de opositor. Estaban prácticamente todos los nombres que salen en los ecos de sociedad del Diario y La Voz, así como las venerables damas redactoras de los mismos. Estaban todos porque todos son amigos, para mayor realce se trajeron a unos cuantos de Francia. Marcelino, el chófer de la casa, un renegado golfo y simpático, dice que Dios los cría y ellos se juntan. Los trajes de noche y los smokings encandilan los ojos de Marta, se ha quedado para ayudar en la cocina y por una claraboya vigila un corto tramo de pasillo. Está entusiasmada a pesar de su limitado campo de visión, tan entusiasmada que no ayuda. Es un personal tan guapo y distinguido como el que aparece en el Hola. La próxima vez procuraré quedarme de camarera. ¡Casi nada poder atravesar el salón en plena fiesta! De todas formas se las apaña para poder echar un vistazo rápido al salón. En el aparador del pasillo han quedado unas copas abandonadas, es la oportunidad. Se arregla la falda, se pone delantal y cofia, y sale por ellas. Se embelesa contemplando su imagen metida en plena fiesta gracias al reflejo de la luna, alarga el tiempo colocando y descolocando las copas. Pasos, con el rabillo del ojo ve pasar a su lado un hombre elegante, solo, seguro de sí mismo. Cuando recibe el pellizco en salva sea la parte no da crédito a sus sentidos, se aguanta, pero se vuelve un poco para ver quien ha sido. Cuando lo cuente en el barrio no se lo van a creer. —Sinvergüenza —le chista cuando reconoce a Marcelino—. Si seré tonta que no distingo un chófer de un caballero. —Guapísima. —Te voy a dar una galleta. —Luego. Cuando se acabe el jolgorio espérame, te llevaré a casa en el Cadillac. ¿Te gusta pasear en coche? —No te molestes, tengo otros planes. Dan por terminada la peligrosa conversación. Si los descubren de cháchara en el pasillo los echan. Marta espera ilusionada. Marcelino es un hombre terrible, dicen que fue amante de una condesa y que más de una de tiros largos suspira por sus huesos. Al instalarse en el Cadillac, Marta siente un hormigueo indefinido por todo el cuerpo, nunca había estado en nada tan confortable. Un relajamiento maravilloso la invade. Dan un paseo que termina en una rotonda abandonada sobre el mar. Al fondo, por algunas luces aún encendidas, se adivina la ciudad. En la rotonda hay otros coches con parejas dentro, tienen apagados hasta los pilotos. Se abandona a las caricias de Marcelino. Cuando llegan a Urraenea, es la primera vez que Marta sube la cuesta en coche, no se ve un alma por la calle. Aún se detienen otros minutos en una larga despedida. El coche es maravilloso. Adiós, carroza. Al subir a casa y tropezar con unas latas de conservas vacías, Marta vuelve a la realidad. Un perro ha volcado el cubo de basura por las escaleras. Esquiva otros desperdicios y abre la puerta con mucho sigilo. Se da de narices con Izaskun, está en bata, esperándola. —Te he visto llegar, Marta. —¿Ah, sí? ¿Y qué? —Debes tener cuidado, estas aventuras son muy románticas, pero muy peligrosas. —¿Más peligroso que subir a pata, sola, a estas horas? Me he ahorrado una caminata y estoy contenta. —Comprendo que no tienes amigas de tu edad, pero puedes confiar en mí, no quiero que se enteren tus padres, puesto que no ha pasado nada, ¿verdad? Podemos charlar como amigas siempre que quieras. —Si piensas algo malo, te equivocas. —No te ofendas, pero ¿a que no comulgarías ahora mismo? —¿Te crees que todas somos como tú? —¡Oh! ¡No! La alusión a su embarazo prematuro derrumba a Izaskun. Huye, se refugia en el cuarto solitario, Pepe está en el turno de noche y ella no puede dormir, se asoma continuamente a la ventana, por eso vio la escena del Cadillac. Llora. Una hora después alguien golpea débilmente la puerta del dormitorio. —¿Quién es? —Soy Marta, ¿puedo entrar? Izaskun recompone la figura. Tiene que ayudar a su hermana política, es casi una niña. Se traga las lágrimas. —Claro que sí, chiki, ¿estás más tranquila? —Perdóname. —Tú me tienes que perdonar a mí por pensar mal. —Tienes razón, ¿sabes? No lo volveré a hacer, pero prométeme que no se lo dirás a nadie. —Prometido. Será un secreto entre nosotras. —¿No me coges rabia? —Al contrario, ahora te quiero más. —Si me perdonas, me sentiré mejor. —De acuerdo, estás perdonada. Vete a dormir y recuerda que puedes hablar conmigo con entera confianza. Soy una tumba. Se besan. En Izaskun, en contra de su voluntad, el poso del reproche se estratifica con otras sensaciones, con la soledad, haciendo costra. Cuando de madrugada llega Pepe, corre a cobijarse en sus brazos, él se lo nota en seguida. Hay ojeras inconfundibles. —¿Qué te pasa, vida? —No me pasa nada, será natural de mi estado. No puede contarle que su hermana la ha ofendido porque no es verdad, no puede contarle nada concreto, está triste, eso es todo. El primer embarazo es muy raro. —No te adaptas a mi gente, ¿verdad? No te preocupes, en cuanto tengamos nuestro propio piso viviremos como a nosotros nos dé la gana. —Eso es lo que más deseo en esta vida, Joshe, dime que lo tendremos. Júramelo. No, no me lo jures, no hace falta, dime que sí. —Te lo juro. —Me deprimo con tonterías, no te preocupes. —A ver, cuéntame. —No sé, son tonterías, por ejemplo, ayer por la mañana unas mujeres organizaron el gran pitote, que si le habían robado el cubo de la basura, que si no, que si vete a saber. Una dijo que si le había mentao la madre y le encasquetó a la otra el cubo en la cabeza. Toda aquella porquería resbalando por la cara. Me dieron náuseas. —Bueno, el barrio está por hacer, ya va mejorando. Con el tiempo y una caña nos civilizaremos. —¿Y lo de Encarnita? La que está ahora con Niceta, trabaja por ahí de interina y tiene pánico de volver al pueblo. —No la matarán, digo yo. —No es que todo lo vea mal, es que estoy muy sensible, no sé lo que me pasa. El crío se me mueve una burrada. —Tranquila, mujer, conseguiremos el piso y viviremos felices con el niño. Porque será niño, ¿no? —Con los niños, porque tendremos muchos. Los brazos de Pepe eran el mejor sedante para Izaskun, entre ellos se sentía segura. Así se durmió de madrugada, no iría al trabajo, estaba agotada, por la tarde cogería la baja. Esta vez fue I.J.F. el que quiso marcarse el tanto, encontró en la revista Industrial World, de suscripción gratuita, el anuncio de un sistema de engrase centralizado que por nebulización proyectaba un fluido grafitado sobre las dos estampas cada vez que se forjaba una pieza y así conseguía una dosificación perfecta y automática. El anuncio citaba referencias de aplicación con incrementos sustanciales de rendimiento. Empleó la tarjeta franqueo en destino para solicitar información complementaria. También gratis. Los folletos que le enviaron, con abundantes croquis y datos, eran americanos, le sugirieron la idea de hacérselo él mismo, no parecía un mecanismo tan complicado. Si salía bien se apuntaría un tanto ante don José María, dejando en ridículo los cálculos del Departamento de Organización y Control. Cada vez estaban más pesados, con tanto organizar le estaban mermando su poder ejecutivo. Hizo un diseño con tres variantes horquillando el mecanismo original, para no dejar huellas rompió los folletos publicitarios. En el taller mecánico le prepararon los tres modelos, siguió borrando huellas al cargar el gasto en el concepto de reparaciones. Le faltaba el fluido grafitado, pidió muestras al Departamento de Compras y le inundaron el despacho de botes. A pesar del monopolio de petróleo existe una competencia feroz en los lubrificantes. Seleccionó por la literatura adjunta al bote los tres que tenían mejor pinta y ordenó unas pruebas. El aún inexperto A.I.J.F., Ramón Rodríguez, se encontró con aquellos tres cachivaches sin saber qué hacer con ellos y sin poder consultar con el encargado que de eso no tenía ni idea. Como los representantes de las casas de aditivos —los tres atribuyéndose el número uno de ventas en el mundo— no le dejaban en paz diciéndole que eran los mejores, que si tal, que si cual, recurrió a ellos. Lógicamente sabrían manejar aparatos similares. —¿Ustedes son especialistas? —Los mejores del mercado nacional e internacional. —¿Tienes experiencia? —La más posible. —Como especialistas, y dada su experiencia, la prueba comparativa del producto la van a dirigir ustedes mismos, así no nos podrán atribuir ningún error ni partidismo. —Hombre, si…, experiencia práctica, ya sabe…, es la firma…, en la documentación técnica se indica el modo correcto de aplicación. —Si no están al frente, responsabilizándose, no probamos su lubricante. —Pero si es muy sencillo. —Pues por eso. —Está bien, de acuerdo —todo sea por la comisión. Esto lo pensaron, pero no lo dijeron. Los representantes apechugaron con la prueba y allá fueron, a la Forja. Alguno no había visto ni una sola vez en su vida lo que vendía, pero tenía cara para eso y mucho más. Andaban con miedo de mancharse y de que alguna pieza al rojo les sacudiera, era ridículo trabajar en aquel ambiente con traje de calle. E.F., Aitor Arana, al ver tan extraña comitiva se tentó las ropas antes de tomar una decisión. El perito se queda viendo y con testigos desconocidos, más vale hacer las cosas por lo fino. Para esta prueba necesito un buen operario, Pepe me viene como anillo al dedo. Como persona será lo que sea, pero del oficio sabe un rato largo, si lo hace bien ya me las arreglaré para que algo me toque a mí también, si sale mal que él cargue con los vidrios rotos. Cogieron unas piezas standard perfectamente controladas. Aplicando los distintos productos verían con cuál se forjaba un número mayor sin necesidad de retocar la estampa y el acabado superficial con que salían. —¿Cómo se aplica esto? —preguntó Pepe. —En cantidad suficiente para producir una película grafoidea sobre las superficies en contacto —dijo uno. —¿Cómo? —Como usted crea que es mejor, vaya. —Le daré a ojo y variaré sobre la marcha. Pepe embadurnó con una brocha las matrices y comenzó a forjar aplicando el aceite grafitado con la pistola diseñada por I.J.F. Con cada golpe se producía un humo espantoso que apenas dejaba ver. Los representantes se separaron asustados, no era para menos. El primero que probaron fue el de Graphite Hispania, licencia francesa, iba muy bien pero producía una atmósfera irrespirable. Al día siguiente ensayaron el de DMoil Española, licencia alemana, producía tantos humos como el anterior y encima no se notaba ninguna ventaja sobre el trabajo normal. El último que estaban probando, el de Colloids Ibérica, licencia americana, marchaba casi igual que el primero, pero con menos humos que ninguno. Los dos representantes merodeaban nerviosos la prensa. —Va bien, ¿no? —preguntó el de la Ibérica, en un aparte, a la hora del bocadillo. —Lleva una marcha como el grafito hispánico ese. A mí me parece, ¿eh? —contestó Pepe. —¿Un pitillo? —Gracias, estoy comiendo. —Yo creo que nos conocemos, ¿no se acuerda de mí? —Me resulta una cara familiar, pero no hago memoria. —¿En la pensión de la calle Miracruz? ¡Claro que sí! Usted acababa de llegar a San Sebastián. La de la patrona con pinta de sultana mora. —Hombre, claro que sí, ya caigo. Usted era el que le gustaba vender cosas. Parece que le ha ido bien. —No puedo quejarme. ¿Nos tuteamos como entonces? ¿Y tú?, ¿qué tal te defiendes? —Ya ves. —Ahora tienes una oportunidad, el dinero no está en la producción, está en la venta y tú, ahora, puedes decidir una, lo que tú digas se lo traga hasta el ingeniero. Estoy dispuesto a darte la mitad de mi comisión de todo lo que vendamos en Forja. ¿Hace? —No me líes, yo soy aquí el último mono. —Si tú dices que el de Ibérica es el mejor, cuela. Con tanto humo aquí no se aclara nadie. —Si va mejor sí lo diré, si no, no. Se me puede caer el pelo y eso es jugar con las habichuelas de la familia. —Seguro que va mejor, no ves que es un producto americano, tiene que ir bien por narices. Te puedes achantar un plus con toda tranquilidad, no seas bobo, progresa. —Vamos a hablar de otra cosa, dame el pitillo que me ofreciste y no te enfades. —Con ese espíritu no irás a ninguna parte. Toma. Manuel Gil, representante de Colloids Ibérica para la zona Norte, antiguo empleado de banca, miró con desprecio al cacereño que reanudaba las pruebas de un producto extendido por todo el mundo, atreviéndose a poner en duda su eficacia. No se puede esperar nada de esta gente, no tiene iniciativa y así les luce el pelo. En el mejor de los casos este pobre hombre se jubilará agarrado aún a la forja tragando quina. Se apartó para no mancharse con las salpicaduras del famoso aceite, no había quien quitara después las manchas de grafito. Observó las piezas forjadas con el producto de su representada y se encogió de hombros, no podía decir si salían mejor o peor que las demás porque ni siquiera sabía si estaban bien o mal terminadas. Cogió una y se quemó, aún estaban calientes. El pinche las manejaba como si tal cosa, los callos de la mano sustituían al guante de amianto. Su compañero, el de la competencia francesa, se le aproximó para charlar un rato. El de DMoil Española se había ido, al ver que no tenía posibilidades de ganar, a visitar otros talleres. Eibain es una plaza importante. —¿Qué hay, Manolo? —Nada, chico, esto es más aburrido que un guateque de Acción Católica, limonada y tentetieso. —Estas pruebas son la muerte, puedes estropear un traje, no visitas y no cobras kilometraje. El completo. —Merece la pena, el que se lo lleva agarra un buen pico. —Para eso te estabas trabajando al obrero, ¿eh? Toma un cigarrito, etc. ¿No le habrás hecho ninguna proposición deshonesta? —Tú sí que le das jabón al perito. —Ese no pinta nada. Aquí me parece que el que corta el bacalao es el shomorro del encargado, pero la prueba va en serio. —Entonces ganaré. —Claro, no sé cómo te enteras siempre de mis ofertas y hala, a bajar una pela. —Vamos iguales. El que gane invita a una cena, ¿hace? —Vale. ¿Fumas? Con este rollo me cargo tres cajetillas, muchas pruebas como ésta y acabamos tísicos. Pepe terminó la tercera serie. La suspensión coloidal de origen americano iba bien, pero la de origen francés iba todavía mejor, aunque producía una cantidad de humos insoportable. Estaba seguro del resultado y no iba a dar gato por liebre, por eso procuró salir sin encontrarse con su viejo compañero de pensión. Este resultado era algo suyo, algo que él había podido hacer por su habilidad, por su trabajo, por no sabía qué, pero que lo convertía en algo íntimamente suyo. Satisfacción de la labor creadora se llama este sentimiento. La manzana para el manzano tiene que ser algo parecido, ea, y no la voy a pudrir por cuatro cochinos cuartos mal contaos. Lo que me cabrea es que, sea cual sea el aceitorro que terminemos consumiendo, uno de estos señoritos se va a forrar a cuenta nuestra. Nosotros tragando humo y ellos ni siquiera han querido mancharse las manos. ¡Qué miedo a mancharse, madre mía! Pasó los resultados y éstos recorrieron el cauce administrativo normal hasta llegar a la mesa del, en este caso, todopoderoso ingeniero Jefe. Llegaron junto con diversas piezas maestreadas al azar para poder efectuar comparaciones de gabinete. El aumento de producción, por lo menos en punta, era sensible: un 20 por ciento. ¡Qué golpe para el Departamento de Organización y Control! I.J.F. se frotaba las manos, aunque le preocupaba el asunto de los humos, podía acarrear complicaciones laborales. Una preocupación relativa, claro está, ya que se podían disminuir o eliminar con el sistema de aplicación automático. El que habían realizado en el taller era muy elemental, pero el sistema definitivo era caro y tenía que estar seguro de los resultados antes de realizar la inversión, si no el golpe de efecto se le volvería en contra. Nada tan demoledor como un gasto imprevisto sin rentabilidad inmediata. Llamó a su ayudante para que le ratificara el optimista 20 por ciento con otros detalles complementarios. Quería atar todos los cabos. —¿Podemos estar seguros de este incremento, aunque se trate de un punto máximo? —preguntó el ingeniero. —Creo que sí, las pruebas se han hecho concienzudamente —respondió el perito. —No basta con creer. ¿Quién las ha hecho? —Un tal José Bajo, uno de los nuevos. —¿Un solo hombre y nuevo? —Trabaja bien. Aitor dijo que no se podía distraer más personal, pues bajaba la producción, estaban los técnicos comerciales de las casas suministradoras comprobando si la aplicación era correcta. —No es un ensayo seguro. —Estaban los técnicos comerciales… —Nos vamos a tener que fiar de los datos de un piernas cualquiera para decidir, no me gusta un pelo el asunto. Lo pensaré. Desde luego antes de meternos en gastos de instalación haremos una prueba masiva con el producto francés. Puede retirarse. Ramón Rodríguez, el perito, salió del despacho con un suspiro de alivio, había bandeado con relativo éxito la prueba. Llevaba varios días preocupado, con cada orden del ingeniero veía su puesto en el alero y eso no era vida. Una paradoja asombrosa. Pero se lo pidió Izaskun porque lo consideraba fundamental para la economía del caserío y accedió. Sin saber a ciencia cierta cómo resultaría. Para que por su parte no pudieran decir nunca nada. —¿Te lo ha pedido tu padre? —Nunca. Amatxo me insinuó algo, otros años ayudaba yo incluso, si vamos nos lo agradecerán. —O nos cascamos, no creas que olvido lo de tu hermano, pero por mí que no quede. Era el tiempo de recoger el pasto para el ganado y había que hacerlo deprisa. El segarlo no es problema en sí, sino el secarlo. Extenderlo por la mañana y recogerlo por la tarde y así sucesivamente y cuanto antes para evitar una tormenta de primavera capaz de estropear el cotarro en un santiamén. Hacían falta brazos ya que los hombres trabajaban en la fábrica y no tenían mucho tiempo libre. Una faena contra reloj. Aprovecharon el primer festivo para plantarse en el caserío Jáuregui antes de salir el sol. Aún no habían empezado a trabajar, la campa estaba despejada, la escarcha intacta. El perro ladró hasta que olisqueó a Izaskun. El matrimonio esperó frente a la puerta, Pepe, con los brazos en jarras, desafiante, ella con los brazos cruzados sobre el halda protegiendo su maternidad. Del fondo del valle ascendía la niebla en estratos sorprendentemente blancos, daban un encanto irreal al paisaje. El Aita salió por la puerta lateral del ala más baja, el cuarto de las herramientas, no le sorprendió la presencia de la pareja porque ya los había estado observando desde la ventana del dormitorio. Habló en tono impersonal, dirigiéndose a Izaskun. —¿Por qué has venido? Un silencio tirante, roto por Pepe que también se dirigió a Izaskun como si el suegro no existiera. —He venido a trabajar. Hago falta, ¿sí o no? Izaskun miró a su padre. Nuevo silencio. Por fin obtuvo una respuesta muy rumiada. —Está aquí y hace falta. Trabajemos. Iñaqui, parado en el umbral ocupaba toda la puerta con su corpachón simbolizando algo infranqueable, no había dicho nada, con la mirada bastaba. Aflojó los puños al oír el consentimiento del padre. Arrojó un rastrillo hacia Pepe como una lanza, si éste no se aparta le abre la cabeza. Comenzó cada uno por una esquina. Iñaqui segaba con golpes secos de cadera marcando un ritmo constante, agotador, los músculos del antebrazo querían saltarle la piel, parecía una máquina. El Aita tenía un ritmo más lento y discontinuo, se paraba con frecuencia, sacaba la piedra y afilaba la guadaña, circunstancia que aprovechaba para sujetarse la faja, limpiarse el sudor de la calva, colocarse la boina y demás. Pepe rastrillaba la hierba en capa fina y homogénea por sobre las irregularidades del terreno. Esta faena campesina le recordaba otras que había tenido de secano en Torrecasar, por el dolor de riñones, descansaba contemplando la figura de su mujer, tan serena a la sombra de un cerezo, una tenue brisa silueteaba su vientre grávido. Las cerezas estaban verdes, en Cáceres reventarían de puro rojo. Daba gusto respirar a pleno pulmón. El sol ascendía y la sombra se refugiaba bajo la planta del pie, el calor pegaba a pesar de brisa y nubecillas. No se había equivocado el hombre del tiempo en su pronóstico meteorológico, el de la televisión acertaba a menudo, aunque les daba rabia reconocerlo. A las doce pararon para el almuerzo. El Aita e Iñaqui dejaron los trastos sobre la hierba y entraron al caserío. Al no invitarles a entrar Izaskun quedó un tanto azarada. Salió el Ama de inmediato y preguntó a su hija. —¿Tienes comida? —No, pero no importa. —¿Quieres pasar? —Estoy con mi marido. Se retiró el Ama. Quedó el matrimonio solo. Pepe, derrengado a la sombra del cerezo, no acababa de enjugarse el sudor. No estaba acostumbrado a este deporte. —¿Qué hacemos, Joshe? —Descansar un rato, después iremos al Txapel, queda cerca, ¿no? Tomaremos unos bocadillos y a Sanse. —Tengo sed. —Pide un vaso de agua, no se arruinarán por eso. —No pido nada. —Está bien, vamos al Txapel. Se levantaron del suelo y en ese momento apareció la suegra con un plato en cada mano y una botella bajo el sobaco. Habló con Izaskun, como de costumbre. —Toma, chuleta y tinto, buena combinación, pues. Ahora sois dos y le vendrá bien al que tienes dentro. —Tengo mucha sed, preferiría sidra. —No es buena con chuleta, enfría la tripa. Comieron con apetito, aquello olía bien y sabía mejor. Terminaron la carne y el Ama les sacó un café en polvo con casi una jarra de leche. Quedaron somnolientos como boas. Aparecieron los hombres para continuar la siega, el Aita tiró un purito que Pepe cazó al vuelo, se le pasó toda idea de siesta. Continuaron como a la mañana. La luz incidiendo con distintos ángulos daba nuevas tonalidades al verde, Pepe no se hartaba de contemplar las lomas redondeadas y jugosas, disfrutaba pisando la hierba, le gustaba este campo sin polvo. Localizó un trébol de cuatro hojas y se lo puso a Izaskun en un ojal. —Para el niño, nuestra marca registrada. Las metas, montículos de helechos secos para cama del ganado, se sombreaban, parecían fantasmas. A media tarde dieron marcha atrás, lo que habían extendido lo recogieron en montones equidistantes por si llovía de noche. El pronóstico del tiempo era bueno, pero no había que abusar, en esto se equivocaba hasta el calendario zaragozano. Así acabó la jornada. Pepe dejó la herramienta en el porche. Nadie dijo nada. El Ama le dio un paquete a Izaskun que después resultó ser un queso. Sin despedirse, cada miembro de la familia tiró por su lado. —Menudo cabreo cogió tu padre al vernos. —No creas, en estos momentos se sentirá orgulloso de nosotros, pero antes morir que confesarlo. —Bueno, un día de descanso a la semana no viene mal. —Si pudiéramos comprendernos todos, qué cosa tan diferente. —Pues no pides tú nada, mira si serán listos los de la ONU y tampoco lo consiguen. Apareció en los tres periódicos de San Sebastián: La Voz de España, El Diario Vasco y Unidad. Tolosa, 28. Esta tarde un autobús de la que después resultó ser falsa agencia de viajes La Lusitania, al enfilar el puente sobre el río Oria se desvió de la carretera general chocando violentamente contra la furgoneta repartidora de una conocida fábrica de cervezas. La estupefacción del público no fue debida a la abundante formación de espuma que daba un matiz particular al accidente, sino al hecho más pintoresco aún de que todos los supuestos turistas huyeran despavoridos al personalizarse la pareja de tráfico de la Guardia Civil, chófer incluido, abandonando equipaje y autobús. Tras la localización de los protagonistas, resultaron ser súbditos portugueses que pretendían pasar a Francia sin el pertinente visado gracias a los servicios, generosamente pagados, de la agencia La Lusitania con oficinas en Badajoz e Irún, oficinas que no aparecen por parte alguna. El propietario y chófer del autobús, don Eleuterio García García, alias el «Magnífico», natural de Jaén y en la actualidad vecino de San Sebastián, pasó a disposición de las autoridades competentes para aclarar tan anómala situación. Se sospecha exista más gente complicada en el asunto. Los dos socios anónimos del «Magnífico» se veían de nuevo en la cárcel. Parecía habérseles eclipsado la buena estrella con la que comenzaron el negocio de importación-exportación. —¿Has leído? —Le han trincao al muy pardillo, ¿cómo recuperaremos la pasta del autobús? —Déjate de autobuses, lo peor es que en cuanto aprieten canta la gallina. Hay que salir zingando. —¿Cantar ése? Fácil. Hay que pirárselas echando potorros. A Izaskun se le distanciaban cada vez menos los dolores. Estaba en su habitación, en lo único que consideraba suyo de la casa. No quería pedir ayuda a los suegros, pero Pepe estaba en la fábrica y no aguantaba más. Tenía miedo. La semana pasada una mujer había dado a luz en el tren, no podía ni imaginarse en esa situación. Llamó a Eulalia. —No te preocupes, criatura, ya me encargo yo de todo. ¡Nacarino! Corre, hombre, corre. —¿Qué hay? —Tenemos al nieto en camino, busca un taxi. —¿Adónde vamos a ir? Lo mejor es parir en casa como está mandao, como todo el mundo sensato. —Aquí estas cosas se hacen en la Residencia, busca un taxi. —De dónde quieres que saque un taxi yo ahora. En este barrio no es que abunden las paradas de taxis precisamente. —No querrás que vayamos en el trole. Llama desde el América, hombre, no seas inútil. —Ya voy, ya voy, qué manera de complicarse la vida, rediez. —Al Nacarino, en el fondo, lo que le daba apuro era abandonar el refugio de Urraenea pues se ahogaba en un vaso de agua. Si en la Residencia le hacían cumplimentar un papel, estaba perdido. Ya no leía más que los titulares de los periódicos. Las esquelas también. El taxista de Urraenea, Mercedes 190-D, exento de aduanas por haberlo manejado durante dos años en Alemania, les sacó de apuros. Un día sí y otro también hacía la misma carrera. El «Periodista», que lo ve todo desde su cuchitril y siempre está dispuesto a echar una mano, se encargó de avisar a Pepe. Pepe se puso nervioso perdido. Pidió permiso a Aitor para salir y le concedieron un día de vacaciones. Si no se lo hubieran concedido se hubiera ido de todas formas. Se dirigió a Iñaqui, nunca lo había hecho hasta ahora. —Por si te interesa a ti o a tus padres. Izaskun está en la Residencia, va a dar a luz. —Será niña —el pronóstico le salió espontáneo, como una venganza. El primero siempre se desea niño. —¿Qué quieres decir? —Nada, sin nervios, todos los días nacen miles de niñas. —Anda y que te zurzan. Iba a coger el tren, pero el recadista de la fábrica se ofreció a llevarle en la furgoneta. A Pepe le sorprendió el favor. Le dejaron en la misma puerta de la clínica. —Gracias por el servicio a domicilio. —De nada, pero no lo comentes o se convierte esto en una ambulancia. No podía verla, ingresaba en el quirófano de un momento a otro. Se puso tan nervioso, pesado y simpático con la comadrona que le dejaron pasar unos instantes. Izaskun tenía el vientre abultado y se convulsionaba periódicamente, lloraba y decía frases incoherentes. Le reconoció y sin mediar palabra entrelazaron las manos. Ella le clavó las uñas en un espasmo y él sintió el alivio de tener también algún dolor físico, así parecía que colaboraba algo en el parto. Quedó muy impresionado. —Tiene que marcharse. Salió y las cosas marcharon rápidas. Una espera enervante tratando de interpretar los ruidos del otro lado de la puerta. La primera visión decepcionante del hijo a través de unos cristales, una bolita de carne rojiza y grasienta con pies y manos de viejo. La recuperación de la esposa sana y salva, serena en su agotamiento. Eso era lo importante. —¿Ha nacido bien? ¿Sano? ¿Entero? ¿No le falta nada? —preguntó Izaskun. —Perfecto, pieza válida. —¿Qué es? —Niña. —No te importa, ¿verdad? ¿A que te da igual? —siempre se teme la decepción del marido ante la hija. —Claro que me importa. Estoy loco de alegría. Intervino la abuela. Eulalia revolvió más que en cualquier nacimiento de sus hijos. Cuando la enfermera trajo la nena a la habitación comprobó personalmente si le habían puesto un fajero, si era de perlé, si la camisita era la suya y cosas por el estilo. —Hay que controlar cuándo se le cae el ombligo. —¿Dónde están las braguitas de plástico absorbente? —preguntó Izaskun. —No le pongas plásticos porque les escuecen sus partes a las criaturas, las tienen muy delicadas. —No me diga eso, las recomiendan los puericultores. —Déjate de moderneces, hazme caso a mí que he tenido seis hijos y que viven los seis. —Eso no quiere decir nada. —Bueno, bueno, no te excites. Cuídate mucho porque estás abierta y puedes pillar cualquier cosa. —Será la nuestra, ¿verdad? ¿No la habrán cambiado? —Creo que no, pero voy a hacerle una señal por si acaso —esos dramatismos le gustaban a Eulalia. —¡Escojoputoncio! —exclamó Pepe—. No nos ponga más nerviosos de lo que estamos, madre. Tuvieron visitas de unos pocos vecinos. Los flamantes tíos Marta, Quico, Quica y Finita se volvieron locos de alegría con el juguete y todos los días adornaban la habitación con flores recién robadas en las villas próximas a la Residencia. Finita se puso celosa cuando adivinó competencia en los mimos de Pepe. Para Izaskun la visita de su madre, la única visita del caserío, fue un acontecimiento extraordinario, hablaron, rieron y lloraron juntas varias horas. La amona palpó a la nieta para comprobar si estaba fuerte, no le pareció mal, pero por si caso, dejó una cesta con queso y mamilla. No se fiaba de la dieta de los cacereños, despachan con cuatro verduras y su hija estaba criando. Ella también había sacado a pecho a sus hijos y tenía experiencia, de lo que se come, se cría. —El Aita no vendrá, ya sabes cómo es cabeza dura, pero estará preguntándome todo día de nieta. —Puede venir cuando quiera —intervino Pepe. —Sé bueno hijo, cuídala. —Descuide, es mi mujer. A la hora de las mamadas, Pepe disfrutaba contemplando la escena de cómo su hija arremetía hambrona contra el pezón materno, con tanta furia, que debía retirarse a las pocas chupadas para poder respirar. Después soltaba aires de persona mayor. —¡Cómo tira! —dijo Izaskun. —Esta se come el pan que trae debajo del brazo echando pipas. —Esa es otra, yo no sé si podré seguir trabajando. La verdad es que no me agradaría separarme de la niña. —Quizá sea lo mejor. —¿Podremos? —Quizá. Con tus puntos y los de la niña algo compensaremos, menos da una piedra y si otros lo hacen… La niña por aquí, la niña por allá, pero aún no habían decidido el nombre. Barajaron cientos, el del día incluido. A Izaskun no le gustaba el suyo, cosa que tranquilizó a la suegra. Sobre el gusto en nombres no hay, ni habrá, nada escrito. —Eulalia es muy bonito —dijo la abuela— no es porque sea el mío, pero es el de nuestra patrona. —Ya no tenemos esa patrona —aclaró Pepe—. El que diga la madre y se acabó. —Maite es bonito. —¿Cuál es Maite? —preguntó Eulalia. —Ma y te, María y Teresa, Maritere. —Teresa no es muy bonito, pero en el pueblo no hay ninguna Maite, resultará distinguido. —No estamos en el pueblo, madre. —Tienes razón, perdona, es tu padre que me llena la cabeza de él. Pasaron unos días en familia bajo el imperio de la recién llegada. Hasta las malas noches resultaban simpáticas. Días de serenidad, del trabajo a casa y de casa al trabajo. Lisardo, el «Periodista», visitó a su amigo Pepe, dio la enhorabuena al matrimonio por su primer retoño y quedó como un pánfilo contemplando a la pequeña Maite, ajeno al resto de la familia. Salió impresionado. Le ocurría siempre, por eso no quería ver a los hijos recién nacidos de los amigos, en este caso había hecho una excepción por apoyar moralmente a los Bajo y ya estaba pagando las consecuencias. Los recuerdos se le agolpaban en el cerebro, prietos, intentando reventar los sesos, y encima el deseo de tener un hijo era lo peor. Le entró un dolor de cabeza horroroso. La costumbre maragata me hizo polvo. Es peor que las mantecadas de Astorga. Todos teníamos que comerlas. Nunca podré olvidar mis primeros días infantiles en el seminario. Ni los segundos, ni los últimos, ni ninguno. ¿A quién se le ocurre, por Dios? Enviar un niño al seminario para así estudiar el bachillerato gratis. Era el recurso de los económicamente humildes. ¿Seguirá siéndolo? Menudo ahorro. Aquel martilleo por meter a pulso una vocación en un cuerpo adolescente que reclama a gritos todo lo prohibido, germinó en un escrúpulo de conciencia para cada acto. ¿Aún me dura? Ya no, porque no existo. —«Periodista», ¿tienes pilas para esta linterna? Ni se había dado cuenta que ya estaba en la tienda. Sirvió al cliente sin prestarle atención. Su padre también tenía una tienda. La llamaba zapatería, pero sólo vendía alpargatas. Goma y esparto. Los terribles veranos, cuando en vacaciones ayudaba al negocio, la repugnancia entre el voto de castidad y las visiones de complicada ropa interior de las mujeres que probaban alpargatas. Algo sucio. Pasaba el día lavándose cara y manos. Dudas. Onanismo. Confesión tras confesión. Quiso terminar con los recuerdos y empezó a colocar los tebeos que había recibido hacía poco. Compuso un escaparate con ellos. 333.333. Una cifra pintoresca que no pudo olvidar. Decidió mi vida. Tenía que regresar al seminario. Me lo dijeron en la peña. Lisardo, tienes una de trece y no hay ninguno de catorce, te forras, ¿qué vas a hacer?, ¿colgar los hábitos? Repartieron un millón de pesetas entre otros dos desgraciados y yo. Guardé la quiniela durante muchos años como símbolo de mi buena estrella, hasta que la rompí en un ataque de desesperación. Me largué de casa, no volví a pisar el seminario, quise vivir mi vida y ¿qué hice? Quería hacer el golfo y no sabía. El colmo. El vino me daba arcadas y las mujeres… No podía olvidar la visión de los refajos mientras probaba alpargatas. Soy un mojigato. Esa visión paranoica me impidió tener un hijo. Ya no me afecta, pero sigo sin tenerlo. No quiero una mujer, quiero un hijo, esa es la explicación. No, eso no explica nada. —Me la cambias o me voy a la competencia. —¿Qué? —Lisardo volvió a la realidad. —La novela. —Sí te la cambio, elige. Corín Tellado, un duro. Oye, ¿es que tengo competencia? —No, pero se dice siempre. Los temores divinos y humanos acabaron conmigo. Casi se me acaba el dinero. Debió pasar mucho tiempo porque cuidado que gastaba poco. De aprendiz de golfo pasé a emigrante. Me gusta leer, en eso gastaba el dinero. Con esta especie de librería vegeto. Renuncié a vivir, cambié la vida por la lectura. Un emigrante raro. La solución de mi vida sería adoptar un niño, pero soltero y con mi historia eso es pedir peras al olmo. Estéril. Mi cerebro estéril. Mi vida estéril. ¡Alto! ¡No puedo seguir pensando! ¡Haz algo Lisardo o te vuelves loco! Como un demente deshizo y empezó a arreglar de nuevo el escaparate. Cogió un plumero y empezó a quitar polvo por todas partes. No quería cesar en su actividad física, si entraran clientes sería más fácil, tenía miedo de estarse quieto y pensar. Necesito ayudar a la gente. Hermelando, inculto y bravo, es una salida. Tengo que ayudarle más. Tiene la conciencia de un hombre de acción, con una manga así de ancha, si no fuera un buenazo el mundo sería suyo. Tengo que ahogar mi repugnancia. ¡Necesito que algún ser humano dependa de mí! Cerró la tienda y se fue a duchar. Todavía le servían de algo los recuerdos del seminario. El asunto de la huelga había dejado cola. Una cola de suspicacia puesto que de haber tenido éxito hubiera estrangulado el plan de lanzamiento de la factoría Lizarraga n.º 2. Ahora don José María tenía miedo de que la enfermedad se reprodujera, a pesar del convenio colectivo, ya que éste no había satisfecho a nadie. Existían síntomas. El personal se envalentonaba más a menudo que antes, prácticamente todas las órdenes eran discutidas a uno u otro nivel, aunque se terminaran aceptando. En la fachada de la carretera habían vuelto a aparecer las sigas de ETA con los colores nacionalistas rojo y verde. Era una postura absurda por parte de los nacionalistas, pues él, Lizarraga, era tan vasco como el primero, es más, pensaba y actuaba en vascuence incluso en los negocios, tanto es así que en el momento de hablar castellano tenía que traducir mentalmente igual que cuando hablaba francés. Una cosa es el trabajo y otra la política. Si a algo tenía miedo el superdecidido señor Lizarraga era a mezclar la política en sus asuntos y mira por donde sus problemas laborales siempre le arrimaban a la derecha o a la izquierda. Se inició un estudio de caracteres, con revisión de antecedentes, a fin de ir eliminando, por lo menos de puestos clave, a todos aquéllos dados a alterar el orden establecido. La dificultad surgió en los mandos intermedios, casi todos autóctonos y antiguos compañeros de fatigas de don José María. Aitor Arana tenía fama de nacionalista activo aunque nunca le habían probado nada y además había sido uno de los cabecillas de la pasada huelga. La labor del comité investigador era delicada. Nadie se atrevió a tomar una decisión sin contar con el sheriff supremo, como le llamaban a don José María. El encargado de Forja era una institución en la fábrica. —¿Qué hacemos con él? —Toda su vida txoriburu, no asentará cabeza, no. Mi opinión no vale, somos amigos y hablaría el corazón. Mejor opina tú fríamente —dijo Lizarraga. —Hay que eliminarle, todos los follones empiezan en Forja —opinó Aguirregomezcorta. —¿Qué razón le damos? —Que está viejo, que ya no se adapta a los nuevos sistemas, que invente una disculpa técnica I.J.F., es igual. —¡Ja! No digas viejo que es de mi quinta y aquí se sigue haciendo lo que yo digo. ¡Pero si ése sabe más de forja que el ingeniero y todos nosotros juntos! —Eso es lo de menos. —Putada es lo que es. Si hace falta, ¡fuera con él! Pero fuerte indemnización, retiro o lo que sea. No quiero hacerle una putada, que quede contento. —Quedará contento, descuida. —Ya me figuro, pero tampoco quiero tirar el dinero, ¿entendido? Ojalá no lo tropiece por la calle, ¿a quién ponemos en su lugar? —A alguien más manejable. —Pero que valga. Ahí está de perito el hijo de Rodríguez, ¿no? Me parece un guisajo, no vayamos con tantas leches a estropear la forja, sólo me faltaba eso. —Por supuesto. ¿Tienes interés en alguien? —No. No quiero volver a oír hablar más de este asunto, soluciónalo sin consultarme, tengo otras cosas más importantes en qué pensar. Aguirregomezcorta, subordinándose hábilmente, cada vez tenía mayor influencia sobre su suegro. Movía los peones a su favor, preparando el terreno para que nadie pudiera hacerle sombra en el momento del relevo que, tarde o temprano, tenía que llegar. Dios quiera que lo más tarde posible, desde luego, y por jubilación. Se puso en contacto con I.J.F. para hablar sobre la sustitución del encargado de Forja. —La situación es delicada y necesitamos encontrar un hombre adicto, fácil de convencer, pero que no sea tonto, claro, se necesita un mínimo de personalidad. —Eso es mucho pedir —dijo el ingeniero— pero estamos de acuerdo. Podría ser el cacereño que se rajó cuando la huelga, tenía miedo a perder el empleo, un tipo así nos conviene. El ingeniero pensaba que para él también era interesante tener un encargado manejable, de cara a la futura prueba industrial de lubricante, antes de meterse en gastos con la instalación automática. Los forjadores podían protestar por el asunto de los humos y más valía tener en un puño al E.F. El condenado Aitor hacía lo que le venía en gana, saltándose a la torera al calzonazos del perito. Buscó en las fichas personales de los obreros a sus órdenes. —Este es el hombre. Bajo Fernández, José. Se opuso a la huelga por temor, nunca discute las órdenes —¿Lleva mucho tiempo con nosotros? —Desde que empezó a trabajar la n.º 2, año y pico. —Muy poco. Será oficial, ¿no? —Así consta en la ficha. —¿Profesionalmente? —Debe ser bueno. Lo escogió mi ayudante para la prueba de… sí vale, sí. Tendrá autoridad porque no cuenta con muchas simpatías entre sus compañeros. El ingeniero se felicitó por el regate, si se descuida suelta la pista de la prueba y los preparativos para aumentar la productividad. Tenía que andar con pies de plomo para no perder la fuerza de la sorpresa. —Bueno, pues ya tenemos nuevo E.F. —dijo Aguirregomezcorta—. Esperemos que el amigo Bajo esté a la altura de las circunstancias. La nave de Forja se puso a cien con aquel chorro de novedades. Primero la destitución de Aitor Arana, le quitaron del taller y le metieron en la oficina técnica, por poco se muere del disgusto. Después la marcha de Aitor, abandonó la empresa, su dignidad le impedía arrastrarse como un vulgar chupatintas. Por último, la noticia del nuevo encargado, José Bajo, más conocido por el cacereño de la huelga. Si no lo veo, no lo creo, fue la opinión general. Pepe quedó petrificado. Nunca había recibido una noticia semejante, es más, para él noticia era sinónimo de desgracia. No sabía ni qué decir, todas las células de su cuerpo se le hacían huéspedes. Ascendido. Tras tantas amenazas, un premio. Algo increíble. Si no lo veo, no lo creo. La pulga de la impaciencia le picaba por todo el cuerpo, no paraba de rascarse, el viaje de regreso en tren se le hizo eterno. Subió corriendo la cuesta de Urraenea, asustó a un par de ratas que desaparecieron en la maleza con un grito agudo, casi le atropella un coche fúnebre, empujó a unos chavales que jugaban al fútbol, no contestó al saludo de la abuelilla del puesto de pipas y entró jadeante en el Recreo Instructivo, interrumpiendo bruscamente la lectura de su amigo Lisardo. No había nadie en la librería, casi siempre estaba vacía. —¿Qué ocurre? —El «Periodista» se incorporó dispuesto a la desgracia de rutina. —Me falta resuello… estás delante del… del encargado de Forja de Lizarraga n.º 2. —¡Enhorabuena! ¿Más sueldo? —¡Mucho más! Vamos al América, hay que celebrarlo con una tajada de órdago a la grande. Recogieron a Hermelando y a los que se quisieron pegar. Bebieron y cantaron como cuando Eleuterio capitaneaba el grupo. Abrieron el barril de la casa, acto solemne poco frecuente. El tío del América estaba fermentando, a base de una madre especial que sólo él conocía, un coñac con el que pensaba hacerse millonario. Ya tenía estudiado el nombre y el slogan para la tele: Coñac de dioses. No hay dios que no lo beba. Soraya, extrañamente resentida, fue la única que no le felicitó. Marisol y Fabiola le hicieron carantoñas. —Quietas que no estoy libre, que tengo la bandera bajá —Pepe enseñaba la alianza. —¿Celoso? —Yo no, mi mujer. Se acordó de Izaskun y de que no había dicho nada en casa. Abandonó el bar. Subió las escaleras de dos en dos, cuando tragó el suficiente aire para contarlo, toda la familia le abrazó. Bailaron de puro contento a los sones de un transistor de pilas. Pepe con la pequeña Maite que, asustada, le hizo pis. Se la quitó Izaskun para cambiarle los pañales, él ni se había dado cuenta. La cabeza le daba vueltas. —¿Lo ves, Joshecho? Los niños traen un pan debajo del brazo. —Sí que es verdad. Aún no me he acostumbrado a la idea, yo jefe de algo, la monda lironda. —Ya eras jefe de una familia, aunque por lo visto, no querías saberlo —dijo Izaskun. —¡Qué momento, Virgencita! Qué pena que no esté el pobre Agatángelo, para que la felicidad fuera completa —dijo Eulalia. —Ya os lo decía yo, ésta es nuestra Alemania —cortó Pepe— en cuanto escriba ese chalao le diremos que vuelva. —Tu Alemania, hijo, la tuya, nosotros ya no servimos para nada —opinó Nacarino. —No sea cenizo, padre, en la vida hemos ganado más nosotras fregando y usted con las reparaciones —saltó Marta. —Ahora podremos comprar un frigorífico, y metidos a plazos, televisor, a plazos podemos con todo —continuó Pepe. —El triunfo de la publicidad. No hay nada como estimular los deseos subconscientes de huida para provocar el consumo masivo. La difusión de los televisores es cuatro veces más rápida entre las clases pobres mediterráneas que entre las clases ricas escandinavas. —¿Un piso? —No hay pisos a plazos. Total serán dos mil Claudias más al mes, con eso para ahorro, lo que se dice ahorro, nada. —¡Qué hijo tan importante tengo! —exclamó Eulalia. La maternidad le inundó de lágrimas los ojos, terminó llorando a moco tendido. —Venga, madre, que no es para tanto. ¿Por qué me habrán elegido precisamente a mí? —El que vale, vale —contestó Izaskun—. No iban a coger al irresponsable de mi hermano. —Esta fábrica es tu oportunidad, me dije, y así ha sido. He actuado muchas veces como un pinta, pero tengo fe en el trabajo serio y vaya si he trabajado de firme en Lizarraga. Sería un presumido si creyera que lo merezco mejor que otros, pero la verdad es que luché por no sabía qué y ha cuajado esto. ¿Tú qué opinas? —preguntó Pepe a su mujer. —Que te lo mereces, en serio, mira que yo conozco bien la fábrica, ¡la de cosas que no habré oído por teléfono! No dan nada sin méritos suficientes, sin recibir algo que les interese a cambio. —Mi trabajo, que no es paja. Las cosas se iban enderezando, el panorama estaba más despejado que antes de la boda. Arropado por la mejora y satisfecho con la creencia de que había logrado algo por su propio esfuerzo, Pepe durmió como un bendito. Izaskun pasó media noche acunando a Maite, no le había sentado bien el baile. Juanma dejó de ser estudiante y empezó a intentar ganar dinero con sus conocimientos sobre técnica empresarial. Su primer empleo fue en una compañía de ingenieros consultores, profesionalmente se sentía satisfecho con esa actividad, pero como no quería abandonar las obras de tipo social que había combinado con los estudios, se presentó a concejal en las primeras elecciones que salieron al paso. Su experiencia en la formación de la Asociación de Cabezas de Familia de Urraenea podía valer mucho para elevar las condiciones de habitabilidad de los nuevos barrios obreros en continuo desarrollo. En San Sebastián no existía todavía el problema del suburbio bajo el aspecto de chabola o barraca, pero el problema de la vivienda ya era grave. Una habitación con derecho a cocina costaba a un obrero el jornal de una o dos semanas y no siempre se encontraban estas habitaciones. Dio su nombre para imprimir los carteles publicitarios: Juan María Pérez Lasaosa. El Pérez sería un obstáculo para los votos de los ciudadanos de solera y desde luego con él no llegaría nunca a alcalde, pero no era cosa de anularlo con una P., ya que, por otra parte, quizá inspirase confianza a los ciudadanos recién llegados cuyos apellidos terminados en z: Gómez, López, etc., empezaban a inundar la guía de teléfonos. Planteó su campaña apoyándose en los Cabezas de Familia que había ayudado a formar. Hermelando, como presidente de la Asociación, se partió el pecho por él. Lo que más trabajo le costaba argumentar era la necesidad de votar, nadie creía que compensara la molestia de ir hasta la urna. —Ahí es nada, tener un amigo en el Ayuntamiento, cuando vayas a hablar te harán caso. Eso es una cuña. No seas cernícalo y vota. —¿Cómo se vota? —Trae la papela, paleto. Hermelando rellenaba el voto y explicaba a sus paisanos dónde tenían que depositarlo. A otros les tuvo que hacer el padrón. Resultó que muchos seguían siendo vecinos de los pueblos abandonados. Juanma salió elegido por la mínima, pero salió. Fue un espléndido triunfo moral para Urraenea. El barrio, envalentonado por el éxito, se dispuso a reanudar la lucha contra el constructor, el cual seguía negando su responsabilidad por la falta de urbanización. Más que seguir negando, es que se había olvidado del asunto. Sofía, la novia de Juanma, estaba loca de contento. Menudo éxito en vísperas de la boda, también tenía preocupaciones sociales, pero de las otras. —Juanma, cariño, ahora sí que tenemos que decidirnos por un piso céntrico, tendremos que alternar más. —No tenemos dinero para un piso. Mira, Sofi, el aparentar más de lo que se tiene es mal programa, creo que el piso que nos corresponde en pura economía es uno de Urraenea. —No lo dirás en serio, ¿verdad? —Pues claro que no, nena, ya me dijeron una vez que no tendría valor para vivir allí. —Te estás tomando esas cosas demasiado en serio. —Ojalá fuera así. —Piensa que la caridad bien entendida comienza por uno mismo. Tenemos clase, pero nos faltan cuartos, luego hay que conseguirlos. El primer trabajo municipal fue Urraenea. Se estudió su caótica estructuración, empalmaba ya con la de otros barrios y el expediente engordó de forma espectacular folio tras folio, aquella masa inerte no era fácil de mover. Lo que sí pudo hacer Juanma de forma inmediata y con ello tranquilizar ánimos y reavivar esperanzas, fue dar la luz de la subida al monte, cuya instalación completa estaba realizada desde hacía meses. Sobre todo para las mujeres fue una gran ventaja, no volvió a salir más el exhibicionista. Con esta victoria parcial aumentó muchos enteros el prestigio de Hermelando. Comenzó la primera jornada de Pepe como encargado. Tenía muchos compromisos a cuestas: responder a la confianza que sus superiores habían depositado en él, por lo menos igualar la actuación de su predecesor y mantener la autoridad frente a las opiniones de vascos y no vascos. Los veteranos de la factoría n.º 1 se sentían estafados por el salto que Pepe había dado por encima de ellos y no se recataban de proclamarlo delante de nadie. La veteranía es un grado, un escalafón como otro cualquiera. —Tú que eres pariente —le decían a Iñaqui—, pregúntale con quién hay que acostarse. Los obreros esperaban su actuación con distintas ideas preconcebidas. Los autóctonos esperaban que se vengara de ellos endosándoles todos los muertos, pero dispuestos a hacerle difícil su mandato. Los pocos emigrantes de forja, los cuales no se habían atrevido nunca a decir esta boca es mía, esperaban que hubiera llegado la hora de la revancha. Pepe paseaba entre las prensas forzando el teatro, como cuando un general pasa revista a la tropa. Mantenía bien las distancias, puesto que se las habían impuesto a él cuando eran compañeros en la misma línea. Llegaron dos series cortas de tenazas especiales. Unas piezas de relieve profundo, difíciles de forjar en dos pasadas, con el inconveniente de todas las series cortas, se acaban y a mitad de jornada hay que romper el ritmo de trabajo para montar la estampas de la serie normal, con la consiguiente pérdida de tiempo. Aunque se den coeficientes distintos, con ellas nunca se logra prima. Era la ocasión que todos esperaban para juzgarle y Pepe meditó la decisión a tomar. Podía endosarle el paquete a quien quisiera y cuantas veces quisiera, por lo menos teóricamente. Si se lo daba a dos guipuzcoanos le llamarían de todo, puesto que lo considerarían una venganza, si se lo daba a dos de fuera podían tomarlo como debilidad. La solución ecléctica no valía, puesto que no era ni chicha ni limoná. Lo mejor era decidirse por un acto de fuerza moral que lo impusiera de una vez por todas, la fuerza se odia o se admira, pero se respeta. Si te haces de miel, te comen las moscas. —¡Iñaqui! Llamó con fuerza a su cuñado. La nave entera conocía las relaciones que había entre ellos, así se darían cuenta de que no le arredraba la hostilidad. —¡Chomin! Llamó con el mismo tono autorizado al forjador de más edad. Una faena, pues el tal Chomin le caía bien, pero era el protagonista de la controversia ya que, según la opinión de la mayoría, era a Chomin a quien le correspondía el puesto de encargado. Así demostraba que no hacía caso de opiniones ajenas. El golpe surtió efecto. Más tarde el propio Pepe comentaría en son de chunga que hubo diversidad de opiniones, unos se acordaron de su madre y otros de su padre. Los vascos andaban con ojo y los cacereños se frotaban las manos, pues habían confirmado sus respectivas suposiciones. Pero llegaron más labores con el trabajo cotidiano y Pepe procuró repartirlas con escrupulosidad de orden alfabético, por nada del mundo quería ser conscientemente injusto, una vez asentada su autoridad. Lo mismo hacía con las peritas en dulce, trabajos facilones que rara vez se presentaban. A los mal intencionados esto les supo fatal, pues con el tiempo adquirió fama de recto. A pesar de los pesares nunca apagó el rumor de que existían otros todavía más justos, más competentes y con más méritos. Chomin siempre salía en su defensa. El 20 de enero, día de San Sebastián, es la fiesta donostiarra por excelencia, pero lo verdaderamente apoteósico es la víspera, la espera de las doce campanadas. Esa noche, la anterior al santo patrón que da nombre a la ciudad, todo el mundo cena fuera de casa. Las sociedades, bares y restaurantes, no dan abasto y hay que encargar menú y reservar mesa con semanas de anticipación, sobre todo si se quiere cenar en el cogollo de la fiesta, la Parte Vieja. De no haber reservado mesa, es imposible encontrarla en un radio inferior a treinta kilómetros. La cuadrilla de Izaskun aún se acordaba de ella. Por medio de su íntima amiga Iciar, le preguntaron si quería ir a cenar al Bidebieta como todos los años. El Bidebieta es un bar de la calle Mayor, el corazón de lo Viejo, propiedad de un vecino de Eibain el cual siempre les reservaba una esquinita pasara lo que pasara. Izaskun encargó dos servicios, contando de antemano con la aceptación del marido. —Quieres venir, ¿verdad? —Si tú quieres, sí, chata —dijo Pepe— aunque me preocupa la acogida de tus amistades. —No tengas miedo, en cuanto les conozcas verás que son unos buenazos, te gustarán. —No tengo miedo a nadie. Lo digo por ti, si te hacen un feo se arma la marimorena. —¡Qué cosas dices! Lo pasaremos bomba, será la celebración de tu ascenso. ¿No te apetece cenar y bailar? —Cantidad —dijo Pepe imitando el acento de su mujer. En el Bidebieta se alinearon codo con codo alrededor de varias mesas unidas, no cabía ni un alma más. Se dispusieron estratégicamente chico-chica, chico-chica, a Pepe le situaron entre Iciar e Izaskun para evitar interlocuciones demasiado directas que pudieran degenerar en algo desagradable, pues casi siempre hablaban en vascuence. Estaban en plena exaltación regionalista del País Vasco y daban por supuesto que todos conocían su idioma materno. El único maqueto era Pepe. Salvo otro matrimonio joven, los demás eran solteros. A pesar de los prejuicios se notaba que el hecho de ser un encargado de Lizarraga le había promocionado. Pepe, por su parte, procuraba seguir la corriente de bromas y vítores para tener la fiesta en paz. Cenaron angulas de Aguinaga servidas en cazuela de barro con cubierto de madera, plato obligado de la onomástica. En Aguinaga por estas fechas la producción les queda corta y las malas lenguas dicen no sé qué de plástico. De segundo ya se toma cualquier cosa, una chuleta de medio kilo, por ejemplo. Como la danza sale de la panza, y el deporte nacional de los vascos es el comer, pronto se organizó una juerga de padre y muy señor mío. De vez en cuando, por encima de la música, salía disparado un irrintzi con toda la brava fuerza de un grito de guerra primitivo. Se acercaban las doce, la hora de izar la bandera, lo hacían en todos los locales donde había gente cenando, disponían de mástiles en los sitios más insospechados, pero el acto solemne era en la plaza de la Constitución. Como Pepe no lo conocía, y muchas chicas tampoco, decidieron ir a verlo ya que estaba a un paso como quien dice. Después regresarían para bailar. —Cuidado con las mujeres, hay mucho gamberro suelto. —Son los de fuera, bueno, algunos. Antes nadie se metía con nadie, había más respeto que en la misa. Las estrechas calles de lo Viejo estaban repletas de gente cantando y bailando. Algunos ya sufrían los efectos del alcohol y vomitaban apoyados en la pared. Entre tanta algarabía destacaba la serenidad del ave montada en la bola, signo enigmático de los linterneros que preside sus tiendas. Tardaron más de un cuarto de hora en hacer un recorrido que normalmente no lleva arriba de un minuto. La plaza de la Constitución, hoy plaza del 18 de julio, aunque todo el mundo la conoce por el nombre primitivo, está tan repleta de público como un vagón de metro en hora punta. No pudieron atravesar el primer arco con el que se encontraron. La asistencia es multitudinaria, los koxkeros, genuinos habitantes de la Parte Vieja, se tienen que infiltrar entre gentes de todas las provincias. La plaza es rectangular, pequeña, porticada según módulos sobrios, con balcones rectos, iguales y por alguna razón no muy clara numerados. Las fachadas son de arenisca oscura y erosionada por los agentes atmosféricos. Uno de los lados es el Ayuntamiento, el primer piso tiene un balcón grande, corrido, baranda de hierro y escudo labrado en la piedra de la fachada. Es una plaza recoleta y agradable, en ella se celebraban los Festivales de España hasta que protestaron los vecinos. En el balcón corrido se agolpan las autoridades, también les falta sitio. La única zona relativamente espaciosa es el tingladillo en el que se instala en semicírculo la fanfarre de Gaztelubide, una orquesta a base de cocineros y soldados. Los cocineros, con mandilón y gorro a la medida, tocan los barriles. Los soldados, casaca y correaje del siglo XIX que se pasa de padre a hijo porque cuesta su dinero, el pantalón blanco es uno de verano, tocan los tambores. Están preparados. Van a dar. Las doce. Todo el bullicio se transforma en un silencio impresionante, son unos segundos, redoblan los tambores y se izan majestuosas las banderas de España y San Sebastián, blanca con un rectángulo azul en el ángulo superior izquierdo. El público es un orfeón, acompaña con voz emocionada que no desentona. La compenetración es tan perfecta que se podría grabar en directo la Marcha de San Sebastián: Bagera! Gu rebai! Kalera! Nora nai Beti pozez Beti alai Sebastian bat bada zeruan Donosti bat bakarra munduan Eta zer santua, eta zer erria Zer gaur egun guziko atzegiña Donostia’ko, gaztelupe’ko Joxemari zar eta gazte Joxemari zar eta gazte Kalerik-kale, tamborra joaz Umore ona banatzen or dijoaz, mutillak Gau tan dik gerora Penak zokora Festará! Dantzará! Donostiarrai oju egitera gatoz Iñaute Iñauteriak datoz! Bagera! Gu rebai! Kalera! Nora nai Beti pozez Beti alai[35] Todas las clases sociales donostiarras se unen en este cántico tan entrañablemente suyo. Emocionadas. Un conocido hombre de negocios, con un cucurucho de payaso en la cabeza, no puede contener las lágrimas que humedecen sus ojos. No le dan vergüenza, al revés, se enorgullece de ellas. Son muchos los ojos, jóvenes y viejos, en esas condiciones. Pepe también se emociona, le embarga la ternura, un escalofrío le recorre la columna vertebral. Izaskun se da cuenta y le aprieta la mano. —¿Te gusta? —¡Bah! —responde Pepe encogiéndose de hombros para disimular. —¿Te gusta? —insiste la mujer. El de Torrecasar mueve afirmativamente la cabeza, le cuesta trabajo reconocerlo, afirmarlo con palabras. —Hay que ser de aquí para sentirlo —dice uno. —Ni hablar —salta Pepe—. Yo siento ese cosquilleo, no creas que no. —Si no se es de aquí, no se siente. —Vivo aquí, oye. —No es lo mismo. —Es más importante. Se nace en cualquier sitio, de casualidad, sin embargo el sitio donde se trabaja y donde nacen los hijos se elige y hay que luchar para conseguirlo. Para mí eso es más importante. —Es una opinión. —Es la mía y me basta. La muchedumbre abandona la plaza con el paso lento y masivo de un glaciar. Sale la tamborrada. Ahí van todas las sociedades desfilando: soldados de cuando la francesada y cocineros esgrimiendo cucharas y tenedores enormes. El desfilar bajo un buen gorro de cocinero es un honor al que ningún donostiarra renuncia, si lo tiene, aunque llueva a mares y al día siguiente tenga que presidir el consejo de administración o limpiar zapatos en los arcos del bulevar. A pesar de los uniformes y del vino trasegado, la tamborrada desfila seria a los sones de la Marcha, Diana, Tatiago e Irigarena. Empalman en una música continua que dominará la ciudad durante las veinticuatro horas siguientes. A la altura del desfile, acompañándolo por calles y avenidas, el pueblo soberano salta, baila, canta y ríe, gamberreando un poco. Hay mucho disfraz barato a base de colcha convertida en falda, narices postizas y similares. Una especie de mejicano, oliendo a mili recién cumplida por los cuatro costados, piropea a la primera que tropieza. —Morena, en un cuerpo así no me importaría pasar toda la noche de imaginaria. La muchacha no lo entiende y la cuadrilla disimula, no merece la pena pegar a un borracho. Hay broncas salteadas, casi todas debidas a sobeos clandestinos, pues con la euforia las manos no se están quietas. —¿Los ves? —dice el mismo de antes—. Estos gamberros son cacereños. Lo han tomado por un carnaval. —Pero lo están celebrando, ¿no? —Jorobando, querrás decir. Regresaron al Bidebieta. La gente estaba lanzada, habían arrinconado contra las paredes mesas y sillas, despejando el centro del bar para bailar mejor a lo suelto. Lo mismo algo ye-ye que un ariñari. Para que no entrase más público cerraron las puertas, si no se identifican como comensales no les dejan pasar. Izaskun baila formidablemente los aires de su tierra, le solían hacer corro otros años. Pepe no se achicó, improvisó la jota saltando con fuerza y pasó desapercibido. Se retiraron a las cuatro de la mañana, extenuados, pero contentos. —Vamos a tomar la espuela a mi sociedad, la última copa. —La última nunca, la penúltima. Aprovecharon para entrar en una sociedad gastronómica, era el único día del año en que podían entrar las mujeres, salvo la interina, por supuesto. Se sirvieron ellos mismos y depositaron el importe de la consumición en la hucha común, en el casillero de licores. Un tripero preparaba ya las sopas de ajo del desayuno. Le enseñaron la cocina y la bodega en plan de visita de museo. Izaskun y Pepe tuvieron que volver a casa andando, no había medios de transporte público, las calles parecían campos de batalla abandonados. —¿Me subirás la cuesta en brazos? Es muy romántico. —No puedo con mis calzones, menuda peonada. A la mañana siguiente, casi mediodía, les despertó el alegre tamborileo del Tatiago. En realidad los redobles despertaron a Maitechu y el llanto de la nena a ellos. Se asomaron a la ventana y contemplaron admirados la tamborrada infantil organizada por el barrio cacereño de Urraenea. Los chavales desafinaban algo, pero golpeaban el tambor con ganas. ¡Ahí es nada tocar el tambor por la calle sin que le riñan a uno! Muchos de esos niños habían nacido en Guipúzcoa, pero sus padres ninguno. Los Cabezas de Familia aprovecharon la fiesta para inaugurar el nuevo local y la peña taurina El Cerito, un primer piso y el bajo correspondiente, adornados con los colores azul y blanco de San Sebastián. Unas niñas saltaban a la comba imprimiendo el mismo ritmo de La Marcha a la letra de unos dubles. Uno, dos, tres y cuatro Se compran cerillas en el estanco Al mismo tiempo, por las calles del centro, desfilaba la tamborrada infantil oficial en la que figuran todos los colegios, cada uno con su uniforme de color característico. Encabezando cada colegio las cantineritas, niñas de señores influyentes o de señores que han insistido lo suyo. Para dar mayor vistosidad también desfilan los poneys de Igueldo arrastrando cañones de juguete. Cierra la brillante comitiva, con broche de oro, la reina de San Sebastián. A la vera de cada prensa amaneció un bidón de Graphite Hispania con un agitador, accionado por un pequeño motor que sobresalía como un fuera borda, para mantener emulsionada la falsa suspensión coloidal. Del bidón partía un tubo de goma que empalmaba con otro del compresor en la culata de una pistola futurista. El forjador pulsaba el gatillo y un chorro a presión del potingue negro bañaba la cara de las dos estampas. El metal fluía fácil por el molde, se agarraba menos, no había gripajes y el acabado superficial de la pieza parecía mejor. Sin embargo algo no iba bien. Cada martillazo era la explosión de un diesel, saltaba el aceite carbonizado y el polvo de grafito, creando una atmósfera irrespirable. En Forja, al sonarte la nariz, los mocos siempre salen negros, pero ahora salen impresionantes. El que dispara la pistola tiene que volver la cara para no recibir aquella nube de forma directa. A veces ni se ve con tanto humo. La gente empezó a dar señales de disgusto, en cuanto tosió uno las toses se propagaron por toda la nave como ocurre en las misas mayores. Pepe paseaba inquieto pues esperaba la espantada de un momento a otro. —Oye, jefe —llamó uno— con esto no se puede trabajar, no hay cristiano que respire. —Cuando se forme la película todo irá mejor. —¡Qué película ni niño muerto! Esto se mete directo al pulmón, haz algo porque no quiero acabar tuberculoso. —Vamos a esperar a ver qué pasa. —¿A ver si casca alguno? —A que se forme la película. —Haz algo, si no haces tú, haremos nosotros. Este inconveniente ya lo había visto Pepe en las pruebas y parecía imposible de evitar. Subió al despacho de A.I.J.F. para anticiparse a los acontecimientos. Ramón Rodríguez, el perito ayudante, se lo estaba temiendo, así que en cuanto vio entrar a Pepe suspiró resignado. Simuló estar en otra cosa. —¿Qué pasa? —El producto ese, no marcha —contestó Pepe. —¿Salen mal las piezas? —Las piezas salen cojonudas, lo que sale mal es la gente, no hay quien respire. —Suele ocurrir al principio, en cuanto se forme la película grafoidea marchará mejor. —Ese cuento me lo sé de memoria, pero es mentira y no cuela. No hay quien respire. —No será para tanto, tenga en cuenta que los obreros siempre son exagerados para lo que les conviene. —Para comprobarlo no hay más que bajar y meter las narices. —No sería prudente que bajara yo ahora. —Dígale al ingeniero que así no se puede trabajar, tendremos un disgusto. Quizá con el sistema automático de que habló y la aspiración de gases. —De momento eso no es posible, olvídelo. ¿Cuál es su opinión para salir del paso? —Podemos cambiar, el aceite de Colloids Ibérica no es tan bueno, pero no hace humos. —Ese es el de su amigo el representante, ¿no? ¿Tiene algún interés especial en él? —Mi interés es que no haya jaleos. Pepe se tragó la indignación, hizo como que no había cogido la indirecta y provocó un silencio violento para ver por dónde salía su superior. El perito, por su parte, veía el problema inevitable, puesto que el ingeniero estaba decidido a marcarse el tanto de un aumento inesperado de producción a toda cosa. Intentó dar largas al asunto poniendo al encargado de pantalla. —Los aparatos automáticos y el sistema de aireación cuestan dinero, los montaremos en cuanto hayamos confirmado el rendimiento de la nueva técnica, entonces todo irá como la seda. —No llegaremos tan lejos. —Usted tiene que convencerles para que continúen como si tal cosa. Que no se convencen, les obliga y en paz. Pepe bajó al taller de Forja. El interior de la nave tenía un aspecto infernal, nubes negruzcas contaminaban el ambiente, los golpes secos de los martillos sonaban lúgubres. Observó unas bielas recién salidas, aún estaban ardiendo, sólo una mano acostumbrada podía sostenerlas. Los bordes perfectos. ¿Marcharía mejor el motor del coche al que fuera a parar esta biela? Le agradaba imaginar que los coches que llevaban piezas forjadas por él marchaban mejor en algo, eso confería cierto valor especial a su trabajo. A pesar de todo, ¿merecía la pena tanto esfuerzo? Las piezas salían bien, pero el ritmo de trabajo se hacía cada vez más lento, se palpaba la desgana. Todo el personal estaba de uñas, con la irritación a flor de piel. —¿Os habéis propuesto chafar los standards? —Esto no puede ser sano, hasta la saliva queda negra. —Venga, déjame a mí un rato, vamos a ver si es tan malo como dices o es cuestión de saber darle. Pepe, para dar ejemplo, se puso al pie de una prensa como en sus buenos tiempos. Se llaman buenos tiempos, aunque peores, a los pasados. La primera vaharada que recibió en el rostro le hizo retroceder sofocado, resistió unas cuantas a ritmo de prima para demostrar que se podía trabajar. Lo dejó justo antes de desfallecer, aquel producto era criminal. —¿Lo ves? Va fenómeno, sin gripajes —dijo Pepe haciéndose el cínico. —Un rato, sí. —Oíd, muchachos, vamos a resistir unos días. Si va bien nos pondrán el automático con aspiración de humos y la órdiga. Si va mal os prometo que haré todo lo posible por eliminarlo. —No se puede resistir y tú lo sabes. —Necesitamos datos para argumentar, no podemos decir que no porque nos manchamos, como si fuéramos señoritas del pan pringao. —Oye, Pepe, las cosas claras, tú elegiste este producto y ahora lo defiendes a capa y espada porque te untan, ¿no es así? Si tú dices que otro sin humo va mejor te hacen caso. —Se acabó la charla. Me estás insultando y para decir una cosa así hay que probarla. La próxima murmuración le cuesta un día de haber al que sea. ¡Hala, al tajo! —Zer espero dezute andriak lan eginda bizi dan orrelako batekin?[36] —¿Qué has dicho? —preguntó Pepe. —Que hay que trabajar mucho para que no se enfade el ingeniero y no nos riña. —Menos coña y al tajo. Verdaderamente no se podía trabajar en esas condiciones. Era imposible mantener tan siquiera un ritmo normal, por eso, cuando acabó el día, aunque la calidad se había sobrepasado con creces, sin apenas rechazos, y muchas estampas a pesar de haber cumplido su serie aún servían para otro número igual de piezas, la producción fue la más baja del año con diferencia. Un resultado decepcionante. Veremos qué pasa. Si las dos partes se empecinan en no ceder me pillan otra vez en el medio. No, si está visto que no puedo levantar cabeza, parece que lo hacen a propósito. Este tren es más lento que un desfile de cojos, estoy cansado de luchar contra las circunstancias y esto no anda. Me paso la vida en el tren. O esperándolo. Cuidao que son mal pensaos estos tíos. Tiene miga la comisión del aceite ese. Pepe no veía la hora de llegar junto a Izaskun, quería descansar en su regazo como un bebé. Izaskun también lo esperaba como agua de mayo. Se había enfadado con toda la familia Bajo, cosa cada vez más frecuente, y encerrado en el dormitorio, lo único que seguía considerando suyo de la casa. —¡Qué día, nena! Si te cuento… —¿A que no sabes lo que me ha hecho tu hermana Marta? —¿Pero otra vez? Nos vamos a volver locos todos, a ver, ¿dónde está la mocosa esa? —¡Yo qué sé! Se va a pasar toda la noche fuera porque según dice hay otra fiesta en la villa. Joshecho, si no tenemos cuidado Marta acaba mal y encima tu madre le da alas. —¡Madre! ¿Pero no se da cuenta de lo de Marta? Es una niña, no puede pasar la noche fuera de casa. —No desconfiarás de tu hermana, ¿verdad? —dice Eulalia—. Encima que está currelando. —No desconfío de nadie, maldita sea. No me gusta que esté de noche por ahí. Me vais a volver loco de remate. —Son cosas de tu mujer. No la culpo de nada porque bien sé yo que la casada casa quiere, pero mientras no pueda ser, paciencia y barajar, que decía el otro. —Ya está bien, por favor, dejadme en paz. Me voy a la cama. La cama, los momentos antes de quedar dormidos, es el santuario de paz del matrimonio. Abrazados no necesitan hablar para comprenderse, consolarse y darse fuerzas mutuamente. Los ocho metros cuadrados de habitación son la guarida dorada que les aísla del mundo, protegiendo su asediada intimidad. Están lejos del umbral mínimo de habitabilidad, pero como lo ignoran tienen suficiente con el contacto de sus cuerpos desnudos. A las tres de la mañana la niña llora. —¡No! ¡No! ¡No! —Cálmate, Joshe, la vas a despertar. —¿Todavía más? Si le dieras el jarabe de amapolas que te dije, no nos despertaría. —No seas, cómo le voy a dar esa cochinada. —Me tengo que levantar a las seis, haz lo que quieras, tírala por la ventana, pero que se calle. Antes de la semana la situación se hizo insostenible. Los bidones de Graphite Hispania tenían un aspecto deplorable, se habían cargado a propósito los agitadores y la suspensión de grafito decantaba formando un barro que a veces obturaba el sistema de pulverizado. La producción, lejos de aumentar, a duras penas se sostenía en los márgenes programados. Se respiraba un ambiente hostil en todos los escalones del organigrama de fabricación. Un grito desgarrador sobrepasó agudo el ruido normal del trabajo. La enorme masa inanimada de un martillo, en caída libre, trituró la mano de un operario aprovechando la décima de segundo de distracción que se había permitido en la jornada. Medio desmayado y arrastras, le sacaron entre dos compañeros hacia el botiquín de urgencia. La mano le colgaba fláccida, la sangre y el aceite negruzco empapaban la carne machacada. El más sereno en la ayuda fue el encargado de la báscula. Tenía experiencia, ocupaba precisamente ese puesto porque le faltaba una mano, la había perdido del mismo modo. Lo que faltaba para colmar el descontento. Fue un chorro de agua, no una gota, lo que desbordó el vaso. Le organizaron a Pepe un mitin, casi un ataque personal, a alguien tenían que cargarle el mochuelo. —¿Y ahora, qué? —preguntó uno irónico. —Que, ¿qué? —preguntó Pepe. —Esto no va, quitar harán, supongo. Con tanto humo si quieres todos seremos mancos, pues. —Es cosa del ingeniero, pero ahora ya tenemos datos y lucharé por eliminar el sistema. —¿Luchar, tú? Como en huelga pasada. Se dispararon. La salud, la fabricación, los beneficios, los robos, la política y la familia de todo el mundo salió a relucir. No había forma de entenderse. —En otros países las prensas célula fotoeléctrica o así te tienen, si metes el mano, máquina para. Eso es invento y no la chorrada del aceite. —Tuberculosos acabaremos. —Del pecho es lo de menos. Del pito es peor, llevo una semana que no puedo hacer nada a la mujer. —No jorobes. Yo también lo noto. —Estériles vamos a quedar. Si alguien prende la mecha del sexo, el fuego se extiende a la carrera. Ahora todos notan signos de impotencia. La cosa toma un cariz más grave porque esto sí que preocupa a los hombres. Perder una mano pase, el accidente, al fin y al cabo, es un gaje del oficio, pero bromas con el aparato, ni hablar. El mismo Pepe se torna pensativo, ¿ha notado algo estas noches? —¡Si estuviera Aitor! —Otro gallo nos cantara. —¿Qué pasa si estuviera Aitor? ¡Silencio y hablar de uno en uno! —Pepe trata de imponerse. —Aitor acababa con esto de un gorrazo. —¿Ah, sí? ¿Qué entiendes por gorrazo? —Ponerlos encima la mesa del ingeniero. —La fórmula es sencilla —plantea Pepe—. Negarnos a trabajar. Para eso necesito conocer a las claras vuestras intenciones, si cuento con vosotros, o si tragáis con el polvo. Explicaos. —¿Cómo nos vamos a fiar de ti, coño, si ya reventaste una huelga? ¿Por qué te crees que ascendiste? —Esta huelga me parece razonable, la otra era absurda, por lo menos para mí. Conste que lo de ahora, personalmente, me la trae floja, no tengo que estar a pie de prensa tragando escombro. —Entonces, ¿qué pretendes?, ¿quitarle el puesto al perito? —Vete a la mierda. Que hable Chomin, su opinión cuenta, ¿no? Si no queréis vosotros yo ya no tengo ningún interés en representaros. En efecto, la opinión de Chomin cuenta. Aunque no le hagan caso muchas veces, le escuchan siempre, especialmente ahora que simboliza la víctima del trepaje de Pepe. —Yo creo que José, con lo visto esta semana, está capacitado para defender nuestra postura. Incluso sin necesidad de amenazar con ninguna huelga, es probable que consiga lo que todos queremos. Capacidad tiene. Pero no te ofendas, muchacho, si desconfiamos de ti, nos abandonaste una vez, no dudo que en defensa de tus intereses, pero nos abandonaste. ¿Qué razones tenemos ahora para confiar? Ninguna. Sin embargo yo creo que se trata no de razón, sino de corazón; hay alguien que te conoce mejor que ninguno de los que estamos aquí, tu cuñado Iñaki, os tenéis antipatía, pero os conocéis, él es el que debe decidir con nobleza. Si tu pariente se fía, todos nos fiamos. Pepe sintió miedo y esperanza al mismo tiempo. ¿Por qué sentía los dos extremos siempre? Miedo porque su cuñado se la tenía jurada, pero esperanza porque las palabras de Chomin habían clarificado la postura del personal con respecto a él. Quizá con el tiempo no fuera un extraño y pudiera llegar a ser un compañero más. Ahora podía darse el caso. —Vamos, Iñaki, da tu opinión, pero piensa que de ella depende la del taller, no te dejes llevar por cabreos pasados. Di honradamente si te fías o no de tu cuñado para que nos represente —insistió Chomin. Iñaqui se sintió cogido en una trampa. Eso no era un cuñado, era una alergia crónica, no había forma de quitárselo de encima. ¿Sí? ¿No? El muy tal, es para matarlo. —El jodio vale y es de ley a su modo. Me fío de su palabra si la da en público, así sabremos a qué palo juega de una puñetera vez. —Lo juro por mi madre —dijo Pepe. Se me ha escapado el juramento como un pajarillo volandero. ¿Qué me importa a mi este follón? Nada. Lo hago porque es justo. Mentira, es justo pero me importa un bledo. ¿Por qué? Sé sincero. Porque quiero hacer méritos y que me acepten. Sí, eso es, sin embargo no se integra nadie que no hable euskera y yo no hablaré eso aunque me saquen la piel a tiras. ¿En qué quedamos? Es una promesa. ¿Quieres o no quieres ser uno más? ¡Y yo qué sé! No se puede trabajar con tanto humo, esa es la causa. Aceptaron su palabra. Sin unanimidad, pero la aceptaron. Ya estaba otro lío en marcha. Pidió una entrevista personal con I.J.F. El ayudante de I.J.F. trató de disuadirle, las estaba pasando moradas con el nuevo sistema inventando excusas para explicar la baja de producción y si ahora iba el encargado con nuevos chismes, algo no concordaría. —Oiga, José, es mejor que lo solucionemos entre los dos —propuso Ramón Rodríguez. —No está en nuestras manos el eliminar el producto. —Hay que buscar otra solución porque eliminar, no se elimina, ya lo verá usted. —Ya lo veremos, ¿me acompaña? —Por supuesto. Mucho tiento con meter la pata. Esa técnica auxiliar de Forja la quería esgrimir I.J.F. contra D.O. y C., era su arma secreta para aumentar el rendimiento y no iba a renunciar a ella porque los principios no fueran optimistas. Les recibió malencarado. —¿Está constipado? —No. No, señor —contestó Pepe. —¡Entonces quítese el casco! A Pepe casi le da algo, intentó tranquilizarse haciendo girar entre las manos el dichoso casco. Explicó lo mejor que pudo la situación. Imitaba sin querer las frases y gestos del «Periodista», era el tío que mejor se explicaba de todos los que conocía. Ensayó un resumen final. —Resumiendo, existen tres motivos. Primero: se trabaja mal porque apenas se ve, lo cual aumenta el peligro de accidente y encima la pistola pesa mucho y cansa la mano. Segundo: el humo que tragan pica y tiene un polvillo negro capaz de dar silicosis. Tercero: según parece, ese humo deja impotentes a los hombres. —Si ese es todo su argumento —bramó I.J.F.— me parece muy pobre y voy a rebatírselo punto por punto. Primero: todo trabajo cansa y por desgracia accidentes siempre los habrá en una forja. Segundo: ese humo no es tóxico. Tercero: es científicamente absurdo pensar que una suspensión de grafito en aceite cause impotencia. —Pues lo que se dice trabajar bien, es imposible. Haga la prueba usted mismo, si quiere. —¿A que lo de la impotencia lo dijo uno y entonces todos sintieron lo mismo? —En realidad así fue y creo que eso es lo de menos, yo mismo ayer noche… bueno, pero no se puede trabajar en estas condiciones —Pepe insistió terco. —En cuanto el sistema rinda, y eso depende de los forjadores, instalaremos el automatismo. No vamos a hacer una inversión inútil en la actual coyuntura industrial del país. No tengo nada más que decirle. —Si me lo permite, es que hay algo más. —¿No se le han acabado aún las lamentaciones? Pepe soltó la andanada. De corrido, azarado, pero mirándole a los ojos a I.J.F. Cuando terminara la frase, su situación en la empresa sería tan distinta a la actual que a lo peor tenía que empezar a buscar trabajo. ¿Qué pretendía? —Es que, en estas condiciones, la División de Forja se niega a seguir trabajando por falta manifiesta de seguridad e higiene. —¿Un plante? ¿Es que vamos a tener todos los años una huelga? Dígame quién es el cabecilla y lo liquido de un plumazo. —No existe. Lo que sí le digo es que, por raro que parezca, me han elegido a mí para representarles. —¿Usted sabe algo de esto? —preguntó el ingeniero al desconcertado A.I.J.F., que no había hablado en toda la entrevista. —Es la primera noticia que tengo. —Usted no se aclara nunca. Vaya dos nulidades a mi servicio, así van las cosas en España —a Pepe—. Las cosas claras, usted está con nosotros o con ellos. —No debe preguntarme semejante lugar. Si es que hay dos partes, yo estoy con los míos. —En la otra huelga no opinaba lo mismo. Siento mucho que nos defraude, de hecho contábamos con usted como hombre de confianza. —Como encargado hago todo lo que puedo, señor. —No se haga el listillo, ya sabe a lo que me refiero. ¿Cuál es su postura definitiva? —Lo que hemos hablado. No podemos seguir trabajando en estas condiciones, o ponen el automatismo o quitan el producto. —¿Se da cuenta de la responsabilidad que entraña una decisión de este tipo? Su postura cambia radicalmente y por lo tanto nuestra consideración también. —De la responsabilidad sí me doy cuenta, señor. El ingeniero se contiene. Ya les buscará las vueltas, no va a dejar escapar su revancha contra el D.O. y C. por una cosa tan nimia. De momento cede, no le interesa correr el riesgo de una parada en su División, eso es lo peor que puede pasar, la Gerencia ama a las Divisiones de aguas mansas. —Aceptado. De momento dejamos de consumir el Graphite Hispania, pero conste que en cuanto tenga ciertos datos volveremos al mismo. Pepe sale satisfecho del despacho, aunque las espadas quedan en alto, cree que su misión ha tenido éxito. Le queda el regusto ácido de una frase sobre su cambio de postura, intentarán presionarle y les sobran palancas para ello. Las dos cuarentonas estaban apetitosas, cosa nada extraña, puesto que comían bien, se maquillaban mejor, iban al masajista dos veces por semana y sólo leían revistas ilustradas, cosa esta última muy importante para lo de las arrugas. Aprovechaban la puesta de sol en la terraza del Real Club Náutico para comentar la vida alrededor. —Aquella pareja, ¿quiénes son? —Ni idea, ahora viene tanta gente que no hay forma de conocerse, no serán importantes. —Te advierto que ni falta que nos hace el conocer a algunos. Para mí que se les ha ido la mano con los socios, no hay selección, se ve un medio pelaje que ya, ya. —No lo dirás por esa otra. —¿Quién es? Se me hace una cara conocida. —La de Lizarraga, mujer. —¡Jesús! Si ya está hecha una mujer casada y todo. Para ésos sí que no hay crisis. —Bastante crisis tiene la pobre con su marido. Dicen que si el otro día le vieron con una en Francia, no me extrañaría porque ella es de un soso que tira de espaldas. —Desde luego. Con ese padre podía tener más estilo. —El estilo, la clase, no la da el dinero, mira a Sofía, una familia venida a menos, pero ella como la primera. —Bueno, esa cría es de las de quiero y no puedo. —Depende, ahora se ha casado con el chico de la Lasaosa, Juanma, que vale mucho, hará fortuna. —Dicen que ese chico es socialista, tiene ideas muy raras a base de obreros, ya sabes. —¡No me digas! —Como lo oyes. Por lo visto está de moda entre cierta juventud, incluso se da en los curas jóvenes. —Pues si es verdad lo siento por él. Arruinará su carrera, de esas cosas en seguida se entera la gente. —Sí que lo es, sí. Se está distinguiendo en compañía de individuos de muy baja condición, y no es que yo esté en contra de lo social, no, hasta el Papa habla de ello, pero es que no creo que eso le sirva de recomendación precisamente. —Será pose, mujer. —¡Mira, mira, el conde! —¿Pero no estaba en la Argentina? —Qué va, por Dios, no seas inculta, el de la Argentina es su hermano menor. —Chica, estás en todo, ¿vamos a saludarle? —No, no, qué iban a decir de nuestros maridos, debe ser él quien venga. El horizonte se tiñe de rojo, reflejándose arco iris en el lomo de las olas. Los pesqueros pasaban por delante del Náutico hacia el puerto, avisando a los suyos con el runruneo del diesel. Alguien puso en el bar un disco romántico, ideal para acabar el día. Dejaron de trabajar con el potingue negro motivo de tanta discordia. Pepe no recibió ninguna felicitación, ni la esperaba, pero notó cierto aumento de camaradería en el trato. De todas formas estaba raro. En las disputas de los días anteriores, con continuas alusiones a su comportamiento en la huelga pasada, tanto por parte de unos como de otros, se había tragado el orgullo y ahora estaba haciendo la pesada digestión. ¿Soy un lacayo? ¿Me estoy traicionando por ganar la estima de mis compañeros? Compañeros o inferiores, según se mire. No, estoy en lo justo, la salud es más importante que un aumento de sueldo. ¿De veras? Depende del sueldo. Más importante que el sueldo que perseguíamos en la huelga aquella, sí. Lo que no voy a consentir es que el ingeniero o el lucero del alba me tome por una marioneta. Tira del hilo y bailo. Tu padre va a bailar. Si me han dado el puesto por considerarme un manso, van listos. El acontecimiento más esperado del año. Salieron las listas concediendo los pisos construidos por Lizarraga n.º 2, en Eibain, para sus empleados. Un sueño a punto de hacerse realidad. La acumulación de personas delante del tablón de anuncios tiene carácter de manifestación. Los cuellos se estiran en escorzos y saltos para leer por encima del montón de cabezas, entre exclamaciones para todos los gustos. La lotería. —¡Me han jodido! —exclamó un hombre. —A mí también —dijo una mujer. Algunos picaros sonrieron, pero ella no les hizo caso. No estaba en la lista y eso era lo que contaba. Había un 50 por ciento más de solicitudes que pisos construidos. Pepe seguía febril el orden alfabético. Un piso para Izaskun, la niña y él, algo definitivo. Le temblaban las piernas. Con la A, Alustiza, Aranzábal…, con la B, allí estaban, Barrenechea…, no podía ser, la J de Bajo está antes que la R de Barrenechea. Volvió hacia atrás, no había ningún Bajo. Casi se lo habían prometido al nombrarle encargado. ¿Por qué? Esa era la consideración que iba a cambiar, según el ingeniero. El muy perfumado iba a saber con quién se jugaba los cuartos. Habría huelga, un follón de mil pares de pelotas. Se fijó en los nombres, ni un López o García, todos vascos. ¿Sería eso otro? Su hija le llamaba aitacho, pero él no decía ni pío en tan enrevesado idioma, ya se encargaban los indígenas de recordarle con frecuencia su antigua promesa. Al final de la lista figuraban dos coletillas ocultas por sellos y firmas. La concesión sería anulada si el titular, hasta el momento de la entrega de la llave, se veía envuelto en cualquier conflicto laboral. Todas las reclamaciones había que efectuarlas en un plazo de veinticuatro horas. Llegó a casa destrozado. Los pisos de la fábrica habían sido su esperanza durante muchos meses. Izaskun montó en cólera, renunciar al castillo de naipes derribado equivalía a enterrarse viva en Urraenea. —No tenemos nada que hacer —explicó Pepe. —Hay que protestar. —Yo no voy a darles ese gustazo. —Pues yo sí, me van a oír. —Déjalo, en el fondo es mejor así, en Eibain tus paisanos nos iban a hacer la vida imposible. —Pues sí que tu familia nos la hace aquí agradable. Piensa en nuestros hijos, Joshe. ¿Nos pueden considerar jueces, benévolos, pero firmes, si no nos ven independientes? —Tienes razón, pero ¿qué quieres? —Mañana voy a que me lo expliquen. —Allá tú. Yo no voy porque soy capaz de cualquier tontería, si pillo al que tomó esa decisión es que no sé lo que le hago. Cuidado con el administrativo, es un mal bicho, si te falta lo rajo. —Se cuidará muy mucho, la familia es del caserío Ondiagain y me tendrá que oír aunque no quiera. Al día siguiente Izaskun amaneció en Eibain. No había vuelto desde que tuvo la niña, añoraba el valle e incluso el teléfono de la fábrica. Le gustaba vivir allí, entró decidida, la saludaron muchas amigas, pero no se detuvo. —No puede recibirte ahora, tiene mucho trabajo, ¿sabes? —dijo la secretaria. —Déjate de pamplinas. Abrió de golpe la puerta del despacho y sorprendió al jefe de personal en plena lectura del diario matutino. La Real Sociedad se mantenía en primera división. Se miraron indignados e iniciaron una conversación áspera en vascuence, suavizada por una amistad de varias generaciones en caseríos vecinos. —¿Qué hace usted aquí, señorita Izaskun? —No soy señorita, y déjate de pamplinas, me vas a explicar lo de los pisos, pero que muy bien. —Oye, criatura, la amistad de nuestras familias no te da derecho a esta violación de las reglas. —¿Y qué reglas no habéis violado para no dar un piso a don José Bajo Fernández? —Está bueno esto. ¿No es hombre para venir él a reclamar? —Más que tú, fácil, si vengo yo es precisamente para que no te rompa un hueso. —No le toca. —Sí nos toca. Demuéstrame lo contrario con la lista de solicitudes, a ver qué fechas y méritos nos ganan. —No la puedes examinar, no perteneces a la empresa. —Si no me enseñas se va a enterar del escándalo todo el mundo, el primero don José María, soy capaz de ir a verle ahora mismo si no me enseñas lo que quiero. —No te sulfures, te apuntaré a ti para la siguiente relación, ¿de acuerdo? —No. Quiero ver la lista con la fecha de solicitud. —Está bien, mira. El jefe de personal le larga un libro grueso, de tapas negras, con hojas de rayitas azules y rojas, en el que hay muchos nombres y números, un endiablado libro de esos de contabilidad tan ordenados que no se entiende nada. La mujer no puede descifrarlo, pero pregunta. —¿Cuál es la fecha de solicitud? —Esta. —¿Desde cuál se dan pisos? —Desde ésta. —Pues no hay orden, aquí saltas cuando quieres. —¡Arrayua! ¿Y qué quieres? ¿Que habiendo gente del pueblo sin piso se los demos a los maquetos? —Yo soy del pueblo. —Mira y déjame en paz. Te pongo aquí, la primera para la segunda fase, pero ni una palabra a nadie, ¿eh? —¿Para cuándo son los siguientes? —Un año, quizá algo más. —Ya habrá algo antes, tú sabes mejor que nadie. —Está bien, Izaskun, está bien, pero no abuses, si hay alguna vacante te aviso, pero procura que tu marido no se meta en jaleos. Han dado malos informes y por eso y por lo otro, ya ves. —Cochinos. ¿Ha sido el ingeniero de Forja? —Se dice el pecado, pero no el pecador. De todos modos no tienes queja, ya es encargado, ¿qué más quieres? —Un piso, no te olvides. ¿Qué tal el aitona? —Como siempre, no se puede mover, así que esperando su hora. ¿Y tú? ¿Qué has tenido, niño? —Niña, pero fuerte como un aizkolari. Cuando Pepe tuvo conocimiento de esta conversación, perdió confianza en sí mismo. Las fuerzas del hombre no son nada en comparación a las del destino, sólo podía obtener el piso de casualidad o por mediación del apellido Jáuregui. Así sea. Hermelando se daba perfecta cuenta de que estaba dando la pelmada, pero es que Juanma se le escapaba de las manos, había ascendido demasiado, tanto que ahora le daba apuro no decirle don Juan. De seguir así, el asunto de la tan traída y llevada urbanización del barrio se quedaría en agua de borrajas, cada vez era menos importante para dedicar un tiempo tan valioso. —Te prometo que lo estudiaré. Lo tengo encima de la mesa desde el primer día —dijo Juanma—. ¿Recibisteis las papeleras? —Sí, hombre, sí, pero aquello no se puede mantener limpio con calles de tierra, hay que pavimentar. —Lo sé y lo siento, Herme, pero las cosas de palacio van desesperadamente despacio. —¿Puedo venir otra vez a recordártelo? —Cuando quieras, pero no tendrás nada que recordarme puesto que no se me olvida. Cuando el barrendero abandonó el despacho oficial, dejó a don Juan María Pérez Lasaosa sumido en graves meditaciones. El remover aquel asunto era impopular porque la ciudad necesitaba otras obras de más urgencia y envergadura: carretera de circunvalación, autopista del Cantábrico, iluminación de la bahía, aumento de los coeficientes de edificabilidad, etc., y el presupuesto municipal no daba para tanto. Si de casualidad sobrara algo sería para el Festival del Cine, una aplicación más brillante. La preocupación de Juanma radicaba en que no veía la solución salvo dedicándose a ello con cuerpo y alma, y eso no era factible, tenía ya muchas obligaciones imposibles de abandonar. Marchó a su despacho particular. Abundante correspondencia con consultas rutinarias de las empresas que asesoraba, publicidad, marketing y cosas por el estilo. Entre ellas, la oferta que esperaba. La representación exclusiva para España, Portugal y provincias ultramarinas, mientras duren, del vidrio Laselvanegra. El vidrio que da a su hogar el aire de superlujo que usted merece. Leyó la carta con detenimiento. Un sueldo fabuloso. Comisiones y viajes. Dedicación absoluta. Intensa vida de sociedad, a ser posible recibir en el propio domicilio. Acondicionar el domicilio, por supuesto. Cultivo de las amistades. Lista de precios y descuentos. Catálogos. Llamó a su mujer. —Sofía, lee, ¿qué te parece? —¡Oh! Esto es fantástico. Le vamos a dar envidia a más de una, acéptalo sin dudar. —Interesante, pero un poco artificial, ¿no? Laselvanegra es el vidrio más puro y natural del mundo. Tendré que dejar el Ayuntamiento. —Bueno, no te preocupes, en definitiva cumplió su misión, nos ayudó a promocionar, se dice así, ¿verdad? —No digas eso, Sofía. Me gusta ese trabajo y nunca he utilizado nada oficial para medrar. —Pues claro que no, cariño, vales un potosí y no necesitas enchufes. Sin embargo en esta nueva actividad estoy segura de que te puedo ayudar mucho con mis relaciones. —Siempre me ayudas con tu presencia. —Pero ahora de veras. Silencio. Juanma estaba pensando en sus gustos y en la responsabilidad que había adquirido frente a Hermelando. Si aceptaba y se metía de lleno en el mundo de los negocios tendría que romper con sus compromisos morales. —Pienso en Urraenea. —Y pensar que querías ir a vivir allí. Menudo papelón haríamos con Laselvanegra en semejante lugar. —Si abandono el Ayuntamiento no podré ayudarles. —Ya son mayorcitos. —Culturalmente son bebés. Me remuerde la conciencia, es como una traición. —Un padre se debe a su familia, tú ya tienes una y ésa es tu primera obligación. Si quieres ayudar el prójimo, lo cual me parece perfecto, daremos una limosna mensual. —¡No necesitan limosnas! —Juanma chilló como en sus tiempos de estudiante—. Perdona, Sofi, estoy nervioso. —Te comprendo, pero mira, es una oportunidad única, asegurarnos el porvenir de nuestros hijos. —Aún es pronto para sacarlos a relucir, ¿no crees? —Depende, porque voy a darte una noticia. Estamos esperando a nuestro primogénito. —¡No me digas! ¿Seguro? —La rana no falla. Juanma saltó, bailó y abrazó con mimo a su mujer. Estaba loco de contento. Sofía se dejaba querer, pero aprovechó la ocasión para concretar. —Acepta esta oportunidad, Juanma, mi idealista chiquitín. —Sí que la acepto, ahora tenemos muchas más responsabilidades. ¿Tú crees que sabremos ser padres? —Seremos unos padres perfectos. Quedaron abrazados sobre el sofá, Juanma no tenía ganas de seguir trabajando con tanta emoción dentro. Un hijo es un buen justificante. Sofía sabía que no estaba embarazada, pero al paso que iban no tardaría en estarlo y unos días más o menos no se notan. También sería mala pata no quedarse. Caducaron las veinticuatro horas concedidas para efectuar las reclamaciones a que hubiere lugar con motivo de los pisos. A la mañana siguiente volvieron a aparecer los bidones de Graphite Hispania. Los obreros, sorprendidos e inquietos, se miraban unos a otros pidiendo consejo, un círculo de interrogaciones rodeó a Pepe. Había que decidirse. —¿Qué hacemos? —preguntó uno. —Nada. Quietos, paraos, que nadie empiece a forjar, hemos dado nuestra palabra. Sonó el teléfono en la caseta del encargado. Se pudo oír claramente por qué no habían comenzado a trabajar, otras veces se tiraba media hora sin que lo oyera nadie. Era A.I.J.F., llamaba a E.F. para una reunión con el ingeniero. —A ver qué dices. —Que no tragamos, ¿no? —Sí, claro, pero dilo bien —aconsejó Chomin. Esta vez I.J.F. estaba de mejor humor, hasta les ofreció asiento. Pepe se quitó rápido el casco, con un movimiento reflejo alisó el pelo. El ingeniero manoseaba un documento. —Señores, buenos días, la ausencia de ruido indica que no han comenzado aún la jornada, ¿puede saberse por qué? Se adelantó Pepe a hablar, así no comprometía al perito. Ahora vería este presumido que con las cosas de comer no se juega. —Quedamos en no trabajar con el grafito español ese hasta que no cambiaran las circunstancias y la verdad es que no han cambiado, luego lo dicho. —No. Lo siento, pero no. Quedamos en localizar unos datos y ya los tengo, en eso fue exactamente en lo que quedamos. —¿Qué datos? —preguntó Pepe—. Usted dirá porque yo no me aclaro. —Por orden, como a usted le gusta. Primero, el terrible problema de la esterilidad provocada por el producto es absurdo, el promotor de esta idea, Anchón Zabala, se corre sus hermosas juergas y es muy probable que después de ellas no pueda atender a su mujer como ésta se merece y entonces cualquier disculpa es buena. Segundo y más importante, este informe de Sanidad demuestra que el polvillo desprendido por la suspensión grafitada no es tóxico en absoluto. Ahí lo tiene. El perito y Pepe examinaron el documento. Tenía el suficiente número de sellos para considerarlo importante. Explicaba cómo varios lotes de conejillos de Indias habían sido examinados, unos tras exposición en atmósfera contaminada por el fluido problema, otros tras ingestión de dosis crecientes en la dieta alimenticia y los últimos tras haberles pintado toda la piel, sin que en ningún caso hubiera una alteración fisiológica, reacción alérgica, ni síntoma alguno de toxicidad. A pesar de los sellos la conclusión no parecía seria. Porque a unos conejos no les pase nada, ya deducen que a un hombre tampoco le pasará nada, alguna diferencia habrá, digo yo, en casi cien kilos más de carne, tripas, hígado, entrañas y otras porquerías. Son ganas de querer engañar, también las ovejas pastan y a los hombres no les aprovecha la hierba. Lo menos que podía haber hecho el analista, o como se llame, era pasar por la Forja un rato y después observar el color de sus mocos y esputos. Entonces opinaría de otro modo. —¿Qué me dice ahora? —preguntó el ingeniero. Pura palabrería era el documento aquel y por más palabras que pusiera, el humo no iba a desaparecer de la Forja. Pepe seguía en sus trece, a ver quién podía más. Le irritaba el tono triunfal de I.J.F. —Nuestra opinión sigue siendo la misma, no podemos trabajar en unas condiciones tan insanas. —No utilice la palabra nuestra. Los obreros no conocen aún el documento demostrativo de que esas condiciones no son insanas, como usted dice. —Consultaré con ellos. —Pero rápido. Si se arreglan pronto no se descontará este tiempo, ni habrá sanciones. Comuníqueles además que mantengo la idea de instalar el automatismo en cuanto se compruebe la eficacia del método. ¡Ah! Que no hagan tonterías los que tienen concedidos pisos, ya conocen las normas. Reunió a los muchachos y les expuso la situación. Si fuera por Pepe, a pesar de la amenaza, la huelga sería general, pero eran ellos los que debían decidir. Trató de convencerles. —Si nos mantenemos firmes, sin dar un solo martillazo, nos llevamos el gato al agua —concluyó Pepe. —Eso te sería la huelga, debemos estar todos de acuerdo, pues. —Sí. Bai —las afirmaciones no sonaron muy rotundas. —Hay que tener en cuenta el asunto de los pisos. —Exacto, si nos abren expediente o así, fuera piso. —No se atreverán —intervino Pepe. —Toma, tú estás valiente porque no te lo han concedido, si no ya veríamos. —Mantendría mi palabra —dijo Pepe. —Sí, ya vimos la otra vez. —Agua pasada, no mueve molino. Yo estoy dispuesto a dejar el pellejo en esta huelga si hace falta. —En aquella perdimos unión y fuerza. Yo no arriesgo el casa por la huelga y no discuto más. —¡Pero esta vez es justa! ¿O es que quieres envenenarte? —El informe que no es veneno ya dice. —¿Te rajas? —Cuidado con insultar. ¿Tú por qué quieres el plante? Tú tienes menos peligro en perder salud que ninguno, no tienes narices metidas en piezas, pero quieres vengarte por no tener piso, ¿es así o no? No me interesan tus cuestiones personales. Pepe no daba crédito a lo que ocurría, ahora que estaba dispuesto a poner toda la carne en el asador contra aquel sistema nocivo, se iba encontrando solo. Había muchos con el piso concedido y no querían arriesgarse, los demás, rota la unión, tampoco se animaban. Esta vez les tocaba a ellos la mezquina defensa de sus intereses. —Trabajando con cuidado no es tan molesto —se autojustificaba uno delante de otro. —Con el automático irá pipa. —Entonces, ¿es que os rajáis? —preguntó Pepe. —Aquí el único que se rajó una vez fuiste tú. Ahora no queremos nosotros y en paz. —Eso, tengamos la fiesta en paz —medió Chomin. —Está bien, lacayos —gritó Pepe—. ¡A trabajar! Pronto los martillazos retumbaron por la nave, las explosiones de humo negro empezaron a contaminar la atmósfera y sacar piezas. Se trabajaba con normalidad y sin fallos de ritmo. Pepe lo notó en el ambiente. El telón que parecía haber comenzado a elevarse y permitirle una aproximación a sus compañeros de trabajo, caía suavemente aislándole una vez más. Se hizo el fuerte pensando que ahora ya no estaba solo, tenía mujer e hija, una familia y un empleo, eso era lo que contaba. ¡Si la fábrica estuviera en otra parte! Pero ¿en qué parte? ¡Bah! Tuve que dejar el cementerio de mis mayores y me tendrán que enterrar en el de los suyos aunque no lo quieran, por las buenas o por las malas. Está decidido. El despacho de Aguirregomezcorta es funcional y sin embargo cómodo. Desde él ejerce la dirección comercial con arreglo a las más modernas técnicas de marketing y control de gestión. En realidad intenta dirigir todo lo que puede y le dejan. Todo es moderno, menos la realización de los planes. —¿Está entonces decidido a salir personalmente? —pregunta el secretario. —Sí, es necesario imprimir una mayor agresividad a la red. El verme en la misma zona les dará moral. O miedo, es lo mismo. —Aquí tiene la carpeta con el plan Absorción del Sur. ¿Alguna indicación complementaria? —Sí, avise a la Delegación para que prepare bien el programa, con cierta holgura, se pueden combinar el trabajo y el folclore. Hay que aprovechar al máximo los desplazamientos. —¿Dónde se instalará? —Como de costumbre. ¡Ah! El día que pasemos en Málaga que reserven la habitación en Torremolinos. —¿? —Sí, ha oído bien. No quiero morir de un infarto de miocardio como le ocurriría a mi suegro. Será un viaje provechoso, Andalucía está completamente abandonada y en la situación actual no podemos despreciar ningún polo de desarrollo. Tomaremos de paso el sol, que tampoco vendrá mal. Se repetían las escenas al revés, como cuando dan marcha atrás a una película. Así abandonó los verdes montes de Guipúzcoa y pasó a las parduzcas llanuras castellanas. Con menos camiones y carretera más ancha, el microbús corría más, a Pepe le hipnotizaba el paisaje, apenas le volvía a la realidad algo tan inesperado como el monumento al Pastor. Quería llenar los ojos de paisaje para que le sirviera de sustrato a sus pensamientos. Volvía al pueblo. Regresaba a Torrecasar poco menos que en plan de turista. Ahí estaba una gachí haciendo autostop en minifalda, la cogerían pronto. Había aprovechado una disculpa tonta, el posible reparto de una herencia de parientes lejanísimos que todo lo más dejarían un palmo de terreno, él iba a venderlo y ojalá cubriese los gastos del viaje. La razón verdadera es que necesitaba volver. El solo. Encontrarse solo en su tierra y ver qué le pasa por dentro. Cuanto más se acerca Extremadura, más héroe se siente, no ha hecho fortuna, ni siquiera ha solucionado su problema de la vivienda, pero se siente satisfecho y justificado porque con su trabajo sostiene a su familia. Con muchos apuros. Pero decide sobre pequeños planes. Se siente persona, es decir, casi héroe. I.J.F. ha tenido que instalar la automatización, ahora la nave de Forja parece una guardería infantil de puro higiénica. ¿Le darán el piso aunque no sea de los suyos? Quizá por Izaskun. Ahora puede manejar unos pocos cuartos. Para Torrecasar diría que muchos. Empezó a reconocer el paisaje y las aletas de la nariz se le movieron como a un perro de caza. Allá, a lo lejos, rompiendo la recta del horizonte, una iglesia descomunal, sobria, herreriana: Torrecasar. El microbús terminó su línea semanal en la plaza, frente a La Tienda Grande, el centro neurálgico del pueblo. A Pepe le dieron escalofríos al ver a sus paisanos, las mismas viseras, las mismas zamarras, los mismos surcos en el rostro, estaban igual, parecía que los había saludado ayer mismo por última vez. Paco, el del taxi, se le abalanzó al cuello nada más verle. —¡Pepe, macho! Y vestido de señorito. —De persona nada más, ¿qué tal te pinta, viejo? —Fatal. —Pues no parece mal negocio el coche de línea. Venía lleno. —No es nuestro. Dijeron que si era una línea pirata o una chorrada por el estilo y nos la mangaron. Por lo visto hacía falta un permiso oficial insacable. —¿Quién lo tiene ahora? —El «Alfalfo», un caballo blanco que se ha buscao el bueno de don Luis. Hace viajes a Bilbao, Barcelona y también al extranjero. —Jová, qué tío agurón. —Como verás todo sigue igual. Peor, con el tinglao del «Alfalfo» apenas me dejan clientela para el taxi. —Vete a Sanse, allí hay curre, no siempre bueno, pero un hombre es siempre un hombre, no un perro. —La tierra tira mucho, ¿por qué has vuelto? —De visita, a ver si tira tanto como dicen. —A fardar, que nos conocemos. —No merece la pena, aquí presumen los tuertos. —Vendrás a casa, ¿no? —Disculpa, pero me hospedaré en el Triana, quiero ver esto como si no lo conociera, a ojo de forastero. —No es nada lo del ojo que dices. Se instaló en el Triana como un camionero más. Cenó en el bar, poco a poco se fue llenando de viejos camaradas que iban a verle ansiosos de noticias del otro mundo. Era la figura del día, invitó a café y copa para asentar lo de figura. Charlaron hasta las tantas de la madrugada. Una vez en la cama, Pepe se sorprendió de las cosas que había dicho, había transformado al País Vasco en el País de las Maravillas. A la mañana siguiente salió a pasear en compañía de su inseparable Paco. Las mismas fachadas de cal mustia, las mismas viejas de luto en los porches, la misma resignación en los rostros, las mismas magníficas espigas de trigo, los mismos baches en la carretera, las mismas letras fatídicas de SE VENDE ESTA CASA. Nada había cambiado. Ni siquiera los parados tenían más desesperación, no, tenían la misma. Se saturaban sin explotar. Llegaron a la plaza. La casa de don Luis no mostraba huellas del fuego. Pasaron por delante del Casino, una espina que Pepe quería sacarse. Señaló al corro de brazos cruzados que siempre había enfrente. —¿Hay movimiento? —Esto se mueve menos que el caballo de un fotógrafo. —Te invito a un vino. —Vamos al Triana. —En el Casino. —No enredes, acuérdate de cómo saliste la otra vez. —¿Quién se acuerda? —Todavía se comenta la historia. —Si no te atreves, entro solo. —Yo vivo aquí. —Aquí, vivir, vivir, yo no he vivido nunca. Hasta luego. Pepe entró en el Casino. Esta vez la puerta de cristal no le proporcionó ninguna duda, había abierto otras más transparentes. Pisó con petulancia, no estaba mal el bar, pero los conocía mejores. No había ningún cliente en la barra, el limpia no cuenta. —Coño, «Curro», ¿todavía por aquí? —preguntó al barman—. Un fino La Ina. —No puedo servirte, ya lo sabes, así que no me comprometas. Reservado para los señores socios. —Tus señores socios son unos paletos a los que echarían por palurdos en un hotel que yo me sé. No me cuentes tu vida y sirve. Pepe se acordaba del Hotel de Londres y de Inglaterra, de su luna de miel, de las cafeterías de la Avenida de España. De la Forja. Alzó la voz para llamar la atención a los de la sala de juego. Salió el nervioso de siempre, don Rosendo Sánchez. El tiempo se repitió a sí mismo una escena ya pasada. —¡Caramba, qué sorpresa! ¿Tú por aquí? —exclamó don Rosendo—. ¿Qué quieres? —Gracias, ya he pedido. Un fino La Ina. —¿Ya te has hecho socio como te dije? Para don Rosendo Sánchez no han pasado los años, las partidas de julepe difuminan las horas de su vida, podía haber añadido tranquilamente la palabra: ayer. —No hace falta, soy forastero —dijo Pepe. —Pero tiene que presentarte algún socio. No hagas el tonto y lárgate, muchacho, no te metas en líos. —Te estás metiendo tú en el lío, Rosendo —sintió una especial satisfacción en apearle el usted—. Me vas a tener que echar por las bravas si quieres que me largue. —¿Yo en un lío por tu culpa? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —Sí, porque ya no vive en el pueblo ningún miembro de mi familia a quien amenazar y no tienes pelotas para echarme de hombre a hombre. —Llamaré al cuartelillo. —Así se hace, machote. —Ya te enseñarán a guardar las distancias. —Di que sí, lacayo. Eres lacayo de no sé qué, pero eres más lacayo que nadie. A ver, «Curro», el fino. El camarero se lo sirvió asustado mientras don Rosendo llamaba por teléfono. Pepe se lo tomó con calma, pero con prudencia. Estiró el tiempo para poner nerviosos a los otros dos, aunque decidió marcharse antes de que la cosa tomara más cuerpo e interviniese la guardia civil. Ya sabía él que ninguno de los principales aceptaría una pelea a tortas ni con el asesino de su madre. —Quédate con la vuelta —dijo Pepe en plan despectivo. —Sobra mucho. —Para los hijos de soltera. Si no conoces pregunta a los socios, son fabricantes. Salió asqueado a la calle. Esta vez el acontecimiento había pasado inadvertido. Sólo estaba Paco esperándole en un banco de la plaza. Este se levantó risueño al ver salir a su amigo sin jaleos. —¿Qué tal te ha ido? —No sirven bien, no me hago socio. —Estás hecho un chuleta. —Y tú un cagao de miedo. No sabes cómo me duele verte así. —¿Qué te pasa, Pepe? Estás salido. —No lo sé. No viviría aquí ni por todo el oro del mundo. Debería ser pecado tener tanto miedo, metía a los hombres en un puño y los convertía en lacayos. Hasta el golfante de Paco era ya carne de esclavo. Sentía una mezcla de pena y desprecio hacia los corros de la plaza, corros de hombres pobres de espíritu en espera del maná de un trabajo para el día de hoy y nada más. Por fin se reunió con los lejanísimos parientes, a los que apenas conocía de vista, para repartir la herencia. Descubrió que tenía parientes como churros. También descubrió que no le unía nada a ellos. Su situación era holgada en comparación con las desgracias que no paraban de contar aquellos tipos, sin duda para hacer méritos en el momento de las partijas. La necesidad les volvía mezquinos. —¿Cómo hacemos el reparto? —Nada de repartos todavía, primero tengo que encontrar el pavito que se me ha perdido. Tenía catorce y ahora sólo hay trece en el corral. —Ya aparecerá. —Dices eso porque no es tuyo. Si lo encuentra un vecino, si te he visto no me acuerdo. —El tiempo es oro, estamos reunidas muchas personas, no podemos perder el tiempo con el pavito de las narices. Ya lo buscarás después —dijo Pepe. —¿Es que hay alguna otra cosa que hacer? —Tengo prisa. —No sabía que fueras importante. Le hicieron pagar la prisa. Tobi, tobi, tobi, no pararon hasta que apareció el pavo. La reunión no avanzaba. Como no podía esperar más y los parientes no tenían mucho dinero efectivo, le redondearon su parte por lo bajo. A Pepe le daba igual, a duras penas le cubría los gastos del viaje, pero lo que quería era abandonar el pueblo cuanto antes, se asfixiaba. No esperó al autobús semanal, se largó a Mérida y cogió el tren más rápido que le combinaba, el Surexprés Lisboa-París. Un tren fantástico en el que iban cabareteras, negociantes, toreros, generales y gente rica parecida, en departamentos individuales con cama y orinal como si fuera la habitación de un hotel. La maleta de cartón imitando cuero no había mejorado mucho desde el viaje de novios, así es que le avergonzaba un tanto, pero Pepe ya tenía el suficiente aplomo como para prescindir de ciertos detalles. Desde luego las manchas verdes de humedad no hay quien las quite. Salió al pasillo porque estaban llegando a San Sebastián. En efecto, ahí pasaban los bloques del barrio de Amara erizados de antenas de televisión. Pepe bajó el primero, en marcha, tuvo que dar unas zancadas para no perder el equilibrio. Parecía mentira las ganas que tenía de llegar. Sentía algo agradablemente indefinido, algo que no había notado en Torrecasar. Se puso de puntillas para ver sobre la gente que se agolpaba en el andén. Cuando descubrió entre el público a Izaskun, con Maitechu en brazos, se le aceleró el corazón. Izaskun estaba emocionada, no se habían separado nunca desde la boda. Volvió la cara de la niña hacia su padre y la dejó en el suelo para ver cómo reaccionaba. Apenas levantaba más que una maleta. —Chiki, non da aitacho?[37] —¡Aitachito! La nena corrió hacia Pepe, el cual se puso en cuclillas y extendió los brazos para recibirla. La frase, como un torrente, con una fuerza espontánea que la voluntad no pudo atajar, le salió del fondo del alma. —Etorri. Etorri onea, nexka polita.[38] Izaskun corrió hacia ellos. Tropezó con un maletero, iba como loca, su marido había dicho la primera frase en vascuence de su vida. Se abrazaron los tres. Lloraron y rieron de alegría. —Bienvenido a casa, Joshe. RAÚL GUERRA GARRIDO (Madrid, 1935). Su verdadero nombre es Raúl Fernández Garrido. Nació en Madrid, en 1935. Estudió la Licenciatura de Farmacia y se trasladó a San Sebastián, donde abrió su negocio farmacéutico. Una de sus primera obras fue el cuento «Con tortura», que en 1968 le valió el premio San Sebastián. En 1969 publicó su primera novela, «Cacereño», donde reflexiona sobre la emigración al País Vasco. En 1976 aparece «Lectura insólita de El capital», ganadora del premio Nadal, que refleja la angustia de un secuestro político. Ha formado parte del colectivo Miguel de Unamuno, una tribuna abierta a la tolerancia y la pluralidad, de «Basta ya» y del «Foro de Ermua». Con su novela «El año del Wolfram» resultó finalista del premio Planeta en 1984. En 2010 publica «Quien sueña novela». Notas [1] ¿Tú sabes hacerlo? << [2] Si tú me explicas, ya sé. << [3] Te lo explico, pero tienen que examinarte los de la Jefatura de Minas, ¿quieres? << [4] Sí, sí. << [5] Gracias. << [6] Buenas tardes. ¿Desde cuándo hablas vascuence? << [7] Estos son maquetos, ¿qué querrán? << [8] Como todos los maquetos, comerse nuestro pan. Tapa la cazuela por si acaso. << [9] Levantador de piedra. << [10] Danza de la manzana. << [11] Vamos. Vamos. << [12] Esto es la invasión de los bajos. << [13] Es bueno. Aprende si le enseñas. Hasta luego. << [14] Está bien. << [15] Tranquilo, chico, no tiene importancia, tranquilo << [16] ¿Tú qué opinas? << [17] ¿De la Parte Vieja y no hablas vascuence? << [18] Ama de casa. << [19] Listillo. << [20] ¿Cuántas bielas se pueden hacer antes de perder la arista? << [21] Unas dos mil ya salen. << [22] Bien, bien. << [23] Sí. ¿Hablas vascuence? << [24] El que nada tiene, gran dador si tuviera. << [25] Mamá. << [26] Abuela. << [27] Hombre. << [28] En la calle paloma, en casa lobo. << [29] ¡Todos sí! << [30] ¡Ignacio! Si le pegas le contaré a papá tus líos. Si le haces daño soy capaz de matarte. << [31] Vete a casa, tú tienes más que callar. << [32] Lleva la hermana a casa, nosotros le explicaremos a este chocholo lo de la huelga. << [33] Pedimos directamente una buena sopa, merluza y una chuleta grande sin mirar la carta. << [34] De acuerdo, señora, no se preocupe. << [35] También vamos nosotros a la calle, como siempre, siempre alegres, siempre contentos. Hay un solo Sebastián en el cielo y una sola Donosti en el mundo, y este santo y este pueblo celebran hoy su día. La juventud de San Sebastián, José Mari el joven y el viejo. Tocando el tambor por la calle, los muchachos esparcen su buen humor. Ahora y luego, nuestras penas retiramos. Venimos a alegrar a todos los donostiarras. Son fiestas. Hay baile. El carnaval, los carnavales vienen. También vamos nosotros a la calle, como siempre, siempre alegres, siempre contentos. << [36] —¿Qué vais a esperar de un individuo que hace trabajar a su mujer? << [37] Pequeñita. ¿Dónde está papá? << [38] Aquí. Ven aquí, niña bonita <<

Compartir en redes sociales

Esta página ha sido visitada 144 veces.